La tarde del 9 de noviembre, el Palau de la Música se convirtió en un templo barroco, sin escenografía ni vestuario, pero lleno de drama. Alcina, presentada en versión de concierto por el Ensemble Artaserse, bajo la dirección de Philippe Jaroussky, demostró que cuando Händel habla, no hace falta más que música.
Estrenada en 1735 en el Covent Garden de Londres, Alcina pertenece al periodo tardío de Händel como compositor de ópera italiana. Fue una obra concebida para el lucimiento vocal —en especial del célebre castrato Giovanni Carestini— y forma parte de una trilogía mágica junto a Orlando y Ariodante. Pero, más allá del artificio escénico y del carácter fantasioso del libreto, Händel logró convertir esta ópera seria, tan codificada por la tradición, en un espacio sonoro de emociones profundamente humanas.
Con su don inagotable para la melodía y un lenguaje armónico-contrapuntístico de gran riqueza, Händel logra en Alcina una alquimia rara: transformar un libreto plagado de convenciones en un espejo de pasiones universales. Los personajes femeninos en Händel son notablemente más ricos que sus contrapartes masculinas. Él comprende la complejidad del alma de la mujer con una intuición admirable. Alcina ama, odia, se lamenta y sucumbe. Bradamante resiste con nobleza, inteligencia y lealtad inquebrantable. Morgana, en su ligereza, ama sin límites, con el entusiasmo de un corazón embrujado por Eros. En todas ellas, Händel escribe con una pluma que está atenta al latido del corazón de sus personajes.
La versión de concierto realzó el núcleo esencial del drama sin las distracciones que la escena puede generar, porque es en la música donde reside la quintaesencia del arte del maestro: Händel construye su universo sobre ese pilar emocional que es el aria.
Bajo su pluma, cada una se convierte en un espacio sagrado donde la emoción se encarna y conmueve. No hay solo belleza: hay verdad. Detrás de cada ornamentación florece un corazón expuesto, una humanidad en carne viva.
Philippe Jaroussky, una de las figuras más emblemáticas del canto barroco de las últimas décadas, se presentó aquí no como solista, sino como director. Al frente del conjunto que él mismo fundó en 2002 —el Ensemble Artaserse— dirigió con esa elegancia firme que lo caracteriza, dejando que la música fluyera con transparencia. Su lectura fue refinada, con un alto grado de equilibrio sonoro y, sobre todo, profundamente musical. La orquesta respondió con igual altura. La articulación, el empaste, la expresividad de las cuerdas y el continuo —con una tiorba maravillosa y un clave sobrio— fueron de una calidad admirable. No hubo rigidez historicista, sino flexibilidad expresiva, fraseo natural y un diálogo permanente entre los cantantes y la orquesta.
Kathryn Lewek, la gran triunfadora de la noche, dio vida a una Alcina de voz carnosa y sensual, potente y musical, con un rango expresivo muy amplio. Alcina, la hechicera voluptuosa y fría con sus amantes, se muestra al final de la obra como una mujer profundamente humana, desgarrada por la traición del único hombre al que ha amado. Su “Ah! mio cor”, en la parte final del segundo acto, fue el momento más devastador de la velada: una mujer deshecha, quebrada por el abandono, expuesta en toda su fragilidad. Difícil no conmoverse ante tanta sinceridad.
Lauranne Oliva, como Morgana, aportó una voz ligera, brillante y llena de vida, que sorteó con soltura algún pequeño percance sin perder elegancia. Su Morgana fue pasión sin filtros, una amante ingenua y entregada que dejó un gratísimo sabor de boca a los presentes.
Carlo Vistoli encarnó un espléndido Ruggiero, con una voz flexible, ágil, de gran belleza en los agudos y firmeza en los graves. Supo ornamentar con gusto y construir un héroe creíble en su contradicción: inconstante, impulsivo y prisionero de sus pasiones. Su “Verdi prati” fue un instante de pura verdad: sin ornamentos, sin exhibición, solo nostalgia y sencillez. Una joya donde la emoción se posa como un pájaro tímido.
