Hélène Grimaud poeta del piano.

Hélène Grimaud poeta del piano.

Profundidad, hondura, perfección técnica fuera de toda duda y un compromiso emocional inmenso son adjetivos con los que describir la manera en que Hélène Grimaud construye sus conciertos y recitales. Nacida en Aix-en-Provence en 1969, con apenas 13 años fue admitida como alumna en el Conservatorio de París. Unos pocos años después llegaron múltiples premios y la posibilidad de hacer una sólida carrera que Daniel Barenboim apadrinó cuando, en 1987, la invitó a tocar con la Orquesta de París.

Imagen ANTONI BOFILL

Su figura delicada, de andar pausado, transmite una serenidad notable. Lo cierto es que, si bien sus maneras son siempre comedidas y educadas, a lo largo de su carrera ha sabido defender frente a grandes nombres del medio su postura a nivel estético y ello le ha acarreado más de algún problema. Quizás la más sonada de estas historias y que revela el grado de integridad que siempre la ha caracterizado sea el desencuentro que tuvo en 2011 con Claudio Abbado a propósito de la cadenza que había de quedar registrada en una grabación realizada por ambos artistas de un concierto para piano de Mozart. En un principio, Abbado había dado por zanjado el tema al dar directamente la orden de colocar la cadenza original escrita por Mozart, a lo que Grimaud se negó en redondo pues deseaba colocar otra escrita por Busoni, argumentando que la elección de la cadenza recaía en ella exclusivamente. El resultado fue que la invitación a participar en el exclusivo Festival de Lucerna y un concierto en Londres fueron cancelados.

Siempre se ha caracterizado por la intensidad de sus interpretaciones. Tiene una notoria sintonía con el repertorio del romanticismo alemán, y en particular con Brahms, a quien conoce muy hondamente. Su manera de tocar es vigorosa y muy apasionada; es imposible quedarse al margen en un recital suyo. Como muestra de ello, cabe recordar que, durante el concierto inaugural del Festival de Bonn de 2010, mientras Grimaud bordaba una hermosa lectura del segundo movimiento del Emperador de Beethoven, un espectador sufrió un infarto que afortunadamente solo quedó en un susto.

Su vida se mueve entre las salas de conciertos de todo el mundo, por las que transita con paso tranquilo y una sonrisa modesta y comedida, y la libertad que un refugio para lobos en peligro de extinción en el estado de Nueva York, del cual es fundadora, le aporta a esta extraordinaria pianista, que siempre ha mantenido a lo largo de su ya larga carrera una congruencia y una fidelidad a sí misma y a lo que cree que son muy de agradecer. Cuando se asiste a un concierto suyo, no solo se escucha a una increíble artista, sino a un ser humano verdaderamente admirable, lo cual en los tiempos que corren es cosa aún más excepcional.

El pasado lunes 27 de mayo, el Palau de la Música de Barcelona recibió a esta excepcional artista con un lleno casi total. El programa presentado ante el público catalán giró en torno a las tres grandes “B” del repertorio tradicional y que en el caso particular de Grimaud son autores absolutamente esenciales para entender su carrera. Arrancando con la Sonata nº 30 de Beethoven, continuó sumergiéndose en los Intermezzos op. 117 y Fantasías, op. 116 de Brahms para concluir con la transcripción de Busoni de la mítica Chacona de la Partita nº 2 de Bach.

El común denominador de todo el programa es la exploración sonora, la utilización del piano y sus capacidades para la expresión de los más hondos pensamientos de sus autores. La velada arrancó con la Sonata nº 30 en mi mayor, op. 109, donde Beethoven experimenta a partir de la forma establecida de la sonata clásica con el sonido y con las capacidades expresivas del piano. Los dos primeros movimientos, hermosos y perfectamente construidos, preparan la llegada del tercer y último, donde el maestro hace la apuesta más ambiciosa y de mayor calado, ya no solo por su profusa longitud, sino por el tipo de lenguaje con que construye la pieza. Una constante búsqueda y el deseo inmenso de comunicarse con sus semejantes son los principales rasgos que marcan esta sonata en su totalidad, siendo muy evidente esto sobre todo en su tercer tiempo. Beethoven se vale de fugatos trepidantes, pasajes llenos de lirismo y periodos de un virtuosismo de muy altos vuelos para romper los límites de la forma en pos de una mayor libertad expresiva, dando al sonido como fenómeno físico un  protagonismo absoluto, pasando por encima  de  cómo las ideas  se organizan y generan una configuración estable, el contenido sobre la estructura, la expresión sobre la configuración.

Brahms es para Grimaud un autor talismán, lo entiende al punto de autodefinirse como “musicalmente alemana” pese a ser orgullosamente francesa. Sus obras aparecen constantemente en sus conciertos y recitales desde el inicio de su brillante carrera. La elección de los opus 116 y 117 fue más que pertinente, pues estamos hablando de un Brahms en estado puro y porque además el conjunto de piezas que integran ambos trabajos mantiene una profunda congruencia con la sonata op. 109 de Beethoven. Estamos, de nuevo, ante dos obras de profunda reflexión personal y donde su autor, a manera de un extenso soliloquio, buscará a toda costa comunicar un mensaje trascendental para él, lleno de matices, rodeado de luces y sombras como la existencia misma.

