La Tonhalle-Orchester Zürich, bajo la dirección de su titular Paavo Järvi, fue la encargada de dar inicio a una nueva temporada de conciertos de BCN Clàssics. El Palau de la Música fue el escenario donde, la noche del pasado 28 de octubre, pudimos disfrutar del trabajo de esta extraordinaria orquesta suiza de gira por algunas ciudades de nuestro país.
La velada comenzó con el Concierto para violín y orquesta núm. 2 en Sol menor, op. 63, de S. Prokofiev, interpretado por la violinista georgiana Lisa Batiashvili, quien cosechó un rotundo éxito.Tras el preceptivo intermedio, continuó la Sinfonía núm. 7 en Mi menor de G. Mahler, monumental trabajo sinfónico que desde su inicio pone al límite de sus capacidades a cualquier orquesta que la aborde.
Lisa Batiashvili dio una clase magistral de musicalidad y elegancia con su interpretación del concierto de Prokofiev. Originalmente planteada más como una sonata concertante, con una orquesta de no grandes dimensiones y en un lenguaje más expresivo, evolucionó a un concierto quizás más ambicioso que en su planteamiento original, pero sin perder esa vena expresiva que lo hace sencillamente seductor.
Imagen ANTONI BOFILL
Batiashvili conocedora profunda de la partitura la desgranó con sabiduría. Paso a paso, supo abordar con brío y autoridad los pasajes más complejos, y resolverlos con absoluta solvencia y musicalidad. Pero donde fue sencillamente magistral fue al hacer «cantar» a su instrumento en los pasajes, digamos, más líricos de la pieza. Me refiero, evidentemente, al segundo movimiento, el Andante assai, centro expresivo de la obra sin ninguna duda, y que lamentablemente muchos intérpretes menosprecian por no tener suficientes escalas o pasajes complejos en los que lucir su “alta escuela interpretativa”.
Batiashvili bordó su lectura de todo el concierto, rozando la genialidad en el segundo movimiento. Sus frases de largo aliento se sustentaban en una claridad de ideas luminosa y en un manejo asombroso de los colores que el instrumento ofrece. A ello se sumó un conocimiento profundo de los pesos y contrapesos de la obra, logrando dotar a su lectura de una congruencia fantástica . Paavo Järvi, director sabio y elegante donde los haya, la secundó siempre y dialogó con la solista, regalando a la audiencia una interpretación redonda y sólida de esta deliciosa perla que es el concierto de Prokofiev.
A una obra íntima y personal siguió una sinfonía estremecedora. Mahler, en su Séptima Sinfonía, lleva al límite la paradoja de la existencia humana. De dimensiones colosales, hace coincidir en este trabajo elementos absolutamente disímbolos, haciéndolos coexistir en un mismo espacio sonoro congruente. En esta obra, como en ninguna otra, el maestro es particularmente esquivo a entregar su mensaje expresivo; juega con el oyente y lo hace transitar por realidades caleidoscópicas alucinantes.
La obra inicia con un tema trágico y oscuro a cargo de la tenorhorn, que toca una música pausada y solemne, para concluir ochenta minutos después en un rotundo y bestial rondó. Movimiento que canta eufóricamente su triunfo sobre la fatalidad, salpicado en este éxtasis casi dionisíaco con pasajes abiertamente vulgares.
Al igual que en el resto de sus sinfonías, Mahler planteó una obra extraordinariamente exigente para cualquier intérprete. Al inmenso esfuerzo técnico que ya supone su ejecución , con toda clase de intrincados pasajes de una dificultad alucinante, se suma un planteamiento conceptual de muy compleja realización. En medio de una inmensidad de comprometidos solos y soberbias mixturas tímbricas, el director debe moldear, como virtuoso orfebre, la colosal escultura que es esta sinfonía. Uno de los inmensos riesgos que esta obra encierra es el de degenerar en un pandemónium sinfónico, donde la pieza naufrague y se arrastre lamentablemente durante ochenta minutos.