Katarina Bradić, como Bradamante, mostró una voz rotunda, ágil, ideal para abordar dos de las arias de mayor dificultad de la partitura. Voz de graves más bien opacos, compensó con un registro medio muy rico, carnoso y expresivo. Bradamante es un personaje complejo, y Bradić supo dotarla de nobleza, valentía y una claridad emocional admirable.
Zachary Wilder, como Oronte, tuvo una participación desigual: con una voz potente pero algo abierta en los agudos, llegó a tener algunos problemas de afinación en los pasajes más complejos de su primera aria. Sin embargo, su segunda intervención fue mucho más afortunada, ornamentando con elegancia, se mostró más sereno y contundente en los pasajes virtuosos. Un tenor perfectamente adaptado a este repertorio.
Nicolas Brooymans, en el papel de Melisso, fue una revelación: su voz poderosa y homogénea, de bajos ricos y bien trabajados, aportó una autoridad natural al personaje. Un bajo espléndido, musical, sólido, que elevó cada intervención con aplomo y profundidad.
Más allá del reparto, Alcina se sostiene como una obra que premia la fidelidad, la constancia del amor sincero encarnado en Bradamante, y castiga la pasión desordenada, la seducción envuelta en engaño. La derrota de Alcina se traduce no solo en su caída emocional, en esa devastación casi total que la corroe por dentro, sino también en la pérdida de sus poderes. El amor, como la vida, solo puede crecer en libertad. Y el amor forzado, como el arte sin verdad, está condenado a desaparecer.
A veces, basta una voz herida, una cuerda que vibra tenuemente, para que el alma del teatro se manifieste sin necesidad de escenario. Händel, el alemán que conquistó Londres con la lengua de los afectos italianos, entendía que el verdadero drama no siempre se declama ni se representa, sino que muchas veces también se canta. Seguimos
La noche del 3 de noviembre, el Palau de la Música se convirtió en el escenario donde la precisión del gesto y la sobriedad del estilo se fundieron con una musicalidad honesta, sin poses, dejando que la emoción surgiera desde el centro mismo del sonido. Andrés Orozco-Estrada, colombiano de sonrisa fácil y amabilidad natural, al frente de la Sinfonica Nazionale della RAI fusionó con fortuna su garra latinoamericana con la efectividad reposada y precisa de su formación vienesa. Es un director que piensa con la exactitud de un germano, pero que nunca pierde esa chispa de calidez tan latina. No busca ser una superestrella del pódium, sino que elige la humildad y la eficacia, como aquellos grandes directores alemanes que prefieren que la música hable por sí misma.
Desde el inicio con la obertura de Guillaume Tell de Rossini, Orozco-Estrada demostró que su dirección es una mezcla afortunada de rigor y alegría. La orquesta respondió con un sonido bien balanceado, tempos cómodos y un respeto notable por los solistas. El Ranz des vaches resonó con espacio y sin ahogos; sosteniendo un tempo estable, la versión se mantuvo colorista y contenida, sin estridencias.
Cuando llegó el turno del Concierto para violín núm. 4 en Re mayor, K. 218, de Mozart, el brillo de la orquesta se combinó con la sobria maestría de Michael Barenboim. Un violinista extraordinario, que lució una afinación perfecta y un sonido clarísimo, ideal para Mozart. Barenboim es un intérprete de pocas veleidades escénicas, ajeno a la gestualidad ampulosa de tantos solistas contemporáneos. Su presencia es discreta, pero su musicalidad, profunda y luminosa. Quizá por eso no sorprendió —aunque sí conmovió— verlo, minutos después de su brillante actuación, tomar su lugar entre los violinistas de fila en la Sinfonía fantástica. Fue un gesto silencioso, pero elocuente: una declaración de amor al oficio, al arte por el arte, sin necesidad de reflectores.
