Tolomeo es, en el catálogo de Händel, una obra que marca el fin de un periodo muy feliz en la vida creativa del maestro. Estrenada en 1729 en el King’s Theatre, es el último título que compuso para la Royal Academy of Music, a la que estuvo vinculado durante ocho años. El escándalo y un ambiente absolutamente enrarecido acompañaron la aparición de esta magnífica obra, que lamentablemente ha pasado más bien desapercibida para el gran público.
Ciertamente, el libreto de Nicola Francesco Haym no es precisamente un texto notable a nivel dramático, pero es que tampoco lo pretendía. Estamos hablando de ópera barroca, donde lo que importa es que la trama permita la inserción de una buena cantidad de arias hermosas, medianamente hilvanadas, con una historia más o menos creíble y con unos personajes más o menos verosímiles. Nada más, pero también nada menos.
Este es el espacio donde Händel logró verdaderos prodigios musicales, conquistando a un público, en este caso el londinense, que siempre había mantenido una relación muy reacia con el mundo de la ópera. El maestro había sabido pulsar la tecla, remover las conciencias y seducir los oídos con títulos como Giulio Cesare, Rodelinda o Tamerlano. La belleza de su música fue el bálsamo que abrió los corazones británicos, y supo además rodearse de un elenco de grandes cantantes a los que atrajo a la capital británica, manejándolos hábilmente durante un buen tiempo, hasta que todo saltó en mil pedazos.
La Royal Academy, que gozaba del apoyo de la alta nobleza y de la corona, pudo pagar exorbitantes sueldos a estrellas operísticas como Senesino, el gran castrato italiano, o las sopranos Francesca Cuzzoni y Faustina Bordoni. Esto a la larga marcó parte de su defenestración, pues los números no cuadraron y los egos, una vez inflamados, se desbordaron, llegando a peleas públicas entre las dos divas, lo que a su vez acarreó el descrédito de la compañía y el rechazo casi unánime de la alta sociedad londinense.
Ya el maestro en la misma dedicatoria de Tolomeo habla de que el mundo de la ópera estaba en franca decadencia, pero a pesar de ello, una vez concluida su relación con la Royal Academy, al año siguiente se convirtió en el gerente adjunto del King’s Theatre. Para este teatro, fundado en 1705 por el arquitecto y dramaturgo John Vanbrugh, Händel escribió siete óperas más, entre las que se encuentran Sosarme (1732) y Orlando (1733). Finalmente, tras muchos sinsabores en una nueva aventura en el Covent Garden Theatre, en 1741 con Deidamía, una ópera que pasó sin pena ni gloria y que solo pudo representar solo tres veces, el maestro dejó definitivamente el veleidoso mundo de la ópera y probó suerte en el oratorio, género que ya venía tanteando desde 1733 cuando compuso Athalia.
El caso de Tolomeo es el de una buena obra, no de las mejores ciertamente, que muestra con bastante claridad la amplia paleta expresiva de nuestro compositor. Händel, en sus casi 50 óperas, siempre tuvo la inmensa habilidad de dar sangre y corazón a textos más bien mediocres a nivel dramático, valiéndose de una mezcla muy sabiamente trabajada entre una pasmosa habilidad para construir melodías profundas y muy expresivas, con una pulida técnica contrapuntística y armónica que reforzaba el dramatismo de los textos que abordaba. Donde antes había un texto convencional, que cumplía con una serie de atavismos casi ridículos, la música del maestro le insuflaba una vida y una pasión que antes ni por asomo tenía. Tolomeo es una buena muestra de ello. Contiene un puñado de arias memorables, destacando mucho «Stille amare» del tercer acto, escrita para el protagonista, que cree estar entregando su vida para salvar la de su amada esposa, cuando realmente solo está bebiendo un potente somnífero. O el conmovedor dueto entre Tolomeo y su amada Seleuce, «Se il cor te perde«, en el que la pareja, al verse asediada por un cúmulo de infortunios que los separan, se dice desde lo más hondo del alma un conmovedor “adiós, amor mío”. Decir que Tolomeo es una ópera más, o que no cuenta con ninguna aria de interés como he podido leer estos últimos días, es no entender ni la obra, ni el estilo, ni la ópera del periodo.
