La música oficial del paraiso ( y 2)

La música oficial del paraiso ( y 2)
  1. La Pasión según San Juan fue la primera de las pasiones escritas por Bach. Abordó su escritura en 1724, justo un año después de haber llegado a la ciudad de Leipzig como maestro cantor de la iglesia de Santo Tomás. Durante ese primer año de trabajo, Bach dedicó muchos de sus esfuerzos a la composición semanal de cantatas para el servicio dominical; cada una de esas cantatas es como un eslabón de oro de una gran cadena, siendo la pasión la joya central de un ambicioso proyecto.

Partiendo de la base de que para Bach la música debía estar encaminada a la mayor glorificación de Dios, y que a lo largo de su carrera no había logrado encontrar el espacio para profundizar en esta vocación sacra, su llegada a la ciudad sajona como maestro cantor de una iglesia fue toda una oportunidad para desplegar finalmente todo ese cúmulo de ideas y proyectos que durante años estuvieron fraguándose dentro de él.

La representación de la pasión y muerte de Jesús de Nazaret en un servicio religioso viene de muy lejos en la tradición luterana. Las prácticas, como es de suponerse, no estaban unificadas, ya que la Iglesia luterana no es una institución centralizada, y más bien era el pastor o las autoridades eclesiásticas locales quienes determinaban cómo podían llevarse a cabo estos memoriales. Lo que sí sabemos es que, al menos en la ciudad de Leipzig en tiempos del maestro, no estaba permitida la paráfrasis del texto sagrado. La autoridad del texto bíblico traducido al alemán por Lutero radicaba precisamente en su conformación tal cual estaba plasmado en la Biblia, y cualquier tipo de embellecimiento podía trastocar su profundidad y, sobre todo, distraer al fiel de su mensaje.

Cuando Bach se plantea el ambicioso proyecto de escribir la pasión de Cristo, lo hace apoyándose en un texto que corría por toda Alemania con gran popularidad, escrito en 1712 por Barthold Heinrich Brockes y actualmente conocido como la Brockes Passion. Autores tan relevantes de su época como Telemann, Mattheson o Haendel trabajaron sobre este libreto, por lo que no resulta extraño que Bach se apoyara en él, aunque realizando varias modificaciones y presentando un resultado muy original, pues integró también algunos elementos de otra fuente, como la escrita  por Christian Heinrich Postel.

El proyecto, tal y como lo presenta Bach, es narrar la pasión de Cristo basándose en los capítulos 18 y 19 del Evangelio de Juan, sin modificar una sola coma del texto de Lutero, encargando esta tarea a un tenor que hace el papel del evangelista. Ahora bien, conforme estos hechos terribles y dolorosos para todo cristiano son narrados, Bach los aprovecha para, valiéndose de la poesía del libreto de Brockes, llevarnos a una reflexión más profunda sobre lo dicho por el evangelista. Es en ese punto donde la música, y más concretamente las arias, elevan al fiel a una dimensión teológica y espiritual de altísima envergadura.

Bach enfrenta al escucha con la descripción de actos crueles y terribles, realizados para la salvación del género humano. Esos momentos de reflexión íntima, en los que el fiel se enfrenta al misterio de la salvación tal como lo plantea la tradición luterana, nos han legado arias de una profundidad inmensa, donde una fe que hoy en día puede o no compartirse, dio pie al nacimiento de una música que nos invita y nos lleva de la mano a pensar en la actualidad sobre  nuestra condición humana . La Pasión según San Juan sigue golpeándonos en la cara, interpelándonos sin soltarnos. Repito, se puede o no compartir la fe que animó su creación, pero es precisamente la música de Bach lo que la universaliza porque que es  íntimamente transversal al hecho humano.  Una vez que hemos penetrado en su mensaje, es imposible ser el mismo, se obra en nosotros una metamorfosis, una suerte de epifanía.

Fue el pasado 11 de abril cuando pudimos disfrutar de esta hermosa partitura en el Palau de la Música de Barcelona. El conjunto belga Vox Luminis, junto con la fantástica Freiburger Barockorchester, fueron los encargados de su lectura, todos ellos dirigidos por el estimable Lionel Meunier, director fundador de Vox Luminis, quien en esta ocasión se presentó también como solista en el papel de Jesús.

Pese a la ausencia de una figura visible al frente del conjunto, la ejecución transcurrió siempre con buen ritmo y perfecto ensamblaje. La partitura estaba evidentemente bien ensayada y cuidada en cada uno de sus detalles. La Freiburger Barockorchester fue la base sobre la que un conjunto como Vox Luminis pudo lucir y construir una lectura admirable de la partitura.  Perfectamente ensamblada, con una sonoridad amable y aterciopelada, destacaron especialmente por su musicalidad y buen hacer las dos parejas de oboes y de traversos, que supieron dialogar con gran fortuna con los solistas vocales en cada una de sus arias, siempre con el apoyo de un bajo continuo bien plantado, con mucha imaginación y buen gusto a la hora de desplegar sus líneas.