 En el caso de Brahms, el autor romántico que mejor y más conoce las formas musicales de su tiempo, esta búsqueda significa sumergirse en lo profundo de su alma, y construir su obra a través de formas simples como el intermezzo o el capricho. Estas estructuras simples -un A B A- le permiten confrontar materiales contrastantes y trabajar en profundidad con ellas de manera casi exhaustiva. El op. 117 no guarda una gran dificultad a nivel técnico, pero exige del intérprete una implicación emocional muy elevada. Grimaud, que ya nos había regalado una impecable lectura de la sonata beethoveniana, nos conmovió muy hondamente con su lectura de los tres intermezzos. Tempos más que apropiados, inteligencia a la hora de exponer las partes de los intermezzos, inspiración y profundidad a la hora de hacer cantar al piano, poderío sonoro, así como delicadeza y contención cuando las piezas lo demandaban, son solo algunos de los rasgos que jalonaron una interpretación primorosa de esta obra otoñal del maestro alemán.

Tras la media parte, llegó el op. 116, colección ambiciosa y multicolor de caprichos e intermezzos de un muy notable virtuosismo técnico, en los que Brahms continúa esa búsqueda y experimentación sonora que habíamos conocido ya en el opus anterior. Aquí los retos técnicos son a ratos inmensos, ya no solo por la complejidad o el posible virtuosismo de su escritura, sino porque muchas veces Brahms exige que, mientras un complejo entramado armónico es expuesto, una ligera y sentida melodía cante sobre esa urdimbre que ocupa al mismo intérprete. Todo es orgánico y natural, no hay nada forzado, falso o aparatoso, todo nace de la misma esencia de la música y apela a la fibra más íntima de nuestros corazones.

 Grimaud, justo al finalizar el último capricho de la obra y sin dar espacio para la ovación que se estaba preparando, atacó de inmediato con la Chacona de la Partita Nº 2 en re menor de Bach, en una magnífica transcripción fechada en 1892 por Busoni. La sala por un instante contuvo el aliento y, muy poco a poco, los acordes de la obra comenzaron a resonar por todas partes.

Ya la obra en su versión original para violín ha embriagado a generaciones enteras por la apabullante fuerza que emana y el ingenio con que está escrita cada una de las variaciones que la integran. Escrita en 1720, Bach explora a fondo el violín y lo hace cantar el más doloroso canto en memoria de su recientemente fallecida esposa Maria Barbara, desaparecida mientras él se encontraba ausente de su hogar, realizando un viaje de trabajo. Ya el tema inicial, solemne y de marcado sabor elegíaco, con sus hermosas líneas cromáticas descendentes, nos cautiva con solo escucharlo. Tras su exposición van apareciendo una tras otra las sorprendentes variaciones que el maestro realiza sobre este tema y que muy lentamente nos llevan a internarnos en una espesa selva o navegar en un proceloso mar donde las olas por momentos son terriblemente amenazadoras y otras donde la paz y el sosiego nos invaden y nos llevan a un estado casi de éxtasis. Esta obra es como una gran espiral que muy lentamente comienza su andadura y que pliegue tras pliegue nos lleva por sensaciones absolutamente desconocidas para nosotros.

 Busoni, al transcribir la obra al piano, se autoimpuso lograr que el piano pudiera expresar lo que el violín en su escritura original. El resultado es una transcripción que, aunque en más de un sentido traiciona el lenguaje de Bach, conserva el mensaje del maestro. En ese trasvase, la fuerza y la implicación emocional se conservan intactas, el poderío sonoro del piano no diluye la soledad que el austero sonido de un violín solo puede transmitir. La construcción original es muy sólida y la adaptación al nuevo instrumento está muy bien realizada, pero como toda traducción, hay espacios que sin remedio se pueden ver traicionados o, como mínimo, distorsionados. Quizás uno sea el excesivo uso del pedal que muchos pianistas hacen, buscando dar más sonoridad a su lectura; el transparente fluir de las melodías de la obra se emborrona y lo que antes era transparencia y austeridad, dolorosa expresión del espíritu, ahora es grandilocuencia y virtuosismo fatuo. Grandes nombres han interpretado esta obra y muchos han caído en este exceso, algo que no es imputable a la transcripción de Busoni, sino al simple hecho de transcribir, trasladar una obra musical pensada para un instrumento determinado, con unas características físicas específicas que dan a esa música una manera de resonar en el espacio, y con ello, someterla a una nueva realidad sonora, con diferentes posibilidades, muchas de ellas inexistentes antes.

Grimaud es una maravillosa excepción, siempre elegante en su utilización del pedal, con un toque limpio y muy transparente, interpretó la transcripción de Busoni, pero sin perder de vista  siempre a su versión original. Nunca llevó al límite la sonoridad del piano, jamás emborronó la prístina transparencia de la obra. Las variaciones fueron sucediéndose una tras otra de manera orgánica y fluida, arrancando del silencio una emocionalidad casi inefable, poesía hecha música, rasgando ese delicado velo de trascendencia y así, por unos instantes, la inminencia de lo eterno se hizo presente entre los asistentes.

El público ovacionó notablemente emocionado a la maestra Grimaud, que correspondió con tres propinas: los Études-Tableaux 2 y 3 de Rachmaninov y la Bagatelle III de Silvestrov.

