González y Filarmónica de Dresde, un matrimonio afortunado.

González y Filarmónica de Dresde, un matrimonio afortunado.

El inicio de año nos trajo a los aficionados barceloneses, como si fuera un regalo de reyes muy atrasado, un magnífico concierto. Uno de sus protagonistas fue un músico al que, mientras estuvo entre nosotros, en mi humilde opinión, no se le apreció ni se le cuidó en lo que vale. Me refiero al maestro Pablo González, que fue director titular de la OBC entre los años 2010 y 2015 y que, en más de un sentido, se le maltrató mientras estuvo al frente de dicha orquesta. Superada esa etapa, el asturiano ha continuado con una brillante carrera internacional y el pasado 22 de enero inició una gira por España al frente de la Filarmónica de Dresde, precisamente en Barcelona.

 El programa que formaba parte del ciclo Palau 100 era realmente interesante, comenzando con el Concierto para piano núm. 25 en do mayor, KV 503 de W. A. Mozart, continuando con el Adagio de la Décima sinfoníade G. Mahler y concluyendo con el poema sinfónico Muerte y transfiguración, op. 24 de R. Strauss. La parte solista del concierto mozartiano corrió a cargo del espléndido pianista suizo Francesco Piemontesi, que tuvo una noche verdaderamente fantástica, regalando a la concurrencia una lectura simplemente redonda de uno de los conciertos más luminosos del genio de Salzburgo.

 Ya había visitado nuestra ciudad Piemontesi y siempre ha dejado una gratísima impresión, por su extremo cuidado en los detalles y su musicalidad exquisita. La obra que en esta ocasión presentaba no es un bocado sencillo de digerir, pues estamos hablando de un concierto en el que Mozart da mayor peso a la orquesta y en el que el solista ha de mantener un cuidado equilibrio con ella. La inclusión de trompetas y cornos da una sonoridad luminosa al aparato orquestal y ello exige al solista brillar también, pero sin caer en los excesos. Piemontesi lució brillante y contundente en el Allegro maestoso inicial, articulando con mucho esmero en una sonoridad redonda y muy hermosa. El Andante fue un puro regalo de delicadeza y buen gusto; fue donde quizás Piemontesi pudo lucir mejor sus enormes dotes de relojero suizo para tejer con sumo esmero finísimas frases, donde cada nota es como una perla delicadamente colocada en el todo.

El Allegretto final, pese a estar escrito en modo menor, es una obra llena de vitalidad y fantasía, donde el maestro remató con autoridad una deliciosa lectura de la obra, que fue pertinentemente acompañado por una orquesta que, a ratos, se notó opaca y sin imaginación y que al final de la pieza finalmente encontró el camino y brilló con el solista.

Escuchar el Adagio de la Décima sinfonía de Mahler es como asomarse al abismo, un abismo impregnado de nostalgia y desesperación, las mismas que acompañaron a su autor en sus últimos días. Este movimiento fue el único que el maestro logró concluir de su malograda Décima sinfonía, y en él experimentó muy hábilmente con nuevas sonoridades y atrevidas combinaciones tímbricas, pero guardando y fortaleciendo las estructuras tradicionales. Es una obra que se asoma al futuro de manera evidente y audaz, pero sin perder su punto de apoyo en un glorioso pasado.

Pablo González, más allá del parecido físico que guarda con Mahler y que ha motivado más de una broma al respecto, es un director que entiende muy bien al compositor bohemio y supo hacerse con la orquesta a la que le imprimió su autoridad desde el inicio de la pieza. Mostrando una solidez conceptual envidiable, además de una sutileza y un saber hacer de altos vuelos, construyó una lectura impactante tanto en su delicado balance tímbrico como en su profundidad y solidez formal. González es, sin duda, una de nuestras mejores batutas nacionales y verlo al frente de una orquesta del nivel de la Filarmónica de Dresde reconforta, sobre todo por los buenos resultados obtenidos.

La velada culminó con ‘Muerte y transfiguración’, op. 24 de R. Strauss, una obra mítica de la literatura orquestal romántica y toda una prueba de fuego tanto para el director como para la orquesta. Pablo González supo cabalgar con determinación este brioso corcel y firmó una potente interpretación del poema straussiano. Así, por ejemplo, guió con decisión al grupo orquestal en el primer ‘allegro molto agitato’, construyendo sabiamente las tensiones exigidas por el pasaje y manteniendo y moldeando eficientemente las combinaciones tímbricas del mismo.