Lionel Meunier no solo asumió, como ya nos tiene acostumbrados, la dirección de la obra desde su posición dentro del conjunto vocal, sino que además defendió con bastante fortuna el papel de Jesús. Su voz, muy bien timbrada, sin embargo, a mi juicio, dista de tener la profundidad que el papel requiere en ciertos momentos. No obstante, Meunier supo suplirlo con fraseos bien realizados, una dicción pulquérrima, una intencionalidad dramática notable y, sobre todo, una emocionalidad conmovedora.

El resto de solistas presentados, todos miembros del conjunto, lucieron notablemente en sus arias, pero creo justo destacar a un puñado de ellos por lo solvente de su desempeño. La soprano Viola Blache estuvo en estado de gracia con su interpretación de Zerfließe, mein Herze, irrumpiendo con delicadeza y emoción extrema en el solemne momento en que Cristo acaba de entregar su alma al Creador con estas palabras: Zerfließe, mein Herze, in Fluten der Zähren (Derrítete, corazón mío, en torrentes de lágrimas).

Muy brillante estuvo Vojtěch Semerád en su lectura de Erwäge, wie sein blutgefärbter Rücken (Mira cómo su espalda ensangrentada), que, con el hermoso acompañamiento de dos violas d’amore, rompió el silencio imperante en la sala con su voz preñada de emoción y delicado oficio.

Pero el absoluto triunfador de la noche fue el tenor suizo Raphael Höhn, que bordó el papel del evangelista. De voz poderosa, con agudos potentísimos y expresividad a flor de piel, supo transmitir dramatismo al texto bíblico, emocionando a toda la concurrencia.

La velada concluyó con una cerrada ovación a los intérpretes, que nos regalaron una lectura tan notable de esta memorable partitura de J. S. Bach. Un año más se renueva el sortilegio que nos mantiene unidos a estas obras axiales; un año más, el público se vincula con uno de los pilares de nuestra cultura musical; un año más, Bach nos consuela con su música, que es, sin duda, la música oficial del paraíso. Seguimos.

La música oficial del paraiso (1)

La música oficial del paraiso (1)

Como todos los años, a la llegada de la Pascua, corresponde en nuestras salas de concierto la temporada de pasiones de Bach. Tales ejecuciones, y esto es algo que sorprende muy gratamente, son seguidas con un número sostenido de aficionados que normalmente llenan el espacio donde estas se interpretan. En años anteriores, como una innovación a las canónicas San Juan y San Mateo, hemos incluso podido disfrutar de alguna de las reconstrucciones que se han hecho sobre el texto de la pasión según San Lucas, obra que, al parecer, hemos perdido irremisiblemente, y de la que solo contamos con el libreto original, los recitativos y algunas indicaciones del maestro. Lo anterior lo menciono solo como un argumento que se suma a la buena salud que, a mi entender, mantiene el disfrute de obras tan estimables como son las dos obras ya nombradas. Es un gusto que se fundamenta en el disfrute profundo de estas excelsas partituras, tanto por su inmensa factura artística, que está fuera de toda duda, como, por qué no decirlo, por lo que sobre todo la San Mateo tiene de obra icónica en la historia de la música occidental. Su recuperación en la primera mitad del siglo XIX por un jovencísimo Mendelssohn marcó, también, el pistoletazo de salida de toda una concepción de la música, que encontraba en esta primero, pero después en toda la obra de J.S. Bach, la semilla en la que apoyar su autoridad y su prestigio en todo el mundo.

Este año, las dos pasiones fueron programadas en orden inverso a su composición, con lo que pudimos escuchar en el Palau de la Música de la capital catalana, primero la San Mateo el miércoles 9 de abril, con una espléndida respuesta del público, y el viernes 11, la más modesta Pasión según San Juan, también con una muy estimable recepción del público barcelonés.

La lectura este año de la paradigmática Pasión según San Mateo recayó en la Akademie für Alte Musik Berlin, fantástica agrupación de la que guardamos una muy alta estima. Sus colaboraciones con artistas del nivel de René Jacobs han sido las delicias de muchas generaciones de melómanos en todo el mundo. En este caso, el director fue el británico Justin Doyle, que cuenta con una muy sólida carrera y un prestigio muy consolidado como director coral y operístico. La parte coral fue defendida por uno de los mejores coros profesionales de nuestro continente: el RIAS Kammerchor Berlín, que lleva ya 75 años de una sólida carrera dedicada, primero dedicada a la música de vanguardia, y desde hace ya algunos años a muy diversos repertorios, como el de la música antigua. . A este conjunto fantástico de artistas de primer nivel se sumaron los necesarios solistas vocales, destacando mucho el bajo británico Matthew Brook, toda una autoridad en la obra de Bach, y que esta ocasión cantó el papel de Jesús, mientras que el evangelista fue defendido por el tenor alemán Patrick Grahl.

Pasando a detallar más la interpretación de la pieza, hemos de señalar el extraordinario desempeño de la orquesta. La sobriedad de su sonoridad y lo logrado de cada uno de los solos que las diferentes arias de la obra requieren fueron realmente muy estimables. La parte coral fue abordada con gran fortuna por el RIAS berlinés, logrando una lectura dúctil, a ratos dramática y violenta, para poco tiempo después pasar a un tono devoto y profundo. La capacidad de adaptarse con tan buena fortuna a los diferentes escenarios planteados por Bach es quizás uno de los grandes retos de la obra, y el RIAS logró resolver tal compromiso con solvencia.