Memorable fin de temporada nos ha regalado BCN Clàssics en esta ocasión. La oferta que nos hace para la próxima es ciertamente muy atractiva, preparémonos para, pasado el verano, degustar tan apetitosos manjares. Seguimos.

Imagen ANTONI BOFIL

 

Fotografías cortesía de bcn classics. Fotógrafo Antoni Bofill

 

«El Rey Daniil»

«El Rey Daniil»

El origen de los actuales recitales pianísticos lo podemos encontrar, como tantas cosas de nuestra actual práctica musical, en el siglo XIX. Parece ser que fue Liszt quien, a partir de las bohemias tertulias poético-musicales que solían darse en aquellos años, y en las que el virtuoso maestro solía embriagar a sus asistentes con toda clase de sortilegios musicales, depuró la idea de encontrar un espacio privilegiado en el que un solista y su público tuvieran acceso a un lugar donde la magia de su piano desplegara todos sus encantamientos.

El recital de piano moderno nace de esta idea: transportar, afectar hasta la médula a sus asistentes, con la ejecución de un programa en el que el artista protagonista permitiera a los oyentes el acceso al jardín del Elíseo a los congregados para escucharle.

Este esquema ha ido pasando con los años y, con mayor o menor fortuna, se ha mantenido casi intacto. Dependiendo del pianista en cuestión, la velada podía ser una privilegiada cita con las musas o una amigable entrega a Morfeo, pero dentro de la práctica musical actual, el formato del recital, pese a todo, no tiene visos de evolucionar hacia una propuesta diferente.

Ahora bien, para que un recital de piano hoy día subyugue realmente, las cualidades del pianista deben ser muy notables. No es fácil mantener inmerso a un público como el actual, rodeado de constantes estímulos (hiperactividad, móviles, redes sociales, etc.) y acostumbrado a estos estímulos frenéticos a lo largo del día. De nada sirven las vehementes súplicas de los auditorios en todo el mundo para apagar el móvil y encontrar un pequeño paréntesis de tranquilidad. Siempre, siempre, hay algún «distraído» que se olvida de apagar el móvil y que, además, tiene la «mala suerte» de que le llamen en el momento menos oportuno para el resto de la concurrencia, rompiendo muchas veces ese sacrosanto momento de silencio beatífico que se había creado.

Así, con un auditorio hiperestimulado y con una capacidad de concentración más bien baja, plantear un programa de poco más de dos horas de música para piano solo es, sin duda, una proeza. Querido lector, espero poder ser bien entendido, no estoy hablando de pasar de algún modo más o menos atento dos horas sentado en una butaca de un hermoso auditorio o teatro, escuchando un poco por encima la agradable música que un señor con notables dotes musicales hace. En absoluto, me refiero a pasar casi con embeleso dos horas de nuestras vidas de una manera absolutamente inmersos y sin posibilidad de escapar, en un estado casi de gracia, y eso, querido lector, en la actualidad es cada vez más difícil de lograr, por las causas, entre otras muchas, que mencioné antes.

Daniil Trífonov lleva tiempo demostrando que es capaz de afrontar con absoluta solvencia el reto de realizar recitales de piano solo y lograr aquellas ensoñaciones cuasi mágicas que Liszt había planteado en los orígenes de esta práctica. Lo que lo constituye en casi un taumaturgo del piano, pues obra en su público verdaderos milagros internos, además de crear absolutos  prodigios musicales, solo accesibles a unos pocos en la historia.

Escuchar a Trífonov en vivo es, sin duda, toda una experiencia que hay que vivir para entender cabalmente lo que es un artista con mayúsculas. Pese a sus escasos 32 años, Trífonov ha logrado crear ya en torno suyo una cierta mística, que lo une a nombres como Sokolov o Kisin, aunque al oírlo tocar y analizar su abordaje de las obras, el recuerdo más marcado es sin duda el de Horowitz. Todos rusos, cierto, y todos unidos por una colosal y sólida tradición de hacer y vivir la música.

 El pasado 29 de noviembre, en el Palau de la Música de la ciudad de Barcelona, Daniil Trífonov presentó un programa sorprendente, extenso y muy variado, que permitió disfrutar de la enorme paleta expresiva y demostrar que es un todo terreno. Hacer convivir en un mismo programa la Suite en la menor de las Nouvelles Suites pour le clavecín de Rameau con la Hammerklavier de Beethoven no es tarea fácil, y Trífonov logró leer en lo más profundo de cada una de las cuatro obras seleccionadas y, siendo fiel a sus autores y al mensaje encontrado en ellas, transmitirlo a los congregados en la sala de conciertos.

No es mi deseo aburrir al paciente lector que lee estas letras y por ello no abundaré en detalles demasiado técnicos de cada uno de los movimientos de las obras, aunque materia hay y mucho, porque en cada una de las piezas, Trífonov realizó una lectura profundamente personal, y es justo ahí donde radica parte de la magia de este pianista, que se toma algunas libertades interpretativas, y en Rameau lo hizo y mucho, pero lo hace con tan sólidos argumentos musicales que la obra no sufre en su constitución más elemental, sino que surge al oído del oyente llena de vida y robustecida por la lectura que hace.