Con la Sinfonía fantástica, Orozco-Estrada se adentró en el terreno volcánico de Berlioz con la serenidad de quien conoce bien los caprichos del fuego. No se dejó arrastrar por el delirio, y sin domesticarlo, lo dejó arder en su forma más bella y controlada. En esta obra, Berlioz nos arrastra por escenarios de un delirio absoluto; es un viaje sin retorno que puede culminar —como decía Bernstein— con nosotros gritando en nuestro propio funeral. La obra es un despliegue de colores orquestales, de esa paleta tímbrica inmensa que Berlioz inaugura aquí. En esta obra está ya todo Berlioz, el que es en ese momento y que que vendrá. En ella econtramos el amor obsesivo, el desengaño, la exageración genial, la exploración de nuevos y atrevidos mundos tímbricos y formales, la desmesura absoluta. Orozco, en su lectura de la partitura no buscó en ningún momento brillar como una superestrella aprovechando la espectacularidad de la pieza, sino que dejó que la música misma desplegara su mensaje y su verdad.
Fue, en suma, una noche donde la música se impuso con su propia voz. Una velada de enorme calidad artística, sin alardes vacíos, en la que tanto la orquesta como su director y solista nos recordaron que, a veces, la mayor grandeza está en la honestidad y la pasión genuina por el oficio. Seguimos.
No fue un concierto. Fue una invocación. A veces la música no suena: se enciende. Y este martes 22 de octubre, en el Palau de la Música, la música de Händel ardió en manos de Teodor Currentzis y su ensemble musicAeterna como rara vez se ha visto —o mejor dicho, sentido— en una sala de conciertos.
Había en el ambiente una extraña excitación por lo que el director griego tenía preparado para la ocasión. El público del Palau tiene aún fresco el recuerdo de las anteriores citas en que fue sorprendido por él. La orquesta entró de manera tradicional, entre aplausos respetuosos, seguida por la figura magnética de Currentzis. Hasta ahí, todo dentro del ritual habitual. Pero una vez el maestro alzó las manos, la sala se sumergió en una delgada penumbra —y con ello comenzó el verdadero conjuro.
A lo largo del concierto, el juego con las luces fue esencial. La iluminación se transformaba con cada fragmento, casi como si el propio Händel —tan afecto en su tiempo a los grandes espectáculos— tuviera su propio diseñador escénico. Todo estaba medido y cronometrado a la perfección. Nada sucedió porque sí, y cada nota y cada gesto se hizo para conmover al espectador. Así, la entrada del coro y de los solistas, que no aparecieron como simples intérpretes, sino como personajes de un drama invisible, estuvo previamente coreografiada al detalle, desarrollándose mientras la música ya sonaba, como si emergieran directamente del sonido.
Lo que siguió fue una travesía ininterrumpida de más de cien minutos por el universo dramático y espiritual de Händel. Arias, overtures, himnos, fragmentos de oratorios y óperas se sucedieron sin pausa, hilados con una sensibilidad teatral que evitó la sensación de antología y construyó, en cambio, una experiencia narrativa, casi operística.
El coro fue, en todo momento, un pilar fundamental de esa arquitectura expresiva. Cantaron todo de memoria, con una presencia escénica que combinaba disciplina y libertad, mientras ejecutaban una coreografía sutil pero eficaz. El sonido fue poderoso y perfectamente afinado, con unos bajos robustos y una flexibilidad pasmosa en los cambios de carácter y dinámica. Cada intervención coral fue como una columna de fuego que sostenía la estructura emocional del concierto, aportando una dimensión colectiva de belleza casi arcaica.
Currentzis no dirige, habita. Y lo hace con una intensidad que puede parecer excesiva a quienes no están dispuestos a dejarse llevar, pero que resulta absolutamente genuina para quienes conocen el nivel de entrega con el que trabaja. Su lectura de Händel fue vibrante, contrastada, sin temor al dramatismo, pero nunca afectada. La música danzó, respiró, se desgarró y se elevó.
La orquesta musicAeterna, liderada por su extraordinaria concertino, sonó sencillamente genial. Precisa, enérgica, flexible, con una paleta de matices inagotable. Parecían una banda de rock barroco sobre el esecenario: no por volumen, sino por actitud, convicción y potencia expresiva. Fue una interpretación de cuerpo entero, sin miedo al riesgo, al filo, al temblor. Cada acorde fue generado desde el interior de unos intérpretes que aman profundamente esta música y que ven en ella un modo de transformar la vida de sus escuchas.