Todos los solistas vocales tuvieron una buena jornada, pero creo que destaca mucho por lo exigente de su parte el tenor Patrick Grahl, que cuenta con un timbre más que perfecto para este tipo de roles. Su lectura fue notable y estuvo bien asentada en el ejemplo de tantos y tan brillantes “Evangelistas” del pasado. Siguiendo la tradición del papel, su abordaje fue directo, austero, sin buscar en ningún momento el lucimiento vocal personal, y cargado todo el peso en el inmenso drama que se está narrando. Los bajos Stephan Loges y Matthew Brook, que defendió el papel de Jesús, tuvieron también una notable jornada. Mención muy especial merece Brook, cuya lectura del aria Mache dich, meine Herze herain, ubicada hacia el final de la partitura, fue estremecedora.

Para cerrar el elenco masculino, mencionar la noche redonda del tenor británico Thomas Hobbs, que bordó la hermosa Ich will bei meinen Jesu wachen con un timbre brillante y muy potente, capaz de atravesar sin dificultad toda la sala de conciertos. Un gusto ver la musicalidad, el conocimiento detallado y, sobre todo, el amor con que, al igual que esta aria, Hobbs abordó todas las piezas a él encomendadas.

El hermoso timbre de la soprano Elisabeth Breuer conmovió ya desde su primer intervención con la hermosa Blute nur. Sus hermosos agudos, brillantes y muy bien timbrados, acariciaban cada nota y daban el necesario énfasis a cada palabra escrita. Pero donde sencillamente a uno se le rompía el corazón fue al escucharla cantar Aus Liebe will mein Heiland sterben, aria que describe el extraordinario estado de debilidad en el que se encuentra Jesús tras ser azotado por orden de Poncio Pilatos. Para describir esa debilidad, Bach utiliza un solo de flauta traversa acompañado exclusivamente por un par de oboes de caza, sin bajo continuo. La música literalmente flota en el aire, no tiene un bajo que lo ate a la tierra, la música describe como el doliente y lacerado cuerpo de Cristo se tambalea tras ser torturado, y esa visión se ve reforzada cuando la soprano entra en su registro agudo y comienza su canto diciendo Aus Liebe will mein Heiland sterben (por amor, mi salvador quiere morir).

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Más desigual fue la impresión que dejó su compañera, la mezzosoprano alemana Anna Lucia Richter, que, pese a tener una voz muy bien trabajada y haber tenido una brillante lectura de la hermosa Können Tränen meiner Wangen, en la que pudo lucir con rotundidad su carnoso registro bajo, además de demostrar una sólida técnica vocal que le permitió abordar esta aria que exige el paso constante entre registros, la verdad es que para muchos resultó más distante y fría su abordaje de la que es sin duda el centro emocional de toda la partitura, la mítica Erbarme dich, cuyo solo inicial, encargado al concertino de la orquesta, sonó sencillamente delicioso. Richter cantó con corrección y decoro, pero se quedó muy lejos de despertar ni un poco el mundo de emociones que esa aria contiene. Para un servidor, resultó demasiado frío y técnico su modo de cantar uno de los momentos más desgarradores de la música en occidente.

 

Por último, como gran catalizador y aglutinador de todos estos esfuerzos, el maestro Justin Doyle cumplió con su cometido. Supo mantener la dirección de la obra y dar coherencia a toda la lectura, pero, bajo mi opinión, faltó mucho más por ocurrir en semejante partitura. Su paso por esta interpretación fue más testimonial, dejando muchos vacíos en la lectura que fueron llenados por una orquesta inmensa y que, en muchos sentidos, nunca necesitó de él. Corrección, saber hacer, todo demasiado políticamente correcto para mi gusto.

En tan solo un par de días, tendré el gusto de compartir con ustedes la segunda parte de esta breve crónica sobre las pasiones de J.S. Bach, centrándome en la ejecución del viernes 11 de abril. Hasta entonces. Seguimos.

Currentzis, el demiurgo musical.

Currentzis, el demiurgo musical.

Verá usted, ya he dedicado dos sinfonías a las majestades terrenales: al pobre rey Luis como real patrón de las artes [VII Sinfonía] y a nuestro ilustre y querido emperador como máxima majestad terrenal que reconozco [VIII Sinfonía]. Ahora dedico mi trabajo final a la majestad de todas las majestades, el amado Dios, y espero que me conceda tiempo suficiente para completarla.

Con estas palabras, supuestamente dichas por Bruckner a su médico, Richard Heller, el maestro dedicaba su 9ª Sinfonía nada más y nada menos que al “amado Dios”. La cita, extraída de la biografía que su secretario August Göllerich escribió años después de su fallecimiento, debe ser tomada, como casi todo lo escrito en esos primeros años sobre Bruckner, con mucho cuidado. Sobre todo porque, en su afán de divinizar al maestro, tales historias suelen esconder muy poco de verdad y mucho de voluntad. Son historias hermosas, sin duda, pero retratan de manera muy sesgada al compositor.