Un ejemplo claro de lo anterior, como lo hemos mencionado, fue su interpretación de la obra de  Rameau, que a los más puristas quizás pueda parecerles demasiado afectada o que no respeta ciertas tradiciones interpretativas de la época, pero es que ya el solo hecho de tocar estas obras en piano, estamos casi hablando de una transcripción; los recursos expresivos del piano modernos nada tienen que ver con los del clave que conoció Rameau. Así, Trífonov abordó la pieza, ya desde la allemande inicial en un tempo muy amplio, deleitándose en profusas ornamentaciones que la obra requiere y que son el corazón expresivo de la misma. Esta música, en su concepción original, al ser tan delicada en su sonoridad, requiere que sus finas líneas melódicas, al exponerse, sean primorosamente ornamentadas, y en su conjunto, las diferentes danzas son una constante exigencia de control técnico y de balance en cada una de sus articulaciones. Trífonov logró sobradamente construir un paisaje perfectamente sobrio, sereno, en el que cada una de las partes estaba justamente en su lugar; cumpliendo su función, sumándose al todo y generando un conjunto realmente conmovedor.

Una de las sonatas maduras de Mozart, en concreto la escrita en fa mayor con el número de catálogo K 332, fue la obra que permitió apreciar la agilidad casi acrobática de Trífonov. Sobre todo en los dos movimientos extremos de la sonata, que  fueron abordados en tempos muy rápidos y decididos y ello no mermó en nada las posibilidades en cuanto a precisión y perfección técnica de su lectura. Dejándonos con un grato sabor de boca, al finalizar el Allegro assai final, sobre todo por su frescura y su saber crear los pertinentes contrastes entre los fortes y los pianos marcados por el compositor; todo esto dentro de una perfecta observancia de un depurado y elegante estilo interpretativo.

Las Variaciones serias op. 54 de Mendelssohn fueron la obra con la que cerramos la primera parte del concierto. Pieza llena de elegancia y virtuosismo a partes iguales, fue abordada con maestría por Trífonov, que logró una lectura simplemente fulgurante de ella. Trífonov tuvo en estas 17 variaciones la posibilidad perfecta de desplegar toda la intensidad de sus recursos técnicos, en las partes más rápidas y virtuosísticas, así como deleitarse con comedidos legatos, haciendo cantar con delicadeza las melodías más sublimes que esta obra encierra. Casi al final de la partitura, en la última variación, supo construir muy sabiamente la tensión necesaria, para que el final de la pieza, marcado en Presto, explotara en toda su dimensión, dejando un hondo impacto en la audiencia congregada.

El plato fuerte de la sesión, y hay que ver que lo que hasta ahora hemos escuchado no eran en ningún caso naderías o piezas de gabinete, fue la inmensa sonata «Hammerklavier» de Beethoven. Obra axial en la historia de la literatura pianística, en tanto que tras su publicación en 1819 esta sonata se transformó para las generaciones venideras en un verdadero eje, en un punto de referencia en cuanto a la verdadera comprensión del arte de tocar el piano. Fue precisamente Liszt, el «creador» del recital pianístico del que antes hablábamos, quien pudo abordar la obra plenamente por primera vez, al parecer en París en 1836, pues tras la muerte de Beethoven, ningún pianista había podido enfrentar el reto de interpretar  la obra.

 La «Hammerklavier» lleva al límite todos los recursos tanto técnicos como expresivos de sus intérpretes y Trífonov no defraudó, dando todo y más durante los más de cuarenta y cinco  minutos que dura la obra. La intensidad emocional, el absoluto dominio del instrumento y una concepción profundísima del sentido más hondo de la obra, son algunos de los elementos que podemos destacar de una interpretación simplemente pasmosa de esta colosal partitura.

Casos muy destacados fueron sin duda los dos movimientos finales de la sonata. El Adagio sostenuto  fue escalofriante. Escuchar la profundidad, la hondura y el inmenso sentimiento con que Trífonov se sumergió en este maravilloso movimiento cortaba la respiración. Era imposible escuchar aquello y no sentirse hondamente conmovido con aquella música, lo que además, siendo Trífonov muy amigo de los tempos trepidantes, sorprendió aún más, por lo reposado de su concepción de este movimiento.

La llegada del Allegro risoluto resonó en toda su contundencia y compleja estructura contrapuntística en manos de Trífonov lleno de un extraño sortilegio y cuyo apabullante final fue la palmaria muestra de la inmensa categoría artística de uno de los más grandes pianistas de la actualidad. La fuga final, pasaje de una complejidad absolutamente  endiablada, fue resuelto con una autoridad y una solvencia tanto técnica como musical arrolladora, causando en la concurrencia, al llegar el final, una atronadora aclamación a un artista de tal categoría.

Tras la inmensa ovación, pese a lo extenso y agotador del programa, Trífonov regalo dos propinas, ambos arreglos del mismo Trífonov al parecer de música del pianista de jazz Art Tatum.

Un increíble concierto que logró alturas celestiales en su segunda parte, motivo por el cual, cabe perfectamente el juego de palabras, teniendo como referente al antiguo testamento, con lo que  podríamos hablar ya del «Rey Daniil», que esperemos reine sobre el piano largos y venturosos años. Seguimos.

 

 

Foto de portada: Steve Pisano
MUSIC – Daniil Trifonov – Carnegie Hall
October 28, 2017, Carnegie Hall, New York, NY

Un Requiem de Mozart memorable.

Un Requiem de Mozart memorable.

