Un Requiem de Mozart memorable.

Un Requiem de Mozart memorable.

Una de las prácticas que más daño han hecho a la música clásica, sin duda, tiene que ver con una interpretación absolutamente acrítica de las obras que integran el repertorio habitual de nuestros conciertos, el llamado «canon». Husos que se pierden en la noche de los tiempos y modos de hacer se han impuesto para generar una lectura prejuiciada de estas músicas, bajo el argumento de que tal o cual obra se toca así por «tradición», sin que esta «tradición» sea debidamente justificada en términos puramente musicales.

La letra, en este caso, la nota de la partitura se ha constituido desde hace décadas en casi una revelación cuasi divina, a la que el intérprete, genuflexo y en actitud de absoluto servilismo, se aproxima, teniendo como único referente para su compleja labor ese texto, que es, como digo, la manifestación de la divinidad, y que en muchos de los casos solo da algunas coordenadas de las verdaderas intenciones de su autor. Recordemos la famosa frase de Mahler: «En la partitura está casi todo, menos lo más importante.»

Solo desde hace realmente muy, pero muy poco tiempo, los intérpretes han reivindicado su labor como actores fundamentales dentro de la tradición clásica y han buscado en el pasado, ya no solo la nota escrita, sino las maneras de hacer música que eran usuales a lo largo de la historia, de modo que su trabajo descanse en bases históricas reales y bien documentadas, y no solo en «tradiciones» que, como apunté arriba, se pierden en la oscuridad de los tiempos y que muy probablemente nacieron del capricho de algún prominente maestro que adiestró a sus pupilos en esa «novedosa» manera de hacer música. Cuando alguien para justificar su manera de tocar se escuda en frases como: «siempre se ha tocado así»; «es tradición leerlo así»; «mi maestro lo abordaba así», querido amigo, yo escucho de fondo la palabra prejuicio y, para terminar, estruendosamente, la palabra ignorancia.

Esta manera de hacer música ha generado un tipo de público que adora una determinada forma de tocar ese repertorio, que, además, escucha obstinadamente una y otra vez. Ese tipo de público, cuando se programa alguna obra nueva, suelen resoplar, por no decir que protestan, y más aún si la pieza en cuestión es de nueva creación. Cuando acuden «emocionados» a solazarse en una audición más de una pieza consagrada y el intérprete realiza una lectura que modifica en algo lo que se espera de él, airados descargan su ira sobre el músico hereje y disidente con epítetos de grueso calibre y lo tratan de indigente musical, sin importar todos los méritos que este pueda tener.

Tal escenario nos encontramos, en parte, el pasado 19 de octubre en el Palau de la Música, al finalizar el concierto inaugural de temporada del Palau 100. Por una parte, había una inmensa cantidad de personas admiradas y casi conmovidas por el espléndido concierto dado por el ensamble Pygmalion, dirigido por su fundador, el maestro Raphaël Pichon, que presentó una excelsa lectura del Requiem, KV 626 de W.A. Mozart. Por otra, nos encontramos con un sector, ciertamente muy minoritario del público asistente, que estaba literalmente escandalizado por lo que habían escuchado y que, con frases de grueso calibre en algunos casos o palabras francamente displicentes en otros, calificaban el concierto como una tomadura de pelo, remachando con un clásico de estos momentos: «esto no es el Requiem, ni es nada».

¿Cuál había sido el terrible pecado cometido por Pichon? La respuesta es simple: había hecho una lectura de la obra que invitaba al oyente moderno a reflexionar sobre el innegable hecho de nuestra finitud, nos invitó a pensar en la muerte. Lo hizo al descomponer las partes de la misa de Requiem escrita en parte por Mozart y concluida por dos de los alumnos del maestro, y en medio colocar otras obras del genio de Salzburgo que potenciaran el mensaje de la misa de difuntos.

Así, por ejemplo, el concierto arrancó con el delicado canto de un niño, Chad Lazreq, que entonó «In paradisum», canto de la tradición gregoriana que se cantaba en todas las misas de difuntos antes del Concilio Vaticano II, y que preparó al público para lo que estaba por venir. Tras la ejecución de este breve canto y después de escuchar «Ach, zu kurz ist unsers Lebens Lauf», KV 228 (515b), un hermoso canon que aborda la brevedad de la vida, sonó impresionante la Meistermusik, KV 477b, obra escrita por Mozart para las exequias de un hermano de logia en 1785. Para cuando finalmente escuchamos el Introitus del Requiem, la mayor parte de los allí congregados estábamos absolutamente sobrecogidos .


Hay que pensar que estamos hablando de una misa de difuntos, música pensada para una ceremonia religiosa y donde, primero, no se ejecutaba toda la música de corrido como en un concierto, y segundo y fundamental, la música estaba pensada para ayudar, para agudizar la reflexión de los deudos  sobre el destino final del alma del recién fallecido.