Lo que sí sabemos es que Bruckner comenzó la composición de su última sinfonía ya en 1887 y, como acostumbraba, tardó muchos años en su elaboración, sobre todo porque solía revisar con suma dureza los resultados obtenidos. Además, en estos últimos años de su vida, se sumergió en procesos muy desgastantes de revisión de varias de sus sinfonías anteriores, como la 2ª, la 8ª o la 4ª, por citar solo algunas, además de su famosa Misa en fa menor, con el único objetivo de purgarlas de lo que él juzgaba grandes imperfecciones.

Al final, en 1896, después de nueve años de duro trabajo, Bruckner solo había logrado concluir tres de los cuatro movimientos planteados, y la insuficiencia cardiaca que finalmente lo mató en octubre de ese año comenzó a impedirle trabajar todo lo que él quería. De hecho, ya desde el inicio de la década de 1890, el maestro fue dejando sus puestos tanto en el Conservatorio de Viena como el de organista de la corte. Su último año, que lo pasó viviendo en un departamento del Palacio de Belvedere por cortesía del emperador, lo dedicó en cuerpo y alma a concluir este último proyecto sinfónico.

La 9ª Sinfonía es un salto al vacío en todos los sentidos para Bruckner; llevando a dimensiones casi cósmicas la estructura sinfónica. Tanto el tratamiento que hace de los temas como su lenguaje armónico apuntan muy lejos, lo que la convierte en una obra casi premonitoria de lo que vendrá en la música décadas después. Hay un gusto extraordinario por el sonido en estado puro en esta partitura. Bruckner antepone esta búsqueda de nuevas cotas expresivas a la sumisión a la forma, llevándola a expandirse hasta sus límites más extremos. Mahler, su sucesor en muchos sentidos, continuó este camino y desbordó esos límites, de manera que nada pudo ser igual tras este último despliegue de genialidad.

Escuchar esta sinfonía con plena atención es asomarse a lo más hondo del alma humana. Un alma que, con los años, había ido desprendiéndose de todo lo material de su día a día, transformándose en sonido: un hondo y muy rico sonido que nos conecta con la fuente misma del ser.

Abrevar en semejante obra no es cosa baladí, así que cuando Teodor Currentzis anunció que la interpretaría con su extraordinaria orquesta musicAeterna en el Palau de la Música Catalana, la ocasión tenía que ser vivida en primera persona por este humilde servidor.

Así, el pasado 23 de marzo y con un Palau casi lleno, los amantes de la obra de Anton Bruckner nos dimos cita para disfrutar de una lectura que estábamos seguros no nos defraudaría.

A la sincera admiración por la obra del maestro austriaco se sumaba el gusto de ver en acción a uno de los mejores directores del momento, precisamente en este tipo de repertorio, donde tantos y tan buenos maestros se han estrellado estrepitosamente.

Currentzis es, efectivamente, un iconoclasta, poco amante de las convenciones. Exagerado en sus movimientos desgarbados e histriónicos, ama los contrastes y los momentos de gran teatralidad. Pero después de haberlo escuchado repetidamente con los más variados repertorios, siempre en conciertos en vivo, debo decir que todo ese oropel no es más que adornos que pueden despistar a algún sector del respetable. Ornamento que esconde a un artista integro donde los haya, que siempre que aborda una obra logra con ella una vivencia emocional absolutamente excepcional.

La inmersión que logró en aguas tan profundas e insondables como las de la 9ª de Bruckner dio como resultado una interpretación de altísimo nivel, en la que se dio algo muy pocas veces visto en nuestros días. Su lectura de la partitura  se realizó con un grado de minuciosidad  extremo y apego absoluto  al manuscrito original. Pero, y esto es lo fantástico de Currentzis, es que, casi como si de un nigromante se tratara,  logró superar la nota impresa trasfomandola  en emoción en estado puro.

Cierto es que, en mi opinión, al primer movimiento (Feierlich, misterioso) le faltó un poco más de reposo en algunos pasajes, sobre todo en el desarrollo del movimiento. Pero estamos hablando de minucias: el tempo marcado por Currentzis funcionó primorosamente. Quizás algunos se sorprendan por este señalamiento, pero es precisamente ahí donde muchos naufragan con Bruckner. O bien porque  optan por tempos demasiado rápidos y trivializan todo el entramado de la obra, o bien porque  deciden arriesgarse con tempos lentos sin sostenerlos con  peso específico tal empeño, logrando lecturas soporíferas que solo aburren al público.

Currentzis, en mi opinión,  dio casi en el blanco, porque, insisto, con semejante orquesta y, sobre todo, con su inmenso talento, podía haberse arriesgado a un tempo un poco más pausado.

De cualquier modo, ya desde este primer movimiento quedó patente la inmensa factura de su abordaje de la obra.