Barcelona tuvo el gusto de poder disfrutar este hermoso título operístico como cierre de esta temporada del ciclo Palau Òpera, evidentemente en versión concierto, donde la calidad estaba de sobra garantizada pues el director de todo el espectáculo era el milanés Giovanni Antonini, director desde su fundación en 1985 del Giardino Armónico, conjunto instrumental de referencia en el mundo de la interpretación históricamente informada. A ellos se sumaron los efectivos de la Kammerorchester Basel, otro extraordinario grupo que hizo las delicias de los reunidos en la sala del Palau de la Música de Barcelona el pasado 29 de mayo.
Originalmente, en el rol de Tolomeo, el rey que se esconde bajo el aspecto de un simple pastor estaba anunciado el contratenor argentino Franco Fagioli, pero un padecimiento en su voz le hizo cancelar la fecha, motivo por el cual se llamó al canadiense Cameron Shahbazi, quien defendió con bastante solvencia el papel. Shahbazi, pese a su juventud, está sabiendo construir una prometedora carrera que estamos seguros será muy brillante. Tiene importantes proyectos en puerta y la solvencia con que salvó el compromiso de suplir a alguien tan prestigioso como Fagioli no es poca cosa, pero su voz aún tiene mucho por desarrollar. Su timbre es muy hermoso y cuenta con una voz plena y potente en el registro medio, pero sus agudos pierden brillo y agilidad, y sus graves en algunos casos son pobres. Además, se le ve aún inseguro a la hora de ornamentar con más potencia en la reexposición de sus arias. En las arias di bravura, momentos donde los divos del momento solían hacer verdaderas virguerías, se requiere de mucha más garra y aplomo para poder terminar de rematar su impacto y con ello encontrar la cuadratura del círculo que todo aficionado espera de un papel protagonista. Ahora, siendo justos, tuvo una gran noche. Cumplió, repito, con mucha solvencia con su papel. Así, por ejemplo, su aria estelar, la ya mencionada “Stille amare”, fue un hermoso momento de la velada. Su línea vocal fue constante y hermosa; supo administrar el tiempo y la tensión que el aria crea y muy poco a poco su voz se fue apagando, simulando muy efectivamente cómo la muerte envolvía al protagonista de nuestra ópera.
La soprano veneciana Giulia Semenzato, encargada del papel de Seleuce, fue indiscutiblemente una de las grandes triunfadoras de la noche. Con una presencia escénica poderosa y una voz de ensueño, muy ágil y ligera, su técnica vocal robusta y consolidada le permite utilizar su instrumento con absoluta solvencia. Además, destaca por su facilidad y buen gusto para ornamentar libremente las arias que se le encomiendan. Estos son solo algunos de los adjetivos que este cronista tiene para describir la actuación de esta fenomenal cantante, figura indiscutible en el mundo de la mal llamada música antigua, y que cada vez ocupa más y mejor espacio en los escenarios de todo el mundo.
La mezzosoprano piacentina Giuseppina Bridelli, que cantó el papel de la despechada Elisa, fue junto a Semenzato la otra absoluta estrella de la noche. Con voz más carnosa y robusta, tiene una habilidad inmensa para abordar las arias más complejas con mucho ímpetu y ornamentarlas con gusto y elegancia. En todos sus números, ya fuera en un hermoso legato o con alguna ágil escaramuza virtuosística, Bridelli convenció y gustó mucho a la audiencia por la maestría al defender su papel.
Los dos restantes personajes, Alessandro y Araspe, fueron encomendados al contratenor Christophe Dumaux y al bajo Riccardo Novaro, respectivamente. Ambos roles son secundarios dentro de la trama y, por ello, tienen mucha menos carga y menor presencia. Händel redujo deliberadamente la importancia de Alessandro en la trama, de manera que toda la tensión se concentrara en los tres papeles principales, pero ello no evitó que el maestro escribiera para él arias tan hermosas como «Non lo dirò col labbro» o «Pur sento, oh Dio». En ambos casos, arias sin alardes innecesarios, efectivas, muy elegantes y con una belleza melódica que atrapa al escucha. Dumaux, cantante con un inmenso gusto, supo gestionar muy bien sus recursos vocales que son más que notables y dejar un muy grato sabor de boca.