Las voces solistas, provenientes de la Academia Anton Rubinstein, fueron una verdadera revelación. Todas ellas —jóvenes, pero extraordinariamente bien guiadas— mostraron un dominio técnico sólido, una expresividad refinada y un compromiso emocional evidente. La dirección de Currentzis se hizo sentir también aquí: en el fraseo, en los silencios, en las miradas. Siempre atento, siempre solícito, siempre presente.
Tatiana Bikmukhametova, Anhelina Mikhailova, Daria Lebedeva, Galina Menkova, Tatiana Vikhareva y Yulia Vakula, así como el contratenor Andrey Nemzer —quien además ejerció como coach vocal del grupo— fueron las voces que incendiaron nuestros corazones con cada aria leída desde lo más hondo de la partitura. Todos brillaron sin estridencias ni exageraciones. Fue una celebración de la belleza vocal entendida como honestidad expresiva. Arias como “Piangerò la sorte mia”, “Pena tiranna” o “Eternal Source of Light Divine” fueron abordadas con una sobriedad conmovedora. No hubo divismos. No hubo trampas emocionales. Solo música desnuda y viva, lanzada al mundo con el coraje que da la verdad.
En tiempos donde tanto arte parece dominado por lo banal, lo vulgar, lo superficial, o directamente lo feo, lo que hace Currentzis es casi heroico. Su apuesta por la belleza —pero no una belleza complaciente, sino exigente, radical, incluso peligrosa— se siente como una flor brotando en medio del pavimento. No hay ironía, no hay cinismo en su gesto. Hay un deseo auténtico de conmover, de sacudir, de elevar. Y esa voluntad, cuando se plasma con la seriedad y el talento con que lo hace el maestro, se convierte en un acto de resistencia. En una afirmación poética de que el arte todavía puede cambiar cosas, de que es el arte la única esperanza que nos queda ya.
Händel, con Currentzis, no suena como música de archivo, ni como arte de museo. Suena como si estuviera siendo escrita ahora mismo, por alguien que tiene algo urgente que decir. Y eso, justamente, es lo que distingue a los grandes intérpretes de los demás. Lo vivido la noche del martes 21 en el Palau no fue una interpretación más o menos afortunada de música barroca. Fue una revelación. Seguimos.
Tamerlano, ópera en tres actos de G. F. Händel, ha quedado relegada históricamente a un segundo plano dentro del catálogo operístico del compositor. Poco difundida y frecuentemente opacada por títulos como Giulio Cesare, ha sido injustamente considerada una obra menor. Sin embargo, esa comparación resulta no solo injusta, sino profundamente equivocada.
Porque Tamerlano es, por sí misma, una obra de enorme calidad artística. Su planteamiento dramático contrasta radicalmente con el de Giulio Cesare. Aquí no hay grandilocuencia ni escenas espectaculares con grandes masas corales. Es una ópera intimista, contenida, con orquestación reducida, que transita los sutiles caminos de la dignidad frente a la opresión. Sus personajes, para mantenerse fieles a sí mismos, llegan incluso a ofrecer la vida.
Mientras Giulio Cesare deslumbra con vitalidad, orquestación rica y arias exigentes, Tamerlano conmueve desde la introspección. Compararlas directamente no solo carece de sentido, sino que evidencia una visión reduccionista, cuando no malintencionada.
Las oportunidades de ver Tamerlano en escena son escasas. Afortunadamente, el pasado 14 de mayo en el Palau de la Música de Barcelona, René Jacobs —al frente de la excepcional Freiburger Barockorchester— nos regaló una versión concierto de esta obra maestra poco frecuentada.
El formato de concierto para óperas barrocas sigue generando debate. Para algunos, privar al público de una puesta en escena en obras tan largas es casi un despropósito. Para otros —los más entusiastas del género—, esta es la forma ideal de disfrutar plenamente la música sin interferencias visuales forzadas o puestas en escena excesivamente conceptuales que distraen o incluso incomodan. Y Tamerlano, por su carácter introspectivo, funciona especialmente bien en este formato.