Järvi dejó clara su estatura musical al enfrentar con sobrada autoridad el reto de presentar esta obra. Director inteligente y muy elegante, desde el comienzo de la pieza construyó un discurso firme, sólido y muy fluido, en el que supo combinar sabiamente las partes contradictorias que la obra encierra. Tempos perfectos, fraseos bien realizados, pasajes endiablados resueltos con primorosa limpieza e inspirada musicalidad, son solo algunas de las características del trabajo que realizó Paavo Järvi al frente de la Tonhalle-Orchester Zürich, orquesta que dirige como titular desde 2019 y con la que ha logrado un tándem perfecto.
La orquesta, sencillamente soberbia, sonó y resonó profundamente en el interior de cada uno de los asistentes al concierto, dejando claro su enorme talla musical. Es, sin lugar a dudas, una de las mejores agrupaciones que nos han visitado en los últimos tiempos.
Un Mahler sencillamente fantástico, bien planteado y primorosamente ejecutado por una orquesta de ensueño, dirigida por uno de los mejores directores del momento. De este modo podemos resumir la ejecución de esta enigmática partitura, que tan grato sabor de boca dejó entre la estimable concurrencia.
Gran estreno de temporada para BCN Clàssics. Enhorabuena por ello. Habrá que estar atentos a lo que viene, pues promete darnos en futuras fechas grandes satisfacciones. Seguimos.
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Fotografías cortesía de bcn classics. Fotógrafo Antoni Bofill
El inicio de año nos trajo a los aficionados barceloneses, como si fuera un regalo de reyes muy atrasado, un magnífico concierto. Uno de sus protagonistas fue un músico al que, mientras estuvo entre nosotros, en mi humilde opinión, no se le apreció ni se le cuidó en lo que vale. Me refiero al maestro Pablo González, que fue director titular de la OBC entre los años 2010 y 2015 y que, en más de un sentido, se le maltrató mientras estuvo al frente de dicha orquesta. Superada esa etapa, el asturiano ha continuado con una brillante carrera internacional y el pasado 22 de enero inició una gira por España al frente de la Filarmónica de Dresde, precisamente en Barcelona.
El programa que formaba parte del ciclo Palau 100 era realmente interesante, comenzando con el Concierto para piano núm. 25 en do mayor, KV 503 de W. A. Mozart, continuando con el Adagio de la Décima sinfoníade G. Mahler y concluyendo con el poema sinfónico Muerte y transfiguración, op. 24 de R. Strauss. La parte solista del concierto mozartiano corrió a cargo del espléndido pianista suizo Francesco Piemontesi, que tuvo una noche verdaderamente fantástica, regalando a la concurrencia una lectura simplemente redonda de uno de los conciertos más luminosos del genio de Salzburgo.
Ya había visitado nuestra ciudad Piemontesi y siempre ha dejado una gratísima impresión, por su extremo cuidado en los detalles y su musicalidad exquisita. La obra que en esta ocasión presentaba no es un bocado sencillo de digerir, pues estamos hablando de un concierto en el que Mozart da mayor peso a la orquesta y en el que el solista ha de mantener un cuidado equilibrio con ella. La inclusión de trompetas y cornos da una sonoridad luminosa al aparato orquestal y ello exige al solista brillar también, pero sin caer en los excesos. Piemontesi lució brillante y contundente en el Allegro maestoso inicial, articulando con mucho esmero en una sonoridad redonda y muy hermosa. El Andante fue un puro regalo de delicadeza y buen gusto; fue donde quizás Piemontesi pudo lucir mejor sus enormes dotes de relojero suizo para tejer con sumo esmero finísimas frases, donde cada nota es como una perla delicadamente colocada en el todo.
El Allegretto final, pese a estar escrito en modo menor, es una obra llena de vitalidad y fantasía, donde el maestro remató con autoridad una deliciosa lectura de la obra, que fue pertinentemente acompañado por una orquesta que, a ratos, se notó opaca y sin imaginación y que al final de la pieza finalmente encontró el camino y brilló con el solista.