Una de las prácticas que más daño han hecho a la música clásica, sin duda, tiene que ver con una interpretación absolutamente acrítica de las obras que integran el repertorio habitual de nuestros conciertos, el llamado «canon». Husos que se pierden en la noche de los tiempos y modos de hacer se han impuesto para generar una lectura prejuiciada de estas músicas, bajo el argumento de que tal o cual obra se toca así por «tradición», sin que esta «tradición» sea debidamente justificada en términos puramente musicales.

La letra, en este caso, la nota de la partitura se ha constituido desde hace décadas en casi una revelación cuasi divina, a la que el intérprete, genuflexo y en actitud de absoluto servilismo, se aproxima, teniendo como único referente para su compleja labor ese texto, que es, como digo, la manifestación de la divinidad, y que en muchos de los casos solo da algunas coordenadas de las verdaderas intenciones de su autor. Recordemos la famosa frase de Mahler: «En la partitura está casi todo, menos lo más importante.»

Solo desde hace realmente muy, pero muy poco tiempo, los intérpretes han reivindicado su labor como actores fundamentales dentro de la tradición clásica y han buscado en el pasado, ya no solo la nota escrita, sino las maneras de hacer música que eran usuales a lo largo de la historia, de modo que su trabajo descanse en bases históricas reales y bien documentadas, y no solo en «tradiciones» que, como apunté arriba, se pierden en la oscuridad de los tiempos y que muy probablemente nacieron del capricho de algún prominente maestro que adiestró a sus pupilos en esa «novedosa» manera de hacer música. Cuando alguien para justificar su manera de tocar se escuda en frases como: «siempre se ha tocado así»; «es tradición leerlo así»; «mi maestro lo abordaba así», querido amigo, yo escucho de fondo la palabra prejuicio y, para terminar, estruendosamente, la palabra ignorancia.

Esta manera de hacer música ha generado un tipo de público que adora una determinada forma de tocar ese repertorio, que, además, escucha obstinadamente una y otra vez. Ese tipo de público, cuando se programa alguna obra nueva, suelen resoplar, por no decir que protestan, y más aún si la pieza en cuestión es de nueva creación. Cuando acuden «emocionados» a solazarse en una audición más de una pieza consagrada y el intérprete realiza una lectura que modifica en algo lo que se espera de él, airados descargan su ira sobre el músico hereje y disidente con epítetos de grueso calibre y lo tratan de indigente musical, sin importar todos los méritos que este pueda tener.

Tal escenario nos encontramos, en parte, el pasado 19 de octubre en el Palau de la Música, al finalizar el concierto inaugural de temporada del Palau 100. Por una parte, había una inmensa cantidad de personas admiradas y casi conmovidas por el espléndido concierto dado por el ensamble Pygmalion, dirigido por su fundador, el maestro Raphaël Pichon, que presentó una excelsa lectura del Requiem, KV 626 de W.A. Mozart. Por otra, nos encontramos con un sector, ciertamente muy minoritario del público asistente, que estaba literalmente escandalizado por lo que habían escuchado y que, con frases de grueso calibre en algunos casos o palabras francamente displicentes en otros, calificaban el concierto como una tomadura de pelo, remachando con un clásico de estos momentos: «esto no es el Requiem, ni es nada».

¿Cuál había sido el terrible pecado cometido por Pichon? La respuesta es simple: había hecho una lectura de la obra que invitaba al oyente moderno a reflexionar sobre el innegable hecho de nuestra finitud, nos invitó a pensar en la muerte. Lo hizo al descomponer las partes de la misa de Requiem escrita en parte por Mozart y concluida por dos de los alumnos del maestro, y en medio colocar otras obras del genio de Salzburgo que potenciaran el mensaje de la misa de difuntos.

Así, por ejemplo, el concierto arrancó con el delicado canto de un niño, Chad Lazreq, que entonó «In paradisum», canto de la tradición gregoriana que se cantaba en todas las misas de difuntos antes del Concilio Vaticano II, y que preparó al público para lo que estaba por venir. Tras la ejecución de este breve canto y después de escuchar «Ach, zu kurz ist unsers Lebens Lauf», KV 228 (515b), un hermoso canon que aborda la brevedad de la vida, sonó impresionante la Meistermusik, KV 477b, obra escrita por Mozart para las exequias de un hermano de logia en 1785. Para cuando finalmente escuchamos el Introitus del Requiem, la mayor parte de los allí congregados estábamos absolutamente sobrecogidos .


Hay que pensar que estamos hablando de una misa de difuntos, música pensada para una ceremonia religiosa y donde, primero, no se ejecutaba toda la música de corrido como en un concierto, y segundo y fundamental, la música estaba pensada para ayudar, para agudizar la reflexión de los deudos  sobre el destino final del alma del recién fallecido.

En esta época y en el contexto de una sociedad tan secularizada como la nuestra, la propuesta que Pichon logra que la música de Mozart siga cumpliendo esa función originalmente asignada a ella. La obra, tal como fue concebida por el maestro, evidentemente continúa conmoviéndonos, estamos hablando de una obra de arte magnífica que, lamentablemente, ha sido incesantemente ejecutada, lo que ha reducido su impacto en el público, sobre todo cuando, y esto es demasiado frecuente, se le interpreta bajo ciertas «tradiciones» del tipo mencionado anteriormente.