Históricamente, esta ópera marca un hito: por primera vez, Händel otorga a un tenor un papel de gran peso dramático. Hasta entonces, el protagonismo recaía en los castrati o en la prima donna, figuras a quienes los compositores destinaban las arias más exigentes. Los tenores ocupaban roles secundarios. Pero en Tamerlano, el personaje de Bajazet —sultán derrotado, íntegro hasta el final— representa un giro de paradigma. Händel le otorga momentos de gran intensidad expresiva, que culminan en un suicidio cargado de nobleza y desesperación.
Escuchar esta ópera bajo la dirección de René Jacobs fue, sin duda, un privilegio. Como es habitual en sus proyectos, la interpretación fluyó con naturalidad, y pese a la extensión de la partitura, la tensión dramática se mantuvo viva en todo momento. La Freiburger Barockorchester fue un socio ideal: precisa, expresiva y atenta a cada gesto del maestro. Jacobs dirigió con inteligencia musical y sensibilidad extrema, dando espacio a los cantantes para ornamentar sin romper la arquitectura del conjunto. Respira con ellos, los acompaña y los eleva.
Del reparto vocal destacó con fuerza la contralto Helena Rasker, que bordó el papel de Irene. Con una voz poderosa, técnica depurada y exquisita musicalidad, cautivó al público en cada intervención.
El otro gran triunfo de la noche fue el joven contratenor Paul-Antoine Bénos-Djian, quien asumió el desafiante rol central con solvencia y expresividad. Händel escribió para este personaje algunas de las arias más complejas de la obra, y Bénos-Djian superó el reto con brillantez.
El tenor Thomas Walker, como Bajazet, cumplió con dignidad un papel muy exigente. Aunque su registro mostró ciertas limitaciones, especialmente en momentos de mayor lirismo, supo mantener el nivel y cerrar con eficacia una interpretación difícil.
La soprano Katherina Ruckgaber lució un timbre hermoso y un gusto refinado en cada intervención. Alexander Chance, como Andrónico, mostró gran musicalidad, aunque en algunos pasajes su voz perdió proyección en el registro grave.
Como mencioné, la obra es larga: más de tres horas de música, alternando arias sublimes con extensos recitativos que pueden volverse áridos para el oyente poco familiarizado con el barroco. Pero el público del Palau —mayoritariamente conocedor y entusiasta— supo valorar la propuesta y disfrutó, sin duda, de una velada musical extraordinaria. Seguimos
El estímulo que una versión más de una sinfonía de Beethoven crea en muchos de nosotros está, francamente, en decadencia. Años de cientos, miles de aproximaciones a las obras sinfónicas del maestro —muchas de ellas realizadas de la manera más pedestre posible— han dado como resultado una devaluación más que ostensible en el gusto del respetable.
Estoy convencido de que, a estas alturas, muchos de vosotros, queridos lectores, estaréis comentando en vuestro fuero interno: “¿Pero qué dice este iluminado? ¡Que Beethoven es Beethoven! ¿Cómo se atreve a decir semejante barbaridad?” Y así, de entrada, querido lector, efectivamente: Beethoven es Beethoven en nuestra cultura musical, indudablemente. Pero esto tiene que ver con una apropiación y una lectura muy específica que se hizo de su figura y de su obra en el siglo XIX. También es cierto que Beethoven, como compositor, es mucho más que sus sinfonías, y sería muy importante que muchos programadores musicales lo tuvieran en cuenta.
Con esto no quiero decir que las nueve sinfonías que escribió el maestro no sean obras extraordinarias, sino que su sobreexplotación y pésimo abordaje han llegado a desvirtuarlas muy ostensiblemente. Porque, como dice aquella canción romántica, que hasta lo bueno cansa… y yo agregaría: si, además, te lo colocan a todas horas, ya no es que canse, es que harta.
