La página en blanco. Esa mítica barrera que cientos, miles de autores han tenido que franquear.
Seguro que tú también has estado en las mismas. Cuando quisiste escribirle algún poema a esa chica que te volvía loco, cuando amargado por tantas cosas malas que te pasaban en determinada etapa de tu vida te decidiste a comenzar quizás un diario. ¿Qué escribo? ¿Cómo lo digo? ¿, de todo eso que siento, puedo reducir a unas pocas frases, más o menos coherentes?
Lo mismo, pero un poco distinto, nos pasa a los músicos cuando queremos escribir música. Tienes frente a ti el papel pautado, aquí al menos hay algo en el papel. Pero la verdad es que de poco te ayudan esas líneas, si no tienes en tu cabeza claro lo que quieres escribir en ellas.
Y aquí la cosa se bifurca. Hay compositores, o como diría Ígor Stravinski “inventores de música” que el acto de escribir, es solo un mero trámite, la posibilidad de que el resto de seres compartamos lo que ellos en su fuero interno llevan rato disfrutando. Mozart es sin duda el más conspicuo ejemplo en este apartado.
Durante años se dió por válida una carta publicada por Friedrich Rochlitz, editor musical del siglo XIX, y que narraba en primera persona, como trabajaba el maestro. Con los años y gracias a la investigación musicológica, se descubrió la falsedad de la autoría de dicha carta; pero no así la validez de lo que comunicaba. Mozart trabajaba básicamente una obra en su cabeza, de manera espontánea. Lo prueba el hecho de que podía mantener una conversación coherente mientras escribía o estaba incluso en una fiesta. Esto se refuerza si recordamos que sus primeras obras no están escritas por su mano, si no por las de su padre Leopold; ya que el pequeño no sabía aun escribir, pero ya componía.
Cierto, a miles, millones nos hubiera encantado nacer o ser así. La verdad es que esto es una habilidad que ha de trabajarse con calma y esmero, porque tiene poco que ver con solo tener una habilidad innata. Pero continuando con la idea original, también, hay compositores que construyen su obra lenta, pausadamente; algunos incluso en medio de grandes sufrimientos psíquicos, otros, mientras viven unas vidas ajetreadas.
Ejemplos de ello pueden ser Beethoven o Mahler, que construían sus obras lentamente. Ello no por falta del talento que en Mozart era notorio, si no, porque, en ellos como en tantos otros, el acto de composición suponía cosas realmente complejas a enfrentar en su fuero interno. Beethoven podía componer con una rapidez pasmosa al igual que Mahler, pero para poder construir el contundente mensaje, de digamos la 9ª sinfonía, necesitó 6 años.
Mahler tenía que hacer frente a mucho trabajo como director de orquesta y ello le restaba tiempo para componer; amén de la complejidad que su obra intrínsecamente lleva. Destinaba el periodo estival para poder escribir con generosidad y compensar todo lo que en el resto del año su carrera no le permitía.
Ahora bien, la tradición occidental, se basa justamente en esta posibilidad, escribir, trasmitir fidedignamente aquello que otro ser humano ha capturado o construido en un momento dado. Los antiguos griegos, que son la base sobre la que se construye nuestra cultura, según lo que se sabe, improvisaban casi toda su música, existiendo muy pocas fuentes escritas y casi todas las encontradas, de un periodo muy tardío de esta cultura. Algo que realmente no nos extraña, porque al igual que casi todas las culturas del mundo, la música, era apreciada no por sí misma, si no por las función que cumplía en la sociedad.
La tradición de escribir escrupulosamente la música proviene del deseo de la Iglesia católica, por controlar a todos los efectos lo que en toda la cristiandad sucedía en el ámbito de la liturgia. La música popular nunca se escribió y pasó de mano en mano, cambiando y evolucionado con los siglos. Pero el canto litúrgico, que llevaba la autoridad del papado, se consignó con toda la precisión que se pudo.
Este sistema evolucionó hasta llegar a nuestro popular pentagrama y signos conocidos, pero incluso, dentro de esta tradición de escribir con detalle la obra musical, existe la práctica de la improvisación. Grandes maestros, han improvisado en el momento alguna obra y así como se escuchó, murió aquella música. Decía un contemporáneo de Mozart, que quien no lo escuchó improvisar al piano, no podría hacerse una idea de lo que realmente podía hacer en música el maestro. Otros hablan de un Beethoven improvisando durante casi una hora como si tal cosa. Esta tradición vive en el jazz y en el blues actualmente, y cada día se va haciendo más lugar de nueva cuenta en la música clásica. La creación musical no para y en cada creación o recreación toca lo más profundo de nosotros.
El acto de crear música es así de misterioso, ya sea improvisando o frente a una hoja en blanco, la creación acude a nosotros y como dijo Picasso es mejor que nos encuentre trabajando.