En esta época y en el contexto de una sociedad tan secularizada como la nuestra, la propuesta que Pichon logra que la música de Mozart siga cumpliendo esa función originalmente asignada a ella. La obra, tal como fue concebida por el maestro, evidentemente continúa conmoviéndonos, estamos hablando de una obra de arte magnífica que, lamentablemente, ha sido incesantemente ejecutada, lo que ha reducido su impacto en el público, sobre todo cuando, y esto es demasiado frecuente, se le interpreta bajo ciertas «tradiciones» del tipo mencionado anteriormente.

La lectura de Pichon fue estrenada con gran éxito en el Festival de Aix-en-Provence, contando con una rompedora puesta en escena de Romeo Castellucci en el año 2019. En Barcelona, tuvimos el gusto de poder disfrutar la parte musical de semejante propuesta que está marcada por el dramatismo, la precisión, la riqueza de matices y un cuidado extremo del detalle. Pichon es un espléndido director que sabe construir las tensiones de las obras que aborda y cuenta con un impresionante conjunto, tanto instrumental como coral, que lo secunda y sabe llevar a cabo las intenciones de su director.

Merecida mención hay que hacer del cuarteto vocal integrado por la soprano Ying Fang, la mezzo-soprano Beth Taylor, que estuvo impresionante en «O Gottes Lamm», KV343/1, el tenor Laurence Kilsby y el bajo Nahuel di Pierro.

Para concluir el concierto, tras escuchar la fuga final de la obra principal, escuchamos, situado en uno de los laterales del recinto modernista, iluminado por una luz blanca, de nuevo a Chad Lazreq entonando el «In paradisum», que invitaba a los allí congregados a cerrar un ciclo de reflexión y recogimiento. El público, casi en su totalidad, ovacionó de pie a todo el conjunto y celebró un concierto simplemente memorable.

Hacía muchos, pero muchos años que esta obra no lograba emocionarme tanto como la pasada noche del 19 de octubre. Creo que muchos salimos de la sala casi en estado de gracia. Al bajar por las escaleras, algunas voces discordantes se escucharon como ya os lo referí, pero siempre las habrá, así que mejor dejar  fluir el agua. En mi caso, preferí disfrutar larga y pausadamente de la ambrosía entregada esa memorable noche. Seguimos

Maxim Vengerov, maestro de alturas estelares

Maxim Vengerov, maestro de alturas estelares

Con la sala del Palau de la Música prácticamente llena, la noche del pasado 17 de octubre, BCN Classics dio inicio a su nueva temporada de conciertos. Contando con el fantástico violinista Maxim Vengerov, acompañado al piano por Roustem Saitkoulov, brindaron un concierto que dejó un grato sabor de boca a los asistentes de tan notable velada.

Tras un clamoroso éxito en Shanghái el 12 de octubre pasado, Maxim Vengerov se presentó ante el público barcelonés, demostrando con creces por qué para muchos no solo es uno de los mejores violinistas del momento, sino uno de los músicos más sorprendentes de la actualidad. Con una musicalidad a flor de piel y una técnica simplemente perfecta, casi insuperable, Vengerov sabe adaptarse perfectamente a las exigencias de cada obra. Su acercamiento a cada texto musical es humilde, como él mismo parece ser en lo personal, poniendo a disposición de cada obra interpretada por él sus inmensas habilidades musicales. Su violín no suena igual cuando aborda a Brahms o Schumann que cuando toca una sonata de Prokofiev. En el primer repertorio, el sonido es pura poesía, construyendo nota a nota las melodías, respetando el fraseo preciso y la articulación justa. Su lectura es elegante y sobria, sin perder por ello garra y enjundia. Por el contrario, con Prokofiev, lo que Vengerov genera es una verdadera arma de destrucción masiva, logrando con su violín traspasar muros de concreto armado que se tornan de papel cuché ante la fuerza rítmica y la furia sonora que desprende desde su instrumento. Estamos hablando en ambos casos, de universos disímiles, mundos sonoros infinitamente diferentes  en los que Vengerov sabe cómo penetrar en su secretos, traducir su mensaje más íntimo y comunicarlo a su público, revelándolo esto, como un artista consumado y no solo como un instrumentista competente.