Escuchar el Adagio de la Décima sinfonía de Mahler es como asomarse al abismo, un abismo impregnado de nostalgia y desesperación, las mismas que acompañaron a su autor en sus últimos días. Este movimiento fue el único que el maestro logró concluir de su malograda Décima sinfonía, y en él experimentó muy hábilmente con nuevas sonoridades y atrevidas combinaciones tímbricas, pero guardando y fortaleciendo las estructuras tradicionales. Es una obra que se asoma al futuro de manera evidente y audaz, pero sin perder su punto de apoyo en un glorioso pasado.
Pablo González, más allá del parecido físico que guarda con Mahler y que ha motivado más de una broma al respecto, es un director que entiende muy bien al compositor bohemio y supo hacerse con la orquesta a la que le imprimió su autoridad desde el inicio de la pieza. Mostrando una solidez conceptual envidiable, además de una sutileza y un saber hacer de altos vuelos, construyó una lectura impactante tanto en su delicado balance tímbrico como en su profundidad y solidez formal. González es, sin duda, una de nuestras mejores batutas nacionales y verlo al frente de una orquesta del nivel de la Filarmónica de Dresde reconforta, sobre todo por los buenos resultados obtenidos.
La velada culminó con ‘Muerte y transfiguración’, op. 24 de R. Strauss, una obra mítica de la literatura orquestal romántica y toda una prueba de fuego tanto para el director como para la orquesta. Pablo González supo cabalgar con determinación este brioso corcel y firmó una potente interpretación del poema straussiano. Así, por ejemplo, guió con decisión al grupo orquestal en el primer ‘allegro molto agitato’, construyendo sabiamente las tensiones exigidas por el pasaje y manteniendo y moldeando eficientemente las combinaciones tímbricas del mismo.
La Filarmónica de Dresde sonó poderosa y llena de garra a lo largo de la obra, desplegando una sonoridad compacta y bien trabajada. Los solistas de las maderas brillaron todos por su musicalidad, a pesar de un pequeño y casi imperceptible error en la parte del oboe que nos hizo sufrir a algunos durante unos segundos. Las cuerdas, robustas y firmemente cimentadas en unos graves muy sólidos, fueron la base sobre la cual todo el aparato orquestal hizo justicia a una joya muy brillante del romanticismo alemán. Mención muy especial merece la sección de las violas, que sonaron llenas de un brío y un poder realmente remarcables.
Lamentablemente, tanto en el Adagio de Mahler como en el poema sinfónico, el nerviosismo por aplaudir intempestivamente justo al terminar las obras no permitió ese gozoso momento de resonancia en que el sonido queda como suspendido en el ambiente y uno puede casi aspirarlo como si fuera una delicada fragancia. Hay demasiados aplaudidores precoces en los momentos menos adecuados, cosas de esta manera de entender la vida actual en que todo es rápido y de cara a la galería. Las cosas caducan al segundo de pasar por el aquí y el ahora; las inmanencias trascendentales son paparruchas de algún intensito que nos quiere aguar la diversión.
Un éxito absoluto el conjunto de la velada y donde me encantaría remarcar la fantástica labor del maestro González, además de, evidentemente, la de la orquesta. Un gusto ver a Pablo González tan en forma y un placer absoluto disfrutar de una agrupación como la Filarmónica de Dresde. Seguimos.
Llegar a la mayoría de edad con 30 años está muy, pero que muy bien. Si, querido lector, ser mayor de edad con 30 años, he dicho, pero no me refiero a una persona, aunque usted, no lo niegue, tiene en mente varios ejemplos de conocidos suyos que con 40 años o más aún no logran ser medianamente adultos. Pero la mayoría de edad de la que estoy hablando es la de una orquesta, en concreto la de la Jove Orquestra Nacional de Catalunya, más conocida por sus siglas JONC, que el pasado 11 de julio dio inicio a los festejos por sus 30 años de vida con un concierto en el Palau de la música de la capital catalana.
La ocasión era relevante, sin duda. La JONC es una orquesta que desde hace ya tiempo viene dado grandes y muy notables satisfacciones por los increíbles resultados que presenta en sus conciertos. Pero, sin duda, arrancar este aniversario con la ejecución de una obra como la Sinfonía núm. 9 en Re mayor de G. Mahler es hacerlo con una colosal traca que se recordará por mucho tiempo.