 La Filarmónica de Dresde sonó poderosa y llena de garra a lo largo de la obra, desplegando una sonoridad compacta y bien trabajada. Los solistas de las maderas brillaron todos por su musicalidad, a pesar de un pequeño y casi imperceptible error en la parte del oboe que nos hizo sufrir a algunos durante unos segundos. Las cuerdas, robustas y firmemente cimentadas en unos graves muy sólidos, fueron la base sobre la cual todo el aparato orquestal hizo justicia a una joya muy brillante del romanticismo alemán. Mención muy especial merece la sección de las violas, que sonaron llenas de un brío y un poder realmente remarcables.

Lamentablemente, tanto en el Adagio de Mahler como en el poema sinfónico, el nerviosismo por aplaudir intempestivamente justo al terminar las obras no permitió ese gozoso momento de resonancia en que el sonido queda como suspendido en el ambiente y uno puede casi aspirarlo como si fuera una delicada fragancia. Hay demasiados aplaudidores precoces en los momentos menos adecuados, cosas de esta manera de entender la vida actual en que todo es rápido y de cara a la galería. Las cosas caducan al segundo de pasar por el aquí y el ahora; las inmanencias trascendentales son paparruchas de algún intensito que nos quiere aguar la diversión.

Un éxito absoluto el conjunto de la velada y donde me encantaría remarcar la fantástica labor del maestro González, además de, evidentemente, la de la orquesta. Un gusto ver a Pablo González tan en forma y un placer absoluto disfrutar de una agrupación como la Filarmónica de Dresde. Seguimos.

Un Requiem de Mozart memorable.

Un Requiem de Mozart memorable.

Una de las prácticas que más daño han hecho a la música clásica, sin duda, tiene que ver con una interpretación absolutamente acrítica de las obras que integran el repertorio habitual de nuestros conciertos, el llamado «canon». Husos que se pierden en la noche de los tiempos y modos de hacer se han impuesto para generar una lectura prejuiciada de estas músicas, bajo el argumento de que tal o cual obra se toca así por «tradición», sin que esta «tradición» sea debidamente justificada en términos puramente musicales.

La letra, en este caso, la nota de la partitura se ha constituido desde hace décadas en casi una revelación cuasi divina, a la que el intérprete, genuflexo y en actitud de absoluto servilismo, se aproxima, teniendo como único referente para su compleja labor ese texto, que es, como digo, la manifestación de la divinidad, y que en muchos de los casos solo da algunas coordenadas de las verdaderas intenciones de su autor. Recordemos la famosa frase de Mahler: «En la partitura está casi todo, menos lo más importante.»

Solo desde hace realmente muy, pero muy poco tiempo, los intérpretes han reivindicado su labor como actores fundamentales dentro de la tradición clásica y han buscado en el pasado, ya no solo la nota escrita, sino las maneras de hacer música que eran usuales a lo largo de la historia, de modo que su trabajo descanse en bases históricas reales y bien documentadas, y no solo en «tradiciones» que, como apunté arriba, se pierden en la oscuridad de los tiempos y que muy probablemente nacieron del capricho de algún prominente maestro que adiestró a sus pupilos en esa «novedosa» manera de hacer música. Cuando alguien para justificar su manera de tocar se escuda en frases como: «siempre se ha tocado así»; «es tradición leerlo así»; «mi maestro lo abordaba así», querido amigo, yo escucho de fondo la palabra prejuicio y, para terminar, estruendosamente, la palabra ignorancia.

Esta manera de hacer música ha generado un tipo de público que adora una determinada forma de tocar ese repertorio, que, además, escucha obstinadamente una y otra vez. Ese tipo de público, cuando se programa alguna obra nueva, suelen resoplar, por no decir que protestan, y más aún si la pieza en cuestión es de nueva creación. Cuando acuden «emocionados» a solazarse en una audición más de una pieza consagrada y el intérprete realiza una lectura que modifica en algo lo que se espera de él, airados descargan su ira sobre el músico hereje y disidente con epítetos de grueso calibre y lo tratan de indigente musical, sin importar todos los méritos que este pueda tener.