La lectura de Pichon fue estrenada con gran éxito en el Festival de Aix-en-Provence, contando con una rompedora puesta en escena de Romeo Castellucci en el año 2019. En Barcelona, tuvimos el gusto de poder disfrutar la parte musical de semejante propuesta que está marcada por el dramatismo, la precisión, la riqueza de matices y un cuidado extremo del detalle. Pichon es un espléndido director que sabe construir las tensiones de las obras que aborda y cuenta con un impresionante conjunto, tanto instrumental como coral, que lo secunda y sabe llevar a cabo las intenciones de su director.

Merecida mención hay que hacer del cuarteto vocal integrado por la soprano Ying Fang, la mezzo-soprano Beth Taylor, que estuvo impresionante en «O Gottes Lamm», KV343/1, el tenor Laurence Kilsby y el bajo Nahuel di Pierro.

Para concluir el concierto, tras escuchar la fuga final de la obra principal, escuchamos, situado en uno de los laterales del recinto modernista, iluminado por una luz blanca, de nuevo a Chad Lazreq entonando el «In paradisum», que invitaba a los allí congregados a cerrar un ciclo de reflexión y recogimiento. El público, casi en su totalidad, ovacionó de pie a todo el conjunto y celebró un concierto simplemente memorable.

Hacía muchos, pero muchos años que esta obra no lograba emocionarme tanto como la pasada noche del 19 de octubre. Creo que muchos salimos de la sala casi en estado de gracia. Al bajar por las escaleras, algunas voces discordantes se escucharon como ya os lo referí, pero siempre las habrá, así que mejor dejar  fluir el agua. En mi caso, preferí disfrutar larga y pausadamente de la ambrosía entregada esa memorable noche. Seguimos

Maxim Vengerov, maestro de alturas estelares

Maxim Vengerov, maestro de alturas estelares

Con la sala del Palau de la Música prácticamente llena, la noche del pasado 17 de octubre, BCN Classics dio inicio a su nueva temporada de conciertos. Contando con el fantástico violinista Maxim Vengerov, acompañado al piano por Roustem Saitkoulov, brindaron un concierto que dejó un grato sabor de boca a los asistentes de tan notable velada.

Tras un clamoroso éxito en Shanghái el 12 de octubre pasado, Maxim Vengerov se presentó ante el público barcelonés, demostrando con creces por qué para muchos no solo es uno de los mejores violinistas del momento, sino uno de los músicos más sorprendentes de la actualidad. Con una musicalidad a flor de piel y una técnica simplemente perfecta, casi insuperable, Vengerov sabe adaptarse perfectamente a las exigencias de cada obra. Su acercamiento a cada texto musical es humilde, como él mismo parece ser en lo personal, poniendo a disposición de cada obra interpretada por él sus inmensas habilidades musicales. Su violín no suena igual cuando aborda a Brahms o Schumann que cuando toca una sonata de Prokofiev. En el primer repertorio, el sonido es pura poesía, construyendo nota a nota las melodías, respetando el fraseo preciso y la articulación justa. Su lectura es elegante y sobria, sin perder por ello garra y enjundia. Por el contrario, con Prokofiev, lo que Vengerov genera es una verdadera arma de destrucción masiva, logrando con su violín traspasar muros de concreto armado que se tornan de papel cuché ante la fuerza rítmica y la furia sonora que desprende desde su instrumento. Estamos hablando en ambos casos, de universos disímiles, mundos sonoros infinitamente diferentes  en los que Vengerov sabe cómo penetrar en su secretos, traducir su mensaje más íntimo y comunicarlo a su público, revelándolo esto, como un artista consumado y no solo como un instrumentista competente.

Fotografía cortesia de bcn classics

El programa que presentaba estaba integrado en su primera parte por tres obras que están íntimamente conectadas, ya que fueron concebidas por sus autores en fechas muy próximas y porque los tres compositores mantenían una relación muy estrecha a nivel personal. El concierto dio inicio con los «Tres romances para violín y piano, op. 22» de Clara Wieck, conocida por el gran público bajo el apellido que llevó después de su matrimonio con Robert Schumann. Los tres romances, fechados en 1854, son sin duda una obra que, en conjunto, da muestra de la maestría alcanzada en el arte de la composición por la maestra, justo unos meses antes de que su esposo intentara suicidarse y fuera internado en un sanatorio psiquiátrico en Endenich. Todo ello llevó a que Clara decidiera dejar definitivamente la composición, para consagrarse a la interpretación y la difusión de la obra de su esposo, que finalmente falleció en 1856.

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Las piezas que integran la obra son simplemente deliciosas, de construcción muy sólida, cuentan con una parte para piano que revela el altísimo nivel interpretativo de su autora en este instrumento, sin menoscabo de la hermosa y muy exigente parte encomendada al violín. La pieza que continuó la velada fue el famoso Scherzo de la Sonata F-A-E para violín y piano de J. Brahms, obra juvenil que ya anuncia muchos de los elementos típicos de su estilo compositivo. Es la aportación que el joven Brahms hizo a una obra colaborativa entre el compositor y director Albert Dietrich, Robert Schumann y el propio Brahms, y que  dedicaron  a otro querido amigo de los tres: Joseph Joachim, violinista de absoluta referencia en la historia del instrumento y maestro en su momento de Leopold Auer, quien es el padre de la escuela violinística rusa en la que Vengerov fue educado por Galina Turchaninova y de la que es un brillante exponente.