La novena de Mahler es justamente el tipo de obra que jamás debe programar una orquesta de principiantes, al menos si pretendes mantener cohesionado al grupo, preservando su salud mental en buen estado y su prestigio en niveles aceptables. El grado de dificultad, tanto técnico como musical, es inmenso, tal es así , que muchas orquestas profesionales naufragan estrepitosamente en su abordaje. Mahler, literalmente, se despide de la vida en ella y lo hace vertiendo en esta partitura todo el inmenso cúmulo de conocimiento y experiencias que ha ido acumulando a lo largo del camino. Es un canto de amor a la vida, a la naturaleza, al amor mismo. Un hermoso adiós, materializado en una obra compleja y profunda, que requiere de sus intérpretes una absoluta solvencia técnica y una musicalidad inmensa. Un buen amigo violista lo resumía de una manera llana y contundente: «el problema es que tiene demasiadas notas y además hay que tocarlas muy rápido y afinadas».
Con esto, se hace muy difícil entender que una orquesta integrada por jóvenes entre los 18 y los 25 años puedan ni medianamente penetrar en los secretos de semejante obra. Pero, justo en ese punto, es cuando agrupaciones como la JONC rompen con lo que se podría esperar en condiciones «normales». Me explico: La Jove Orquestra Simfònica de Catalunya, que fue su nombre original, nació en 1993 teniendo como director fundador a Josep Pons, actual director de la Orquesta del Liceu y que fue quien dirigió el concierto de aniversario la noche del 11 de julio.
La orquesta, desde su nacimiento, buscaba sumarse al inmenso esfuerzo que se estaba dando en aquellos años para revertir décadas en que la educación musical en España había sido un absoluto erial. Los conservatorios no brindaban la posibilidad de que sus alumnos tuvieran apenas ninguna práctica orquestal real y la mayoría tenía que marcharse del país para poder concluir su formación musical con cara y ojos. Otros contadísimos casos pasaban por el duro trance de ser aprendices en alguna orquesta profesional, donde muchas veces, al ser absolutamente inexpertos, vivían experiencias humillantes por parte de sus «compañeros» de atril o del director de turno, generando en ellos un pozo cada vez más hondo de desencanto de la profesión.
La JONC nació al igual que el resto de orquestas juveniles que surgieron en esa época, para dar esa oportunidad a cientos de chicos que podían terminar de formarse en un ambiente controlado por profesionales que están ahí para enseñarles, para apostar por su talento y que este llenara nuestras orquestas con los años, como de hecho está comenzando a suceder. Tras treinta años de trabajo, la JONC es un proyecto consolidado y en plena forma que se imbrica en una red de escuelas municipales y conservatorios que ofrecen a los jóvenes una educación de muy alta calidad. La JONC en cierto modo es la culminación de un proceso educativo que arranca muchos años atrás. En la JONC encuentran una dinámica de trabajo que les permitirá acceder a una orquesta profesional perfectamente preparados para dar lo mejor de ellos. Desde 2001, año en que Pons se retira de la orquesta como titular, la dirección del proyecto recae en manos de Manel Valdivieso con quien el grupo ha logrado llegar al estado actual, que es simplemente esplendido.
La noche del 11 de julio, en muchos sentidos, fue una noche con una magia especial, pues tiene mucho de sorprendente y algo de mágico el que una orquesta integrada por jóvenes entre los 18 y los 25 años abordara con tanta madurez una obra como la Sinfonía núm. 9 en Re mayor de G. Mahler. Disfrutar de aquel concierto, fue ver la fusión de dos polos, de dos extremos. La orquesta, llena de jóvenes justo al inicio del camino, plenos de vida, de esperanzas que comienzan a materializarse, radiantes de talento y de una infinita pujanza que conmueve verles darlo todo, sumergidos en una obra que es el testamento vital y musical de un hombre que estaba a punto de fundirse con el absoluto en el atardecer de una vida plena y sorprendente . Los dos extremos de la existencia humana, ellos al inicio, el maestro a punto de partir y en medio un actor indispensable que los comunique: el director, Josep Pons, que brilló intensamente, convirtiéndose en factor sine qua non esa misteriosa alquimia jamás se hubiera llevado a cabo.