El Scherzo nos llevó a ver el mismísimo infierno con todo su desenfreno y furia sin parangón. La orquesta sonó compacta, precisa y muy bien amalgamada. La transformación de esta danza campesina en una orgía casi diabólica, amenazante y llena de furia, retumbó con toda su potencia, haciendo un hermoso contraste con el trío, de inspiración ciertamente campestres e inocente, pero que solo es un descanso en el despliegue de los infinitos tormentos que este movimiento anuncia.

El tercer y último movimiento (Adagio. Langsam, feierlich) es el definitivo adiós de Bruckner a este mundo. El tema central de la pieza inicia con una novena ascendente llena de angustia y dolor, que paulatinamente asciende cromáticamente, recorriendo uno a uno los doce grados de la escala hasta llegar dos octavas arriba a la paz y la luz de la redención final en mi mayor, la tonalidad del paraíso para el maestro. Literalmente, Bruckner nos transporta del dolor y la desesperación del segundo movimiento, con sus almas atormentadas y su vacío eterno, a la luz de la paz de Dios en tan solo siete compases.

Currentzis entregó el resto en este conmovedor movimiento final, llevando con serenidad e inteligencia la compleja elaboración de la obra. Los metales, en concreto las cuatro tubas wagnerianas, brillaron intensamente en todos sus pasajes, al igual que sus compañeros de las trompas, sobre todo en los corales finales, con su sonoridad dorada y reposada. La cuerda estuvo rotunda y perfectamente empastada, anclada en una sólida base otorgada por una sección de violonchelos y contrabajos de antología.

El movimiento concluye lentamente, apagándose con pausa y sin prisa, como la vida del mismo Bruckner.

Semejante obra necesita forzosamente ser interpretada a cabalidad por un artista de muy altos vuelos, casi de un demiurgo artístico, que sepa transmitir con rigor y emoción el mensaje oculto en ella. Currentzis sin duda lo es, y ante semejante muestra, uno se queda sin apenas palabras, porque todo ha sido dicho ya en la sala de conciertos.

Espero haber logrado transmitir, aunque torpemente, los destellos de semejante ocasión. Seguimos.

De lo sublime en música: Missa Solemnis

De lo sublime en música: Missa Solemnis

Hacia 1757, Edmund Burke publicó su Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello, donde separa por primera vez, a nivel filosófico, lo bello de lo sublime.

Lo bello, según Burke, es todo aquello que nos resulta placentero y delicado, lo armonioso, aquello que genera en nosotros ternura y paz. Por el contrario, lo sublime nos sobrecoge, nos impacta, nos muestra cuán pequeños somos y nos vincula con lo infinito. Si lo bello encanta y agrada por su delicadeza, lo sublime sobrecoge por su abrumadora grandeza.

La Missa Solemnis de Beethoven es, sin duda, una obra sublime. Inmensa, compleja, procelosa, ríspida por momentos, amenazadora y dulce a un mismo tiempo, colosal y tremendamente aristada. Nadie que la haya escuchado desde dentro ha salido indemne de la experiencia, pues supone vivenciar de manera directa lo sublime, con todas sus emociones y todos sus inmensos riesgos.

Beethoven abordó su composición en la recta final de su vida. Totalmente aislado del mundo y en medio de una crisis personal inmensa, escribió la Missa junto con otra de sus obras icónicas: la Novena Sinfonía. Ambas piezas colosales son como las caras de una misma moneda, con las que Beethoven hace su última y quizás más arriesgada apuesta expresiva. En determinado momento, el maestro asume que debe ir más allá de lo que hasta entonces había creado y decide saltar al vacío: escribe una sinfonía con un texto literario, superando la barrera de la música puramente instrumental, y una misa que, por sus dimensiones, jamás podría ser interpretada en un templo católico ni mucho menos en una ceremonia litúrgica. Los límites son desbordados, lo bello da paso a lo sublime ante nuestros ojos y nos hace temblar.

Ni qué decir de lo inmensamente compleja que es su ejecución. Esto ha llevado a que directores de todas las generaciones o bien esperaran hasta su vejez para abordarla (Muti lo hizo con ochenta años cumplidos) o, tras trabajarla durante varios años, decidieran que jamás podrían expresar cabalmente todo lo que la obra esconde y la eliminaran de su repertorio (como Furtwängler). Más recientemente, Rattle confesó que, a sus más de setenta años y con una carrera tan brillante a sus espaldas, la obra aún lo supera.

Thomas Hengelbrock y los Balthasar-Neumann-Chor & Orchester presentaron en el Palau de la Música de Barcelona, el pasado 10 de marzo, una lectura sencillamente memorable.

La dulzura que los instrumentos originales imprimieron a la obra fue solo la cara exterior de una interpretación balanceada y meticulosamente construida por Hengelbrock. Así, por ejemplo, los balances entre coro y orquesta —que en números como el Gloria o el mismo Kyrie inicial suelen ser problemáticos, debido sobre todo a una orquestación demasiado compleja y potente— encontraron en su dirección la transparencia y la fluidez necesarias. La masa coral, lejos de ser anulada por la orquesta, se fundió en un todo compacto y perfectamente equilibrado.