¿Tendremos entonces que olvidarnos para siempre de este legado cultural y no tocar ya ni por error estas partituras? En absoluto. Claro que no. Pero cuando las abordemos, habremos de hacerlo de otra manera. Sobre todo, deberemos recuperar el asombro, la mirada limpia y una actitud llena de respeto hacia las verdaderas intenciones de su compositor.
¿Qué quiero decir con esto? Que años de tradición interpretativa han agitado tanto las aguas hasta el punto de no permitirnos ver el fondo del lago: orquestas inmensas, estilos ampulosos y llenos de afectación, la creación de un Beethoven “heroico” que nada tiene que ver con el músico que escribió las obras, y, sobre todo, un inmenso corpus de tradiciones y amaneramientos absurdos. Todo ello conforma solo un pequeño muestrario de las costumbres interpretativas que estas partituras han sufrido.
Poder sentarse a escuchar una lectura que sencillamente tenga como único fin recrear la obra de Beethoven es, en nuestros días, un extraño lujo que, cuando se da, hay que saber aquilatar.
El pasado 6 de mayo, el Palau de la Música de Barcelona fue el escenario donde una de esas peculiares ocasiones tuvo lugar.
Philippe Herreweghe, al frente de la Orchestre des Champs-Élysées, presentó un programa integrado por la Cuarta y la Séptima sinfonías de Beethoven.
El trabajo de Herreweghe es por todos los aficionados de sobra conocido. Su postura es siempre fiel al texto original, pero sin caer en fanatismos absurdos que pueden llegar a distorsionar la obra abordada. Para Herreweghe, la música —ese resultado final que el público escucha al asistir a sus conciertos— es lo más importante, mucho más que una posible tradición interpretativa.
Músico erudito, cada decisión que toma la hace respaldado en un conocimiento profundo de los resortes de las obras que interpreta. Y en esta ocasión no fue la excepción. Ambas sinfonías sonaron luminosas, limpias y llenas de vida.
En el caso de la Sinfonía núm. 4 en Si bemol mayor, op. 60, hablamos de una obra jovial, llena de encanto y energía apolínea. Si hay una sinfonía maltratada en el catálogo de Beethoven, es esta, sin lugar a duda. No en balde, Schumann decía que se trataba de una «esbelta doncella griega entre dos gigantes nórdicas», refiriéndose a que esta Cuarta sinfinía está flanqueada nada más y nada menos que por la Heroica y la mítica Quinta . Al no encajar con la idea preconcebida del Beethoven heroico, habitualmente se la ha visto casi como una obra menor, cuando realmente estamos ante una partitura maravillosa, llena de momentos de ingenio y creatividad increíbles, con una estructura muy sólida y pasajes realmente luminosos que muestran el genio creativo de su autor. Diríamos que el humor lo impregna todo en esta partitura y, aunque arranca con una solemne introducción en modo menor, al llegar el Allegro del primer movimiento, la luz y el buen humor lo inundan todo.
Herreweghe guió con elegancia y musicalidad una lectura muy reconfortante de esta partitura. Con tempi perfectos, llenos de ímpetu pero sin apresuramientos innecesarios, la obra fluyó admirablemente. La orquesta sonó balanceada en todas sus secciones. Resultó poéticamente evocador el hermoso sonido de la sección de vientos madera, tan bien empastados y con ese color rústico que solo da la interpretación con instrumentos originales aporta. La cuerda, asimismo muy robusta, encontró en una sección de violonchelos y contrabajos el sólido anclaje desde donde brillar con intensidad a lo largo de toda la obra.
Muy diferente es el carácter de la que fue llamada la “apoteosis de la danza”, nada más y nada menos que por Wagner.
La Sinfonía núm. 7 en La mayor, op. 92, es una obra que hace cimbrar lo más hondo de nosotros porque apela a nuestra energía dionisíaca, a esa fuerza creativa infinita que late dentro en nuestro interior y que, al entrar en contacto con este tipo de obras, se vuelve sencillamente irrefrenable.
La pieza está evidentemente construida a partir de lo rítmico, de la danza, pero entendida esta como la manifestación corporal, plástica, visible —casi diríamos tangible— de la sabiduría que la música posee y comunica a quien la escucha.