Araspe, el villano de la historia cuenta con arias tan hermosas como «Respira almen un poco» o «Sarò giusto»,que fueron abordadas por Riccardo Novaro con enorme fortuna. Cantante con garra, voz potente y espléndido recorrido vocal, sabe moverse muy bien en los momentos de intensidad y potencia, así como rematar con exquisitez los pasajes donde la finura y la filigrana hacen falta. Muy efectivo sobre todo en la zona grave, pero con una homogeneidad entre el resto de sus registros muy bien trabajada.
La parte orquestal fue quizás, con mucho, lo más grato de la ocasión. Antonini es un músico enérgico y muy comprometido que supo sacar lo mejor de un conjunto orquestal integrado por dos de las mejores agrupaciones del momento. Perfectamente empastados, con un sonido muy rotundo y una garra que estremecía al escucharlos, acompañaron primorosamente a los cantantes de una manera siempre flexible y fluida. Partiendo de una nueva edición crítica de la obra, realizada por el musicólogo Clemens Birnbaum, y que recupera la orquestación original de 1729, Antonini supo encontrar la sangre y el corazón de una música que, a casi 300 años de su estreno, sigue haciéndonos vibrar y soñar por la verdad que hay en cada una de sus notas. Seguimos.
Profundidad, hondura, perfección técnica fuera de toda duda y un compromiso emocional inmenso son adjetivos con los que describir la manera en que Hélène Grimaud construye sus conciertos y recitales. Nacida en Aix-en-Provence en 1969, con apenas 13 años fue admitida como alumna en el Conservatorio de París. Unos pocos años después llegaron múltiples premios y la posibilidad de hacer una sólida carrera que Daniel Barenboim apadrinó cuando, en 1987, la invitó a tocar con la Orquesta de París.
Imagen ANTONI BOFILL
Su figura delicada, de andar pausado, transmite una serenidad notable. Lo cierto es que, si bien sus maneras son siempre comedidas y educadas, a lo largo de su carrera ha sabido defender frente a grandes nombres del medio su postura a nivel estético y ello le ha acarreado más de algún problema. Quizás la más sonada de estas historias y que revela el grado de integridad que siempre la ha caracterizado sea el desencuentro que tuvo en 2011 con Claudio Abbado a propósito de la cadenza que había de quedar registrada en una grabación realizada por ambos artistas de un concierto para piano de Mozart. En un principio, Abbado había dado por zanjado el tema al dar directamente la orden de colocar la cadenza original escrita por Mozart, a lo que Grimaud se negó en redondo pues deseaba colocar otra escrita por Busoni, argumentando que la elección de la cadenza recaía en ella exclusivamente. El resultado fue que la invitación a participar en el exclusivo Festival de Lucerna y un concierto en Londres fueron cancelados.
Siempre se ha caracterizado por la intensidad de sus interpretaciones. Tiene una notoria sintonía con el repertorio del romanticismo alemán, y en particular con Brahms, a quien conoce muy hondamente. Su manera de tocar es vigorosa y muy apasionada; es imposible quedarse al margen en un recital suyo. Como muestra de ello, cabe recordar que, durante el concierto inaugural del Festival de Bonn de 2010, mientras Grimaud bordaba una hermosa lectura del segundo movimiento del Emperador de Beethoven, un espectador sufrió un infarto que afortunadamente solo quedó en un susto.
Su vida se mueve entre las salas de conciertos de todo el mundo, por las que transita con paso tranquilo y una sonrisa modesta y comedida, y la libertad que un refugio para lobos en peligro de extinción en el estado de Nueva York, del cual es fundadora, le aporta a esta extraordinaria pianista, que siempre ha mantenido a lo largo de su ya larga carrera una congruencia y una fidelidad a sí misma y a lo que cree que son muy de agradecer. Cuando se asiste a un concierto suyo, no solo se escucha a una increíble artista, sino a un ser humano verdaderamente admirable, lo cual en los tiempos que corren es cosa aún más excepcional.