La primera parte del concierto concluyó con un monumento del romanticismo alemán, la Sonata para violín y piano núm. 3 en La menor de R. Schumann. Obra turbulenta donde las haya, es una de las últimas piezas que el maestro firmó antes de ser recluido en el sanatorio de Endenich. En ella confluyen de manera perfectamente balanceada el alma atormentada y apasionada de Florestan y el espíritu poético y etéreo de Eusebius. Estos personajes que Schumann había generado en su juventud para expresar las dos fuerzas primigenias que se debatían en su interior y que terminaron por devorarlo, lo visitan una última vez en esta obra. Sus dos grandes demonios se dan cita, y él, como el inmenso artista que era, los sublima y los transforma en una obra de la más alta factura estética.

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Tras la mitad del concierto, se reinició con la Sonata para violín núm. 1 de Alexey Shor, compositor nacido en 1970 en la ciudad de Kiev, quien comenzó a componer apenas en 2012 con sorprendentes resultados como esta sonata para violín. El lenguaje compositivo del Dr. Shor, quien cuenta con un doctorado en matemáticas, es claramente tonal y neorromántico. Sus obras se han interpretado en salas tan importantes como la Berliner Philharmonie, la Wiener Musikverein o el Carnegie Hall, entre otras. Músicos como Evgeni Kissin, Salvatore Accardo o el mismo Maxim Vengerov han difundido la obra de este sorprendente autor ucraniano radicado actualmente en los Estados Unidos, quien en mayo de 2018 afirmó en una entrevista: «Ojalá la gente escribiera música más melodiosa». Creo que, a partir de esto, hay muy poco que uno pueda agregar.

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Para culminar este extenso programa, Maxim Vengerov, acompañado primorosamente al piano por el maestro Roustem Saitkoulov, interpretaron la Sonata para violín y piano núm. 2, op. 94 bis de S. Prokófiev, obra que muestra notablemente ese complicado equilibrio que había logrado alcanzar S. Prokófiev entre las formas, los motivos y el lirismo propios del neoclasicismo y una clara vena rítmico-melódica de inspiración popular rusa. En un período de la historia de la entonces Unión Soviética, donde semejantes equilibrios, según cómo, te podían llevar a Siberia o al menos sufrir el ostracismo oficial, lo que conllevaba que no pudieras ni comprar papel pautado para escribir una melodía. La partitura está llena de contrastes que le aportan una vida y un alma que resultan absolutamente sobrecogedores. Escrita originalmente para flauta y piano, fue transcrita para violín y piano a petición de David Oistrakh.

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Al finalizar esta última pieza, el cariño y la admiración del público reunido en el Palau de la Música para escuchar a Maxim Vengerov explotó en una atronadora ovación, que él correspondió con cuatro propinas. Inició con una «Marcha» de S. Prokófiev, continuando con dos piezas de F. Kreisler: «Liebesleid» y «Liebesfreud», para concluir con la variación 18 de las «Variaciones sobre un tema de Paganini» de S. Rachmaninov.


Fotografía cortesia de bcn classics

Sin lugar a duda, esta nueva temporada de BCN Classics promete mucho, si juzgamos por la calidad de este su concierto inaugural. Estaremos encantados de disfrutar de las sorpresas que estén por venir. Seguimos.

 

 

Fotografías cortesia de bcn classics

Con 30, ya es mayor de edad

Con 30, ya es mayor de edad

Llegar a la mayoría de edad con 30 años está muy, pero que muy bien. Si, querido lector, ser mayor de edad con 30 años, he dicho, pero no me refiero a una persona, aunque usted, no lo niegue, tiene en mente varios ejemplos de conocidos suyos que con 40 años o más aún no logran ser medianamente adultos. Pero la mayoría de edad de la que estoy hablando es la de una orquesta, en concreto la de la Jove Orquestra Nacional de Catalunya, más conocida por sus siglas JONC, que el pasado 11 de julio dio inicio a los festejos por sus 30 años de vida con un concierto en el Palau de la música de la capital catalana.

La ocasión era relevante, sin duda. La JONC es una orquesta que desde hace ya tiempo viene dado grandes y muy notables satisfacciones por los increíbles resultados que presenta en sus conciertos. Pero, sin duda, arrancar este aniversario con la ejecución de una obra como la Sinfonía núm. 9 en Re mayor de G. Mahler es hacerlo con una colosal  traca que se recordará por mucho tiempo.

La novena de Mahler es justamente el tipo de obra que jamás debe programar una orquesta de principiantes, al menos si pretendes mantener cohesionado al grupo, preservando su salud mental en buen estado y su prestigio en niveles aceptables. El grado de dificultad, tanto técnico como musical, es inmenso, tal es así , que muchas orquestas profesionales naufragan estrepitosamente en su abordaje. Mahler, literalmente, se despide de la vida en ella y lo hace vertiendo en esta partitura todo el inmenso cúmulo de conocimiento y experiencias que ha ido acumulando a lo largo del camino. Es un canto de amor a la vida, a la naturaleza, al amor mismo. Un hermoso adiós, materializado en una obra compleja y profunda, que requiere de sus intérpretes una absoluta solvencia técnica y una musicalidad inmensa. Un buen amigo violista lo resumía de una manera llana y contundente: «el problema es que tiene demasiadas notas y además hay que tocarlas muy rápido y afinadas».