Que Pons es un gran director, ya lo sabíamos, pero la noche del 11 de julio fue una noche en que este experimentado maestro guió hábilmente por los intrincados caminos de la obra, cual Virgilio a una orquesta que lo necesitaba ávidamente. Sin él, aquello pudo naufragar por la talla de semejante reto. Su temple y buen hacer supieron canalizar y guiar el raudal de energía y talento que por momentos saltaba a borbotones aquella noche.
Sin duda, la mayoría de edad le ha llegado a la JONC, treinta años después de su nacimiento. Una mayoría de edad labrada con mucho trabajo, una mayoría de edad que llega preñada de mucha ilusión y que promete dar aun muchos y muy bien sazonados frutos a sus seguidores. Seguimos
Existe una historia sobre W.A Mozart y su entonces joven alumno J.N Hummel, que nos narra como el impaciente alumno insistía ante el maestro en abordar de inmediato la composición de una sinfonía, a lo que Mozart era renuente. Hummel, descorazonado con la negativa de su maestro, argumentó que Mozart a los 11 años ya había compuesto varias sinfonías e incluso óperas. La respuesta de Mozart es simplemente deliciosa: «la diferencia es que yo ya estaba listo y tú aún no».
Y precisamente, de preparados y muy entusiasmados es que podemos calificar al público que llenó casi en su totalidad la sala del Palau de la Música para disfrutar del programa presentado por la Orquesta Filarmónica de La Scala, que fue la encargada de inaugurar por todo lo alto, el pasado 3 de octubre, su nueva temporada de conciertos. La Sinfonía núm. 1 de L.v. Beethoven y la Sinfonía núm. 1 “ Titán” de G. Mahler. son las obras que la orquesta milanesa interpretó ante el público catalán. Al frente de la agrupación sinfónica estuvo su actual titular, el maestro Riccardo Chailly.
Traía también a cuento la historia arriba narrada, con todas sus dudas históricas claro, porque si algo nos queda claro en las obras ya enumeradas, es que sus autores, al contrario del pobre Hummel, estaban más que preparados para iniciar una aventura sinfónica de gran calado. Ambas piezas, son solo el inicio del camino, cierto, pero muestran a dos compositores muy maduros y en posesión ya de un lenguaje muy personal y consolidado, que sólo anuncia lo que está por llegar en sus posteriores obras.
Beethoven, sorprendiendo ya desde el inicio con esa entrada del todo inusual encargada a las maderas y que nos permite contactar con un joven maestro, que experimenta con las grandes formas, y que muestra una asombrosa facilidad para, de la nada, construir un entramado musical perfectamente lógico y lleno de vida. Mahler, ya un sólido director orquestal cuando estrena esta obra, conocedor de todos los resortes que articulan a un orquesta, luciendo su inmensa capacidad de llevarnos de la más profunda penumbra, al éxtasis más absoluto. Hay ya en esta obra ese amor por la naturaleza que siempre lo acompañó, pero también, está su obsesión con la muerte y lo grotesco. Hay fanfarrias triunfantes, y hay melodías que te hielan el alma con solo escucharlas. En ambos casos, al escuchar ambas sinfonías, se tiene clara su autoría, pues cada nota escrita, contiene en su mas íntima esencia, ese ADN que las distingue y las remite a su origen de manera inequívoca.
El programa, era una oportunidad tanto para la orquesta, como para el director de mostrar lo mejor de ellos mismos. El primer movimiento de la sinfonía de Beethoven sufrió de estabilidad en el tempo, sobre todo al cambiar, del Adagio molto con que arranca la obra, al Allegro con brío. Chailly marcó una velocidad que no fue asumida del todo por la orquesta, ralentizando la ejecución. El fresco primer movimiento no terminó de mostrar todo su aroma, en parte además, por un exceso de sonoridad en los cellos y bajos, que en ese misterioso proceso de acoplamiento a la acústica del Palau, hacía quizás, demasiada pesada la sonoridad resultante . La Orquesta Filarmónica de La Scala, es una agrupación grande y muy bien dotada de un buen número de atriles en cada sección. Tocar una primera sinfonía de Beethoven con 8 cellos y 6 bajos es quizás demasiado para la sala del Palau de la Música. Suprimir un par de atriles, hubiera dado como resultado una sonoridad más fresca y ágil, que habría permitido, por ejemplo, mantener con mayor facilidad el tempo originalmente marcado por Chailly.