El pasado lunes 27 de mayo, el Palau de la Música de Barcelona recibió a esta excepcional artista con un lleno casi total. El programa presentado ante el público catalán giró en torno a las tres grandes “B” del repertorio tradicional y que en el caso particular de Grimaud son autores absolutamente esenciales para entender su carrera. Arrancando con la Sonata nº 30 de Beethoven, continuó sumergiéndose en los Intermezzos op. 117 y Fantasías, op. 116 de Brahms para concluir con la transcripción de Busoni de la mítica Chacona de la Partita nº 2 de Bach.
El común denominador de todo el programa es la exploración sonora, la utilización del piano y sus capacidades para la expresión de los más hondos pensamientos de sus autores. La velada arrancó con la Sonata nº 30 en mi mayor, op. 109, donde Beethoven experimenta a partir de la forma establecida de la sonata clásica con el sonido y con las capacidades expresivas del piano. Los dos primeros movimientos, hermosos y perfectamente construidos, preparan la llegada del tercer y último, donde el maestro hace la apuesta más ambiciosa y de mayor calado, ya no solo por su profusa longitud, sino por el tipo de lenguaje con que construye la pieza. Una constante búsqueda y el deseo inmenso de comunicarse con sus semejantes son los principales rasgos que marcan esta sonata en su totalidad, siendo muy evidente esto sobre todo en su tercer tiempo. Beethoven se vale de fugatos trepidantes, pasajes llenos de lirismo y periodos de un virtuosismo de muy altos vuelos para romper los límites de la forma en pos de una mayor libertad expresiva, dando al sonido como fenómeno físico un protagonismo absoluto, pasando por encima de cómo las ideas se organizan y generan una configuración estable, el contenido sobre la estructura, la expresión sobre la configuración.
Brahms es para Grimaud un autor talismán, lo entiende al punto de autodefinirse como “musicalmente alemana” pese a ser orgullosamente francesa. Sus obras aparecen constantemente en sus conciertos y recitales desde el inicio de su brillante carrera. La elección de los opus 116 y 117 fue más que pertinente, pues estamos hablando de un Brahms en estado puro y porque además el conjunto de piezas que integran ambos trabajos mantiene una profunda congruencia con la sonata op. 109 de Beethoven. Estamos, de nuevo, ante dos obras de profunda reflexión personal y donde su autor, a manera de un extenso soliloquio, buscará a toda costa comunicar un mensaje trascendental para él, lleno de matices, rodeado de luces y sombras como la existencia misma.
En el caso de Brahms, el autor romántico que mejor y más conoce las formas musicales de su tiempo, esta búsqueda significa sumergirse en lo profundo de su alma, y construir su obra a través de formas simples como el intermezzo o el capricho. Estas estructuras simples -un A B A- le permiten confrontar materiales contrastantes y trabajar en profundidad con ellas de manera casi exhaustiva. El op. 117 no guarda una gran dificultad a nivel técnico, pero exige del intérprete una implicación emocional muy elevada. Grimaud, que ya nos había regalado una impecable lectura de la sonata beethoveniana, nos conmovió muy hondamente con su lectura de los tres intermezzos. Tempos más que apropiados, inteligencia a la hora de exponer las partes de los intermezzos, inspiración y profundidad a la hora de hacer cantar al piano, poderío sonoro, así como delicadeza y contención cuando las piezas lo demandaban, son solo algunos de los rasgos que jalonaron una interpretación primorosa de esta obra otoñal del maestro alemán.
Tras la media parte, llegó el op. 116, colección ambiciosa y multicolor de caprichos e intermezzos de un muy notable virtuosismo técnico, en los que Brahms continúa esa búsqueda y experimentación sonora que habíamos conocido ya en el opus anterior. Aquí los retos técnicos son a ratos inmensos, ya no solo por la complejidad o el posible virtuosismo de su escritura, sino porque muchas veces Brahms exige que, mientras un complejo entramado armónico es expuesto, una ligera y sentida melodía cante sobre esa urdimbre que ocupa al mismo intérprete. Todo es orgánico y natural, no hay nada forzado, falso o aparatoso, todo nace de la misma esencia de la música y apela a la fibra más íntima de nuestros corazones.