Las fugas, abundantes y complejísimas, resonaron fluidas y bien resueltas gracias a unos tempos orgánicos que permitieron al coro respirar lo más cómodamente posible en una obra tremendamente exigente para ellos. Beethoven utiliza al coro en toda su amplitud y le demanda el máximo, tanto en potencia como en rango de tesitura. Sin miramientos de ningún tipo, lo lleva al extremo de sus registros, haciéndolo cantar repetidamente el la agudo y, en algunos casos, incluso llevándolo hasta el si bemol inmediatamente superior.

Para semejante aventura, Hengelbrock contó con un conjunto coral espléndido, que fue el verdadero protagonista de la noche. Era maravilloso ver el aplomo, la musicalidad y la flexibilidad expresiva con que el Balthasar-Neumann-Chor afrontó esta obra; encaramándose, ligeros y con una afinación perfecta, en las más intrincadas fugas sin que la calidad del sonido se resintiera, para luego, si la obra lo pedía, cantar dulcemente en los más estremecedores pianísimos.

La orquesta sonó espléndida, rotunda y perfectamente empastada, con una sección de cuerdas precisa y unas maderas sencillamente maravillosas. Mención especial merecen las trompas naturales, que tuvieron una noche de ensueño, lo que no es baladí debido a la complejidad y lo traicionero de su ejecución. El concertino del conjunto, el español Pablo Hernán Benedí, estuvo realmente afortunado en su hermoso solo en el Benedictus de la Missa. Sin el brillo estridente al que nos tienen acostumbrados las grabaciones con instrumentos modernos, supo imprimir ensoñación y lirismo al momento, con una sonoridad refinada y casi mórbida, llena de poesía.

El cuarteto vocal en su conjunto fue realmente notable, destacando sin duda la soprano Regula Mühlemann, que posee un hermoso timbre, con agudos cristalinos y brillantes, además de  buen gusto en los matices. La mezzosoprano Eva Zaïcik cuenta también con un hermoso timbre, aunque en algunos pasajes más graves se vio algo mermado, sin perder nunca eficacia ni potencia sonora. De voz potente y penetrante, Julian Prégardien brilló sobre todo en algunos pasajes del Agnus Dei, donde su delicado manejo de los matices y la seguridad de su fraseo dieron enorme relieve a la interpretación. Lamentablemente, el británico Gabriel Rollinson no terminó de redondear su lectura de la obra, ya que, pese a un timbre inicialmente hermoso, en pasajes más exigentes su voz se quedó corta en potencia, llegando a sonar más bien engolada y con falta de brillo.

La suma de todos estos elementos hizo de la ocasión vivida un evento realmente memorable, pues no es habitual disfrutar de una interpretación de tan alto nivel de una obra tan compleja y exigente. Una interpretación realmente sublime. Seguimos.

Una «consagración» en pleno invierno.

Una «consagración» en pleno invierno.

Es sorprendente cómo algunas obras envejecen tan poco y, pese al paso del tiempo, conservan casi intacta esa capacidad disruptiva que las ha hecho ser un parteaguas en nuestra manera de entender, en este caso, la música.

Han pasado unos cuantos años desde aquel 29 de mayo de 1913, cuando, en el Théâtre des Champs-Élysées, I. Stravinski estrenó su Consagración de la Primavera, causando reacciones absolutamente furibundas entre el público y la crítica, pero marcando con nitidez una nueva dirección dentro de la música en Occidente.

La pieza, que en realidad es un ballet, con el paso del tiempo sufrió varias revisiones por parte de su autor y, actualmente, es para muchos esa obra icónica que dio carta de nacimiento a la llegada de la música de vanguardia. Es por ello que sorprende, cuando la escuchamos en nuestras salas de conciertos, lo bien que le han sentado estos 112 años desde su estreno, porque, a decir verdad, se mantiene llena de tantos misterios por contar y pletórica de tan intensas emociones por hacernos vivir.

Una de esas oportunidades de escuchar la obra en vivo la tuvimos apenas hace unos días en la ciudad de Barcelona, gracias a la más reciente visita de la ya más que centenaria Orchestre de la Suisse Romande, que está realizando una gira por algunas ciudades españolas. Así el pasado 13 de febrero en el Palau de la música , el público catalán se dio cita para disfrutar de esta estimable agrupación.

Orquesta con un pasado más que ilustre, sobre todo si pensamos en las más de trescientas grabaciones que la agrupación helvética realizó con su fundador, Ernest Ansermet, la Orchestre de la Suisse Romande es una agrupación a la que hay que escuchar si se tiene la oportunidad de hacerlo. Efectivamente, no es una de las grandes orquestas europeas —Berlín, Viena, Ámsterdam—, pero es una agrupación muy estimable y de una extraordinaria calidad, que supo dar un espléndido concierto con un programa interesante, aunque ordenado de manera más que peculiar.

La velada se abrió con el arreglo orquestal del Claro de luna de C. Debussy, tercer movimiento de la Suite Bergamasque, obra maravillosa para piano y que, en su versión orquestal realizada por el amigo y discípulo de Debussy, André Caplet, en 1922, no termina de ser esa obra mágica y evocadora como lo es en su versión original. El trabajo orquestal es correcto y muy hermoso, pero no tiene los juegos tímbricos ni la magia que Debussy sí logra crear en la partitura pianística. De hecho, el mismo compositor nunca terminó de autorizar esta orquestación, aunque agradeció el gesto de su discípulo.