Fotografía cortesia de bcn classics

El programa que presentaba estaba integrado en su primera parte por tres obras que están íntimamente conectadas, ya que fueron concebidas por sus autores en fechas muy próximas y porque los tres compositores mantenían una relación muy estrecha a nivel personal. El concierto dio inicio con los «Tres romances para violín y piano, op. 22» de Clara Wieck, conocida por el gran público bajo el apellido que llevó después de su matrimonio con Robert Schumann. Los tres romances, fechados en 1854, son sin duda una obra que, en conjunto, da muestra de la maestría alcanzada en el arte de la composición por la maestra, justo unos meses antes de que su esposo intentara suicidarse y fuera internado en un sanatorio psiquiátrico en Endenich. Todo ello llevó a que Clara decidiera dejar definitivamente la composición, para consagrarse a la interpretación y la difusión de la obra de su esposo, que finalmente falleció en 1856.

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Las piezas que integran la obra son simplemente deliciosas, de construcción muy sólida, cuentan con una parte para piano que revela el altísimo nivel interpretativo de su autora en este instrumento, sin menoscabo de la hermosa y muy exigente parte encomendada al violín. La pieza que continuó la velada fue el famoso Scherzo de la Sonata F-A-E para violín y piano de J. Brahms, obra juvenil que ya anuncia muchos de los elementos típicos de su estilo compositivo. Es la aportación que el joven Brahms hizo a una obra colaborativa entre el compositor y director Albert Dietrich, Robert Schumann y el propio Brahms, y que  dedicaron  a otro querido amigo de los tres: Joseph Joachim, violinista de absoluta referencia en la historia del instrumento y maestro en su momento de Leopold Auer, quien es el padre de la escuela violinística rusa en la que Vengerov fue educado por Galina Turchaninova y de la que es un brillante exponente.

La primera parte del concierto concluyó con un monumento del romanticismo alemán, la Sonata para violín y piano núm. 3 en La menor de R. Schumann. Obra turbulenta donde las haya, es una de las últimas piezas que el maestro firmó antes de ser recluido en el sanatorio de Endenich. En ella confluyen de manera perfectamente balanceada el alma atormentada y apasionada de Florestan y el espíritu poético y etéreo de Eusebius. Estos personajes que Schumann había generado en su juventud para expresar las dos fuerzas primigenias que se debatían en su interior y que terminaron por devorarlo, lo visitan una última vez en esta obra. Sus dos grandes demonios se dan cita, y él, como el inmenso artista que era, los sublima y los transforma en una obra de la más alta factura estética.

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Tras la mitad del concierto, se reinició con la Sonata para violín núm. 1 de Alexey Shor, compositor nacido en 1970 en la ciudad de Kiev, quien comenzó a componer apenas en 2012 con sorprendentes resultados como esta sonata para violín. El lenguaje compositivo del Dr. Shor, quien cuenta con un doctorado en matemáticas, es claramente tonal y neorromántico. Sus obras se han interpretado en salas tan importantes como la Berliner Philharmonie, la Wiener Musikverein o el Carnegie Hall, entre otras. Músicos como Evgeni Kissin, Salvatore Accardo o el mismo Maxim Vengerov han difundido la obra de este sorprendente autor ucraniano radicado actualmente en los Estados Unidos, quien en mayo de 2018 afirmó en una entrevista: «Ojalá la gente escribiera música más melodiosa». Creo que, a partir de esto, hay muy poco que uno pueda agregar.

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Para culminar este extenso programa, Maxim Vengerov, acompañado primorosamente al piano por el maestro Roustem Saitkoulov, interpretaron la Sonata para violín y piano núm. 2, op. 94 bis de S. Prokófiev, obra que muestra notablemente ese complicado equilibrio que había logrado alcanzar S. Prokófiev entre las formas, los motivos y el lirismo propios del neoclasicismo y una clara vena rítmico-melódica de inspiración popular rusa. En un período de la historia de la entonces Unión Soviética, donde semejantes equilibrios, según cómo, te podían llevar a Siberia o al menos sufrir el ostracismo oficial, lo que conllevaba que no pudieras ni comprar papel pautado para escribir una melodía. La partitura está llena de contrastes que le aportan una vida y un alma que resultan absolutamente sobrecogedores. Escrita originalmente para flauta y piano, fue transcrita para violín y piano a petición de David Oistrakh.

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Al finalizar esta última pieza, el cariño y la admiración del público reunido en el Palau de la Música para escuchar a Maxim Vengerov explotó en una atronadora ovación, que él correspondió con cuatro propinas. Inició con una «Marcha» de S. Prokófiev, continuando con dos piezas de F. Kreisler: «Liebesleid» y «Liebesfreud», para concluir con la variación 18 de las «Variaciones sobre un tema de Paganini» de S. Rachmaninov.


Fotografía cortesia de bcn classics

Sin lugar a duda, esta nueva temporada de BCN Classics promete mucho, si juzgamos por la calidad de este su concierto inaugural. Estaremos encantados de disfrutar de las sorpresas que estén por venir. Seguimos.

 

 

Fotografías cortesia de bcn classics