Con esto, se hace muy difícil entender que una orquesta integrada por jóvenes entre los 18 y los 25 años puedan ni medianamente penetrar en los secretos de semejante obra. Pero, justo en ese punto, es cuando agrupaciones como la JONC rompen con lo que se podría esperar en condiciones «normales». Me explico: La Jove Orquestra Simfònica de Catalunya, que fue su nombre original, nació en 1993 teniendo como director fundador a Josep Pons, actual director de la Orquesta del Liceu y que fue quien dirigió el concierto de aniversario la noche del 11 de julio.

La orquesta, desde su nacimiento, buscaba sumarse al inmenso esfuerzo que se estaba dando en aquellos años para revertir décadas en que la educación musical en España había sido un absoluto erial. Los conservatorios no brindaban la posibilidad de que sus alumnos tuvieran apenas ninguna práctica orquestal real y la mayoría tenía que marcharse del país para poder concluir su formación musical con cara y ojos. Otros contadísimos casos pasaban por el duro trance de ser aprendices en alguna orquesta profesional, donde muchas veces, al ser absolutamente inexpertos, vivían experiencias humillantes por parte de sus «compañeros» de atril o del director de turno, generando en ellos un pozo cada vez más hondo de desencanto de la profesión.

La JONC nació al igual que el resto de orquestas juveniles que surgieron en esa época, para dar esa oportunidad a cientos de chicos que podían terminar de formarse en un ambiente controlado por profesionales que están ahí para enseñarles, para apostar por su talento y que este llenara nuestras orquestas con los años, como de hecho está comenzando a suceder. Tras treinta años de trabajo,  la JONC es un proyecto consolidado y en plena forma que se imbrica en una red de escuelas municipales y conservatorios que ofrecen a los jóvenes una educación de muy alta calidad. La JONC en cierto modo es la culminación de un proceso educativo que arranca muchos años atrás. En la JONC encuentran una dinámica de trabajo que les permitirá acceder a una orquesta profesional perfectamente preparados para dar lo mejor de ellos. Desde 2001, año en que Pons se retira de la orquesta como titular,  la dirección del proyecto recae en manos de Manel Valdivieso con quien el grupo ha logrado llegar al estado actual, que es simplemente esplendido.

La noche del 11 de julio, en muchos sentidos, fue una noche con una magia especial, pues tiene mucho de sorprendente y algo de mágico el que una orquesta integrada por jóvenes  entre los 18 y los 25 años abordara con tanta madurez una obra como la Sinfonía núm. 9 en Re mayor de G. Mahler.  Disfrutar de aquel concierto, fue ver la fusión de dos polos, de dos extremos. La orquesta, llena de jóvenes justo al inicio del camino, plenos de vida, de esperanzas que comienzan a materializarse, radiantes de talento y de una infinita pujanza que conmueve verles darlo todo, sumergidos en una obra que es el testamento vital y musical de un hombre que estaba a punto de fundirse con el absoluto en el atardecer de una vida plena y sorprendente . Los dos extremos de la existencia humana, ellos al inicio, el maestro a punto de partir y en medio un actor indispensable que los comunique: el director, Josep Pons, que brilló intensamente, convirtiéndose en factor sine qua non esa misteriosa alquimia jamás se hubiera llevado a cabo.

Que Pons es un gran director, ya lo sabíamos, pero la noche del 11 de julio fue una noche en que este experimentado maestro guió hábilmente por los intrincados caminos de la obra, cual Virgilio a una orquesta que lo necesitaba ávidamente. Sin él, aquello pudo naufragar por la talla de semejante reto. Su temple y buen hacer supieron canalizar y guiar el raudal de energía y talento que por momentos saltaba a borbotones aquella noche.

Sin duda, la mayoría de edad le ha llegado a la JONC, treinta años después de su nacimiento. Una mayoría de edad labrada con mucho trabajo, una mayoría de edad que llega preñada de mucha ilusión y que promete dar aun muchos y muy bien sazonados frutos a sus seguidores. Seguimos

«Coronis rediviva»

«Coronis rediviva»
Fotografía de portada cortesía del Teatro Real.  Fotógrafo: © Javier del Real | Teatro Real

 

Cuando en junio de 2018, Raúl Angulo Díaz firmó su espléndida monografía «Coronis, una zarzuela en tiempos de guerra», editada por Ars Hispana, texto indispensable para profundizar en el conocimiento de esta obra del maestro Sebastián Durón, menciona en su introducción que aún en esa fecha no existía ninguna interpretación ni grabación disponible de esta espléndida zarzuela.

La partitura original de la pieza, que está bajo el cuidado de la Biblioteca Nacional de España, fue recuperada paralelamente poco tiempo después por dos grupos: en España, el estreno de «Coronis» corrió a cargo de Los Músicos de Su Alteza, bajo la dirección de su titular Luis Antonio González, en una función efectuada en el Auditorio Nacional de Madrid el 27 de octubre de 2019. En Francia, fue Le Poème Harmonique, dirigido por Vincent Dumestre, los que emprendieron una gira por toda Francia, arrancando en noviembre de ese mismo año en el Théâtre de Caen, la misma que, lamentablemente, se vio malograda por la pandemia de la Covid-19.

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