Siendo sinceros, después de escuchar esta hermosa versión de la pieza, uno puede cabalmente entender la sutil diferencia que hay entre lo competente, lo hermoso, lo profesional en arte y lo sencillamente   genial; hay quizás, para muchos, una nada que los separa y, sin embargo, esa distancia es realmente inmensa.

El programa continuaba con la que debía ser la obra final del concierto, sobre todo si la pieza que cerraba la sesión era un concierto solista. Se ha especulado mucho sobre este notable cambio en el orden del programa; lo cierto es que La consagración de la primavera es una partitura que está muy próxima a la estética impresionista de autores como Debussy. No en balde el mismo autor francés fue uno de los pianistas que, junto a Stravinski, dieron una primera audición de la obra a piano a cuatro manos en un piso del centro de París en junio de 1912, anunciando ya la tormenta que vendría el día de su estreno casi un año después.

La lectura realizada por Jonathan Nott, en mi opinión, fue realmente estupenda. No fue un abordaje al uso, tan no fue así que algunos se quedaron esperando ser avasallados por una orgía de estridencias armónicas y un cúmulo desenfrenado de polirritmias atronadoras, que es el tipo de lectura que, con cierta frecuencia, escuchamos por esos mundos de Dios. Esto nunca llegó.

Nott tejió con calma la construcción de la pieza. Sin movimientos espectaculares ni danzas al fuego sobre el podio, y con una certera técnica, supo ir colocando una a una las piezas de un cosmos que, en su inmensa complejidad, está cimentado en una perfecta y desconcertante armonía interna. Todos, absolutamente todos los materiales, tanto tímbricos como rítmicos, con los que Stravinski construyó esta gran bacanal que es La consagración, se podían distinguir y apreciar perfectamente.

La orquesta sonó compacta y muy bien cohesionada, muy sensible a cualquier indicación de su director, logrando una buena lectura de esta icónica obra, que tanto sigue removiendo nuestras conciencias. Prueba de ello fue la merecida ovación con que el público premió a la orquesta, que tan grato sabor de boca había dejado.

El Concierto para violín de Sibelius es una de las más bellas obras de su autor. Piedra de toque y obra de absoluta referencia para cualquier solista, es una pieza que aúna, en proporción casi simétrica, la exigencia extrema en lo técnico con pasajes de un lirismo extraordinario, conformando una partitura que, siempre que se le escucha, causa un fuerte impacto en el auditorio.

Midori se presentó ante el público catalán luciendo un sonido potente y un conocimiento profundo de la obra, cuyos resultados fueron, en general, muy satisfactorios. El fraseo general de los movimientos extremos del concierto, por momentos, dio la impresión de no ser todo lo orgánico y natural que se esperaba de una artista de su nivel; la música se movía un poco a empujones, sobre todo en las partes centrales de ambos movimientos, para luego recuperar el sentido y cobrar el brío perdido. Todo esto, al margen de algún desajuste con la orquesta, sobre todo en el tercer movimiento.

El segundo tiempo de la obra fue en el que mejor y más cómoda se le vio a la japonesa-estadounidense, pues pudo tejer con mucha más fortuna un discurso de un lirismo muy estimable. Su instrumento cantó con potencia y la orquesta supo unirse en este empeño, dando por resultado una notable lectura del movimiento.

De cualquier modo, y pese a los problemas antes señalados, un servidor considera más que merecida la ovación cosechada tanto por la solista como por la orquesta al concluir la ejecución

El sabor de boca al final de la velada fue muy agradable y nos deja con la ilusión de descubrir la nueva sorpresa que nos tiene deparada esta temporada

Fotografías cortesía de bcn classics. Fotógrafo Antoni Bofill

Klaus Mäkelä, un presente luminoso.

Klaus Mäkelä, un presente luminoso.

Más que un futuro prometedor, lo que tiene ante sí Klaus Mäkelä, el nuevo y muy joven director de moda, es un presente sencillamente luminoso. Poseedor de una técnica ya muy depurada , es, a sus 29 años, un músico  muy sólido, capaz de asumir   compromisos como la titularidad de orquestas de tanto renombre como la Chicago Symphony o la Orchestre de Paris.

Para muchos, acumular tantas y tan importantes titularidades siendo tan joven no es bueno. Juzgan con demasiada dureza, a mi entender, el trabajo de este espléndido director, quien, visto lo visto el pasado 26 de enero en el Palau de la Música de Barcelona, cuenta con las suficientes herramientas para hacer frente a los más grandes retos interpretativos y, además, hacerlo con autoridad. El único reparo que su corta edad me despierta es el inmenso volumen de trabajo al que tiene que hacer frente, porque en ese sentido sí que puede traer consigo una falta de profundidad, que no de perfección técnica, por parte de nuestro maestro.