Tal escenario nos encontramos, en parte, el pasado 19 de octubre en el Palau de la Música, al finalizar el concierto inaugural de temporada del Palau 100. Por una parte, había una inmensa cantidad de personas admiradas y casi conmovidas por el espléndido concierto dado por el ensamble Pygmalion, dirigido por su fundador, el maestro Raphaël Pichon, que presentó una excelsa lectura del Requiem, KV 626 de W.A. Mozart. Por otra, nos encontramos con un sector, ciertamente muy minoritario del público asistente, que estaba literalmente escandalizado por lo que habían escuchado y que, con frases de grueso calibre en algunos casos o palabras francamente displicentes en otros, calificaban el concierto como una tomadura de pelo, remachando con un clásico de estos momentos: «esto no es el Requiem, ni es nada».

¿Cuál había sido el terrible pecado cometido por Pichon? La respuesta es simple: había hecho una lectura de la obra que invitaba al oyente moderno a reflexionar sobre el innegable hecho de nuestra finitud, nos invitó a pensar en la muerte. Lo hizo al descomponer las partes de la misa de Requiem escrita en parte por Mozart y concluida por dos de los alumnos del maestro, y en medio colocar otras obras del genio de Salzburgo que potenciaran el mensaje de la misa de difuntos.

Así, por ejemplo, el concierto arrancó con el delicado canto de un niño, Chad Lazreq, que entonó «In paradisum», canto de la tradición gregoriana que se cantaba en todas las misas de difuntos antes del Concilio Vaticano II, y que preparó al público para lo que estaba por venir. Tras la ejecución de este breve canto y después de escuchar «Ach, zu kurz ist unsers Lebens Lauf», KV 228 (515b), un hermoso canon que aborda la brevedad de la vida, sonó impresionante la Meistermusik, KV 477b, obra escrita por Mozart para las exequias de un hermano de logia en 1785. Para cuando finalmente escuchamos el Introitus del Requiem, la mayor parte de los allí congregados estábamos absolutamente sobrecogidos .


Hay que pensar que estamos hablando de una misa de difuntos, música pensada para una ceremonia religiosa y donde, primero, no se ejecutaba toda la música de corrido como en un concierto, y segundo y fundamental, la música estaba pensada para ayudar, para agudizar la reflexión de los deudos  sobre el destino final del alma del recién fallecido.

En esta época y en el contexto de una sociedad tan secularizada como la nuestra, la propuesta que Pichon logra que la música de Mozart siga cumpliendo esa función originalmente asignada a ella. La obra, tal como fue concebida por el maestro, evidentemente continúa conmoviéndonos, estamos hablando de una obra de arte magnífica que, lamentablemente, ha sido incesantemente ejecutada, lo que ha reducido su impacto en el público, sobre todo cuando, y esto es demasiado frecuente, se le interpreta bajo ciertas «tradiciones» del tipo mencionado anteriormente.

La lectura de Pichon fue estrenada con gran éxito en el Festival de Aix-en-Provence, contando con una rompedora puesta en escena de Romeo Castellucci en el año 2019. En Barcelona, tuvimos el gusto de poder disfrutar la parte musical de semejante propuesta que está marcada por el dramatismo, la precisión, la riqueza de matices y un cuidado extremo del detalle. Pichon es un espléndido director que sabe construir las tensiones de las obras que aborda y cuenta con un impresionante conjunto, tanto instrumental como coral, que lo secunda y sabe llevar a cabo las intenciones de su director.

Merecida mención hay que hacer del cuarteto vocal integrado por la soprano Ying Fang, la mezzo-soprano Beth Taylor, que estuvo impresionante en «O Gottes Lamm», KV343/1, el tenor Laurence Kilsby y el bajo Nahuel di Pierro.

Para concluir el concierto, tras escuchar la fuga final de la obra principal, escuchamos, situado en uno de los laterales del recinto modernista, iluminado por una luz blanca, de nuevo a Chad Lazreq entonando el «In paradisum», que invitaba a los allí congregados a cerrar un ciclo de reflexión y recogimiento. El público, casi en su totalidad, ovacionó de pie a todo el conjunto y celebró un concierto simplemente memorable.

Hacía muchos, pero muchos años que esta obra no lograba emocionarme tanto como la pasada noche del 19 de octubre. Creo que muchos salimos de la sala casi en estado de gracia. Al bajar por las escaleras, algunas voces discordantes se escucharon como ya os lo referí, pero siempre las habrá, así que mejor dejar  fluir el agua. En mi caso, preferí disfrutar larga y pausadamente de la ambrosía entregada esa memorable noche. Seguimos