Herreweghe convocó desde su podio al mismo Dionisio, y este acudió a su llamado, haciéndonos bailar desde nuestras butacas en el Palau de la Música Catalana . Si con la Cuarta sinfonía la orquesta sonó llena de luz y transparencia, en la Séptima su sonoridad, aunque contenida y sin aristas ni estridencias de mal gusto, tornó hacia una textura más compacta y poderosa. De nuevo, los bajos y violonchelos fueron clave, soportando con sobrado oficio todo el inmenso edificio armónico de la obra.
Colosales los cornos y las trompetas naturales, que, pese a lo arriesgado de sus partes, supieron aguantar el tipo y lucir brillantes y con rotundidad.
Mención muy especial merece el Allegretto, que Herreweghe condujo por dimensiones poéticas inenarrables. Sin amaneramientos estériles, afectaciones ridículas ni tempi propios de un sepelio, nuestro maestro partió de la nada y, muy poco a poco, nos llevó hasta el cielo.
Beethoven sigue vivo, pero hace falta saber escucharlo. Herreweghe lo hizo posible. Ojalá más se atrevieran a seguir su ejemplo. Claro, eso no es tarea fácil… Seguimos.
La Pasión según San Juan fue la primera de las pasiones escritas por Bach. Abordó su escritura en 1724, justo un año después de haber llegado a la ciudad de Leipzig como maestro cantor de la iglesia de Santo Tomás. Durante ese primer año de trabajo, Bach dedicó muchos de sus esfuerzos a la composición semanal de cantatas para el servicio dominical; cada una de esas cantatas es como un eslabón de oro de una gran cadena, siendo la pasión la joya central de un ambicioso proyecto.
Partiendo de la base de que para Bach la música debía estar encaminada a la mayor glorificación de Dios, y que a lo largo de su carrera no había logrado encontrar el espacio para profundizar en esta vocación sacra, su llegada a la ciudad sajona como maestro cantor de una iglesia fue toda una oportunidad para desplegar finalmente todo ese cúmulo de ideas y proyectos que durante años estuvieron fraguándose dentro de él.
La representación de la pasión y muerte de Jesús de Nazaret en un servicio religioso viene de muy lejos en la tradición luterana. Las prácticas, como es de suponerse, no estaban unificadas, ya que la Iglesia luterana no es una institución centralizada, y más bien era el pastor o las autoridades eclesiásticas locales quienes determinaban cómo podían llevarse a cabo estos memoriales. Lo que sí sabemos es que, al menos en la ciudad de Leipzig en tiempos del maestro, no estaba permitida la paráfrasis del texto sagrado. La autoridad del texto bíblico traducido al alemán por Lutero radicaba precisamente en su conformación tal cual estaba plasmado en la Biblia, y cualquier tipo de embellecimiento podía trastocar su profundidad y, sobre todo, distraer al fiel de su mensaje.
Cuando Bach se plantea el ambicioso proyecto de escribir la pasión de Cristo, lo hace apoyándose en un texto que corría por toda Alemania con gran popularidad, escrito en 1712 por Barthold Heinrich Brockes y actualmente conocido como la Brockes Passion. Autores tan relevantes de su época como Telemann, Mattheson o Haendel trabajaron sobre este libreto, por lo que no resulta extraño que Bach se apoyara en él, aunque realizando varias modificaciones y presentando un resultado muy original, pues integró también algunos elementos de otra fuente, como la escrita por Christian Heinrich Postel.
El proyecto, tal y como lo presenta Bach, es narrar la pasión de Cristo basándose en los capítulos 18 y 19 del Evangelio de Juan, sin modificar una sola coma del texto de Lutero, encargando esta tarea a un tenor que hace el papel del evangelista. Ahora bien, conforme estos hechos terribles y dolorosos para todo cristiano son narrados, Bach los aprovecha para, valiéndose de la poesía del libreto de Brockes, llevarnos a una reflexión más profunda sobre lo dicho por el evangelista. Es en ese punto donde la música, y más concretamente las arias, elevan al fiel a una dimensión teológica y espiritual de altísima envergadura.