La contundencia con que debutó en Barcelona el pasado 26 de enero al frente de la Royal Concertgebouw Orchestra de Ámsterdam, de la que será también titular a partir de 2027, demostró que cuando se apoya a un chico o chica con talento y buenas posibilidades, con el tiempo y mucho trabajo se obtienen resultados de muy alta calidad. Mäkelä no surgió por generación espontánea: es el resultado de un trabajo muy serio que arrancó en su natal Finlandia desde muy pequeño, estudiando primero el violonchelo, del que es un fantástico intérprete, y continuó con 14 años en las clases de dirección orquestal de Jorma Panula. Sin estos estímulos, todo el potencial de ese pequeño hubiera quedado en nada, pero, como se tomaron en serio su formación, ahora contamos con un espléndido director que aún tiene mucho que dar.

Por otra parte, lamentablemente, la oportunidad de escuchar a la Royal Concertgebouw Orchestra de Ámsterdam en Barcelona ha sido más bien escasa desde hace tiempo, así que la afición respondió como era lógico esperar: abarrotó la sala del Palau. Sencillamente, hay que recordar que estamos hablando de ese tipo de orquesta con sonido propio, con un sello distintivo que ha ido cuidando a través de los años y que la hace única como agrupación musical. Ahí donde toca, el color de sus maderas o de su cuerda delata que es la Royal Concertgebouw Orchestra, y eso muy pocas orquestas lo han logrado defender, más aún en épocas como la nuestra, en que todo es homologable y se estandariza para poder ser vendido con mayor fortuna.

El programa abrió con Subito con forza, pieza encargada por la orquesta en 2020 a la compositora surcoreana Unsuk Chin. Radicada desde hace muchos años en Alemania, su obra en general revela la influencia de György Ligeti, con quien estudió en su momento. Si analizamos someramente la breve Subito con forza, descubriremos una muy inteligente ilación de temas beethovenianos que aparecen y se diseminan con suma facilidad, pero que lo hacen, además, de una manera colorísticamente muy atractiva. Chin maneja con maestría una amplia paleta tímbrica y rítmica que le permite hacer aparecer, como si fuera una nigromante, temas que nos son conocidos para luego, justo en el momento en que nuestra memoria comienza a atraerlos al presente, desvanecerse de nuestra percepción, dejándonos solo con su ensoñación.

La primera parte del programa se completó con el delicioso Idilio de Sigfrido de R. Wagner. Si toda la orquesta brilló, y de qué manera, las trompas reinaron soberanamente sobre el resto de sus compañeros. Tras una hermosa introducción, la aparición de las trompas con un sonido elegante, redondo, perfectamente afinado y, sobre todo, evocador, dio a la obra un sentido absolutamente trascendente. Mäkelä supo soportar y articular muy bien la obra en su delicado juego de tensiones y distensiones, en un tempo quizás un poco rápido, lo que le restó poesía, pero no belleza ni congruencia al conjunto. Lectura noble y muy notable, que anunciaba en parte lo que estaba por llegar en la segunda parte del concierto.

Colosal, grandilocuente, sin medida alguna, pero al mismo tiempo soberbia y profunda, Vida de héroe es un manjar orquestal para paladares delicados y de gustos exigentes. La Royal Concertgebouw Orchestra ha hecho de su lectura una de sus especialidades; no en vano, la pieza está dedicada a uno de sus más conspicuos titulares: el genial Willem Mengelberg, compartiendo la dedicatoria con la misma Royal Concertgebouw. Las particellas con las que trabaja la agrupación tienen las indicaciones de Mengelberg y las del mismo Strauss, así que nos podemos hacer una clara idea del nivel de conocimiento que la orquesta tiene sobre la obra.

Mäkelä mostró aquí lo mejor de su técnica, pues, con gesto contenido y bien marcado, supo mantener fusionada y contenida a una orquesta que, en lo más brillante de la obra, se transformó en un monstruo sonoro de dimensiones bíblicas. Las cuerdas sonaron compactas, con unos bajos anclados en las más hondas profundidades sonoras, pero con un sonido aterciopelado muy elegante, que es sello de la casa. Las maderas resonaron brillantes y muy ágiles, con una variedad tímbrica muy flexible y una ductilidad dinámica sencillamente asombrosa. ¿Qué decir de los dorados metales de esta magna orquesta, que resonaron poderosos y llenos de luz, dando cuerpo y robusteciendo el poderío sonoro de una obra sencillamente asombrosa y que toda la agrupación supo, con su nuevo y flamante director, llevar a buen puerto?

No sería justo terminar esta pequeña crónica sin destacar el brillante desempeño de los solistas de la agrupación, teniendo un lugar muy relevante el maestro Vesko Eschkenazy, concertino de la orquesta, quien bordó la complejísima parte para violín solo de la partitura.

Queda por esperar todas las sorpresas que estoy seguro tiene por darnos Klaus Mäkelä. Su juventud, lejos de ser causa de duda, y tras haberlo visto al frente de una orquesta como la Royal Concertgebouw, nos aporta la certidumbre de que está llamado a realizar grandes cosas sobre ese mismo pódium. El tiempo, creo, nos dará la razón a los que confiamos en este nuevo maestro. Seguimos.