Grimaud, justo al finalizar el último capricho de la obra y sin dar espacio para la ovación que se estaba preparando, atacó de inmediato con la Chacona de la Partita Nº 2 en re menor de Bach, en una magnífica transcripción fechada en 1892 por Busoni. La sala por un instante contuvo el aliento y, muy poco a poco, los acordes de la obra comenzaron a resonar por todas partes.
Ya la obra en su versión original para violín ha embriagado a generaciones enteras por la apabullante fuerza que emana y el ingenio con que está escrita cada una de las variaciones que la integran. Escrita en 1720, Bach explora a fondo el violín y lo hace cantar el más doloroso canto en memoria de su recientemente fallecida esposa Maria Barbara, desaparecida mientras él se encontraba ausente de su hogar, realizando un viaje de trabajo. Ya el tema inicial, solemne y de marcado sabor elegíaco, con sus hermosas líneas cromáticas descendentes, nos cautiva con solo escucharlo. Tras su exposición van apareciendo una tras otra las sorprendentes variaciones que el maestro realiza sobre este tema y que muy lentamente nos llevan a internarnos en una espesa selva o navegar en un proceloso mar donde las olas por momentos son terriblemente amenazadoras y otras donde la paz y el sosiego nos invaden y nos llevan a un estado casi de éxtasis. Esta obra es como una gran espiral que muy lentamente comienza su andadura y que pliegue tras pliegue nos lleva por sensaciones absolutamente desconocidas para nosotros.
Busoni, al transcribir la obra al piano, se autoimpuso lograr que el piano pudiera expresar lo que el violín en su escritura original. El resultado es una transcripción que, aunque en más de un sentido traiciona el lenguaje de Bach, conserva el mensaje del maestro. En ese trasvase, la fuerza y la implicación emocional se conservan intactas, el poderío sonoro del piano no diluye la soledad que el austero sonido de un violín solo puede transmitir. La construcción original es muy sólida y la adaptación al nuevo instrumento está muy bien realizada, pero como toda traducción, hay espacios que sin remedio se pueden ver traicionados o, como mínimo, distorsionados. Quizás uno sea el excesivo uso del pedal que muchos pianistas hacen, buscando dar más sonoridad a su lectura; el transparente fluir de las melodías de la obra se emborrona y lo que antes era transparencia y austeridad, dolorosa expresión del espíritu, ahora es grandilocuencia y virtuosismo fatuo. Grandes nombres han interpretado esta obra y muchos han caído en este exceso, algo que no es imputable a la transcripción de Busoni, sino al simple hecho de transcribir, trasladar una obra musical pensada para un instrumento determinado, con unas características físicas específicas que dan a esa música una manera de resonar en el espacio, y con ello, someterla a una nueva realidad sonora, con diferentes posibilidades, muchas de ellas inexistentes antes.
Grimaud es una maravillosa excepción, siempre elegante en su utilización del pedal, con un toque limpio y muy transparente, interpretó la transcripción de Busoni, pero sin perder de vista siempre a su versión original. Nunca llevó al límite la sonoridad del piano, jamás emborronó la prístina transparencia de la obra. Las variaciones fueron sucediéndose una tras otra de manera orgánica y fluida, arrancando del silencio una emocionalidad casi inefable, poesía hecha música, rasgando ese delicado velo de trascendencia y así, por unos instantes, la inminencia de lo eterno se hizo presente entre los asistentes.
El público ovacionó notablemente emocionado a la maestra Grimaud, que correspondió con tres propinas: los Études-Tableaux 2 y 3 de Rachmaninov y la Bagatelle III de Silvestrov.
Memorable fin de temporada nos ha regalado BCN Clàssics en esta ocasión. La oferta que nos hace para la próxima es ciertamente muy atractiva, preparémonos para, pasado el verano, degustar tan apetitosos manjares. Seguimos.
Imagen ANTONI BOFIL
Fotografías cortesía de bcn classics. Fotógrafo Antoni Bofill