Bach enfrenta al escucha con la descripción de actos crueles y terribles, realizados para la salvación del género humano. Esos momentos de reflexión íntima, en los que el fiel se enfrenta al misterio de la salvación tal como lo plantea la tradición luterana, nos han legado arias de una profundidad inmensa, donde una fe que hoy en día puede o no compartirse, dio pie al nacimiento de una música que nos invita y nos lleva de la mano a pensar en la actualidad sobre nuestra condición humana . La Pasión según San Juan sigue golpeándonos en la cara, interpelándonos sin soltarnos. Repito, se puede o no compartir la fe que animó su creación, pero es precisamente la música de Bach lo que la universaliza porque que es íntimamente transversal al hecho humano. Una vez que hemos penetrado en su mensaje, es imposible ser el mismo, se obra en nosotros una metamorfosis, una suerte de epifanía.
Fue el pasado 11 de abril cuando pudimos disfrutar de esta hermosa partitura en el Palau de la Música de Barcelona. El conjunto belga Vox Luminis, junto con la fantástica Freiburger Barockorchester, fueron los encargados de su lectura, todos ellos dirigidos por el estimable Lionel Meunier, director fundador de Vox Luminis, quien en esta ocasión se presentó también como solista en el papel de Jesús.
Pese a la ausencia de una figura visible al frente del conjunto, la ejecución transcurrió siempre con buen ritmo y perfecto ensamblaje. La partitura estaba evidentemente bien ensayada y cuidada en cada uno de sus detalles. La Freiburger Barockorchester fue la base sobre la que un conjunto como Vox Luminis pudo lucir y construir una lectura admirable de la partitura. Perfectamente ensamblada, con una sonoridad amable y aterciopelada, destacaron especialmente por su musicalidad y buen hacer las dos parejas de oboes y de traversos, que supieron dialogar con gran fortuna con los solistas vocales en cada una de sus arias, siempre con el apoyo de un bajo continuo bien plantado, con mucha imaginación y buen gusto a la hora de desplegar sus líneas.
Lionel Meunier no solo asumió, como ya nos tiene acostumbrados, la dirección de la obra desde su posición dentro del conjunto vocal, sino que además defendió con bastante fortuna el papel de Jesús. Su voz, muy bien timbrada, sin embargo, a mi juicio, dista de tener la profundidad que el papel requiere en ciertos momentos. No obstante, Meunier supo suplirlo con fraseos bien realizados, una dicción pulquérrima, una intencionalidad dramática notable y, sobre todo, una emocionalidad conmovedora.
El resto de solistas presentados, todos miembros del conjunto, lucieron notablemente en sus arias, pero creo justo destacar a un puñado de ellos por lo solvente de su desempeño. La soprano Viola Blache estuvo en estado de gracia con su interpretación de Zerfließe, mein Herze, irrumpiendo con delicadeza y emoción extrema en el solemne momento en que Cristo acaba de entregar su alma al Creador con estas palabras: Zerfließe, mein Herze, in Fluten der Zähren (Derrítete, corazón mío, en torrentes de lágrimas).
Muy brillante estuvo Vojtěch Semerád en su lectura de Erwäge, wie sein blutgefärbter Rücken (Mira cómo su espalda ensangrentada), que, con el hermoso acompañamiento de dos violas d’amore, rompió el silencio imperante en la sala con su voz preñada de emoción y delicado oficio.
Pero el absoluto triunfador de la noche fue el tenor suizo Raphael Höhn, que bordó el papel del evangelista. De voz poderosa, con agudos potentísimos y expresividad a flor de piel, supo transmitir dramatismo al texto bíblico, emocionando a toda la concurrencia.
La velada concluyó con una cerrada ovación a los intérpretes, que nos regalaron una lectura tan notable de esta memorable partitura de J. S. Bach. Un año más se renueva el sortilegio que nos mantiene unidos a estas obras axiales; un año más, el público se vincula con uno de los pilares de nuestra cultura musical; un año más, Bach nos consuela con su música, que es, sin duda, la música oficial del paraíso. Seguimos.