Para el segundo movimiento, Andante cantabile con moto, la sonoridad se transformó. Todo fue etéreo y delicado, la música fluyó lenta y pausadamente. La orquesta terminó de ajustarse y las secciones perfectamente balanceadas entre sí, dieron como resultado un bloque orquestal compacto.
El resto de la sinfonía mostró al público allí reunido, la enorme talla artística de la orquesta. Tanto el tercero como el cuarto movimiento de esta obra, tienen un buen número de pasajes donde las secciones pueden desacoplarse, y hacer que la lectura naufrague o sufra en su decurso. Esto es más común sobre todo en la sección de metales, que suelen caer en la tentación de intentar brillar por encima de sus compañeros, animados sobre todo, por un tempo rápido que les permite desarrollar mucho el volumen de sus instrumentos. En el caso que nos ocupa, la orquesta lució una sonoridad, balanceada y contenida. Con un aparato orquestal sólido, y bien trabajado. Claro está que detrás de esta magia esta Riccardo Chailly, director sensible y muy atento a la más mínima fluctuación en su orquesta. Durante la ejecución suele dar los inputs necesarios para que la música suceda y luego deja fluir la energía. Respeta a sus músicos y no los importuna con gestos innecesarios o un control asfixiante, deja que la magia suceda en medio, en esos momentos de libertad. Cuando escucha algo ligeramente fuera de lugar, sus manos rápidamente hacen un gesto mínimo al músico en cuestión o mira a la sección en apuros y reconduce la situación. Sus largos años al frente de orquestas de tradición germana le han dado un conocimiento muy profundo del repertorio austro alemán y sobre todo, de uno de sus compositores fetiches: G. Mahler.
Decir Riccardo Chailly, es hablar de un experto en Mahler. Había que disfrutar por ejemplo, de la cátedra que dio en la segunda parte del Scherzo de la sinfonía, dibujando filigranas con el rubato indicado en la partitura. Podía contener y administrar el tempo con una soltura y una elegancia, solo al alcance de muy pocos. Y es que esta música, escrita por el mejor director de su generación, está pensada para que un buen director penetre en sus misterios y la haga trascender lo más lejos posible, Chailly, es ese tipo de director. Son muchos años trabajando este repertorio, meditando los balances, conociendo cada resorte, cada enlace armónico, cada voz que canta y se oculta, son muchos años los que Mahler ha estado creciendo en un músico más que dotado, sensible y con unos medios técnicos impresionantes. El resultado fue una lectura inmensa, conmovedora, que nos llevó por los más variados abismos humanos, para depositarnos en la luz en la que concluye victoriosa la obra.
Muy atinada la programación presentada, y más si pensamos en que es este el concierto inaugural de una temporada que pretende, y hacemos votos porque así sea, recuperar el pulso normal de nuestra actividad musical, ya no solo en nuestra ciudad, sino a nivel mundial. Creo que precisamente la sinfonía de Mahler es el perfecto ejemplo de lo que han sido estos dos años para nosotros y de cómo llenos de emoción, ahora regresamos a las salas de conciertos. Hemos estado esta época, como aparece en la obra Mahleriana, caminando llenos de miedo, víctimas de una pandemia que no entendíamos, que nos condenaba a la distancia y la soledad, un poco al modo de esa marcha fúnebre tocada por un contrabajo desafinado, entonando un «Frère Jacques» en modo menor. Pero tras esa oscuridad, estamos ahora mismo deseosos de que la luz finalmente llene nuestras vidas y la música fluya y lo llene todo, precisamente tal y como termina la Sinfonía del maestro austriaco. Gran concierto inaugural e inmejorable augurio para una temporada que promete mucho. Seguimos