Tamerlano, ópera en tres actos de G. F. Händel, ha quedado relegada históricamente a un segundo plano dentro del catálogo operístico del compositor. Poco difundida y frecuentemente opacada por títulos como Giulio Cesare, ha sido injustamente considerada una obra menor. Sin embargo, esa comparación resulta no solo injusta, sino profundamente equivocada.
Porque Tamerlano es, por sí misma, una obra de enorme calidad artística. Su planteamiento dramático contrasta radicalmente con el de Giulio Cesare. Aquí no hay grandilocuencia ni escenas espectaculares con grandes masas corales. Es una ópera intimista, contenida, con orquestación reducida, que transita los sutiles caminos de la dignidad frente a la opresión. Sus personajes, para mantenerse fieles a sí mismos, llegan incluso a ofrecer la vida.
Mientras Giulio Cesare deslumbra con vitalidad, orquestación rica y arias exigentes, Tamerlano conmueve desde la introspección. Compararlas directamente no solo carece de sentido, sino que evidencia una visión reduccionista, cuando no malintencionada.
Las oportunidades de ver Tamerlano en escena son escasas. Afortunadamente, el pasado 14 de mayo en el Palau de la Música de Barcelona, René Jacobs —al frente de la excepcional Freiburger Barockorchester— nos regaló una versión concierto de esta obra maestra poco frecuentada.
El formato de concierto para óperas barrocas sigue generando debate. Para algunos, privar al público de una puesta en escena en obras tan largas es casi un despropósito. Para otros —los más entusiastas del género—, esta es la forma ideal de disfrutar plenamente la música sin interferencias visuales forzadas o puestas en escena excesivamente conceptuales que distraen o incluso incomodan. Y Tamerlano, por su carácter introspectivo, funciona especialmente bien en este formato.
Históricamente, esta ópera marca un hito: por primera vez, Händel otorga a un tenor un papel de gran peso dramático. Hasta entonces, el protagonismo recaía en los castrati o en la prima donna, figuras a quienes los compositores destinaban las arias más exigentes. Los tenores ocupaban roles secundarios. Pero en Tamerlano, el personaje de Bajazet —sultán derrotado, íntegro hasta el final— representa un giro de paradigma. Händel le otorga momentos de gran intensidad expresiva, que culminan en un suicidio cargado de nobleza y desesperación.
Escuchar esta ópera bajo la dirección de René Jacobs fue, sin duda, un privilegio. Como es habitual en sus proyectos, la interpretación fluyó con naturalidad, y pese a la extensión de la partitura, la tensión dramática se mantuvo viva en todo momento. La Freiburger Barockorchester fue un socio ideal: precisa, expresiva y atenta a cada gesto del maestro. Jacobs dirigió con inteligencia musical y sensibilidad extrema, dando espacio a los cantantes para ornamentar sin romper la arquitectura del conjunto. Respira con ellos, los acompaña y los eleva.
Del reparto vocal destacó con fuerza la contralto Helena Rasker, que bordó el papel de Irene. Con una voz poderosa, técnica depurada y exquisita musicalidad, cautivó al público en cada intervención.
El otro gran triunfo de la noche fue el joven contratenor Paul-Antoine Bénos-Djian, quien asumió el desafiante rol central con solvencia y expresividad. Händel escribió para este personaje algunas de las arias más complejas de la obra, y Bénos-Djian superó el reto con brillantez.
El tenor Thomas Walker, como Bajazet, cumplió con dignidad un papel muy exigente. Aunque su registro mostró ciertas limitaciones, especialmente en momentos de mayor lirismo, supo mantener el nivel y cerrar con eficacia una interpretación difícil.
La soprano Katherina Ruckgaber lució un timbre hermoso y un gusto refinado en cada intervención. Alexander Chance, como Andrónico, mostró gran musicalidad, aunque en algunos pasajes su voz perdió proyección en el registro grave.
Como mencioné, la obra es larga: más de tres horas de música, alternando arias sublimes con extensos recitativos que pueden volverse áridos para el oyente poco familiarizado con el barroco. Pero el público del Palau —mayoritariamente conocedor y entusiasta— supo valorar la propuesta y disfrutó, sin duda, de una velada musical extraordinaria. Seguimos
El estímulo que una versión más de una sinfonía de Beethoven crea en muchos de nosotros está, francamente, en decadencia. Años de cientos, miles de aproximaciones a las obras sinfónicas del maestro —muchas de ellas realizadas de la manera más pedestre posible— han dado como resultado una devaluación más que ostensible en el gusto del respetable.
Estoy convencido de que, a estas alturas, muchos de vosotros, queridos lectores, estaréis comentando en vuestro fuero interno: “¿Pero qué dice este iluminado? ¡Que Beethoven es Beethoven! ¿Cómo se atreve a decir semejante barbaridad?” Y así, de entrada, querido lector, efectivamente: Beethoven es Beethoven en nuestra cultura musical, indudablemente. Pero esto tiene que ver con una apropiación y una lectura muy específica que se hizo de su figura y de su obra en el siglo XIX. También es cierto que Beethoven, como compositor, es mucho más que sus sinfonías, y sería muy importante que muchos programadores musicales lo tuvieran en cuenta.
Con esto no quiero decir que las nueve sinfonías que escribió el maestro no sean obras extraordinarias, sino que su sobreexplotación y pésimo abordaje han llegado a desvirtuarlas muy ostensiblemente. Porque, como dice aquella canción romántica, que hasta lo bueno cansa… y yo agregaría: si, además, te lo colocan a todas horas, ya no es que canse, es que harta.
¿Tendremos entonces que olvidarnos para siempre de este legado cultural y no tocar ya ni por error estas partituras? En absoluto. Claro que no. Pero cuando las abordemos, habremos de hacerlo de otra manera. Sobre todo, deberemos recuperar el asombro, la mirada limpia y una actitud llena de respeto hacia las verdaderas intenciones de su compositor.
¿Qué quiero decir con esto? Que años de tradición interpretativa han agitado tanto las aguas hasta el punto de no permitirnos ver el fondo del lago: orquestas inmensas, estilos ampulosos y llenos de afectación, la creación de un Beethoven “heroico” que nada tiene que ver con el músico que escribió las obras, y, sobre todo, un inmenso corpus de tradiciones y amaneramientos absurdos. Todo ello conforma solo un pequeño muestrario de las costumbres interpretativas que estas partituras han sufrido.
Poder sentarse a escuchar una lectura que sencillamente tenga como único fin recrear la obra de Beethoven es, en nuestros días, un extraño lujo que, cuando se da, hay que saber aquilatar.
El pasado 6 de mayo, el Palau de la Música de Barcelona fue el escenario donde una de esas peculiares ocasiones tuvo lugar.
Philippe Herreweghe, al frente de la Orchestre des Champs-Élysées, presentó un programa integrado por la Cuarta y la Séptima sinfonías de Beethoven.
El trabajo de Herreweghe es por todos los aficionados de sobra conocido. Su postura es siempre fiel al texto original, pero sin caer en fanatismos absurdos que pueden llegar a distorsionar la obra abordada. Para Herreweghe, la música —ese resultado final que el público escucha al asistir a sus conciertos— es lo más importante, mucho más que una posible tradición interpretativa.
Músico erudito, cada decisión que toma la hace respaldado en un conocimiento profundo de los resortes de las obras que interpreta. Y en esta ocasión no fue la excepción. Ambas sinfonías sonaron luminosas, limpias y llenas de vida.
En el caso de la Sinfonía núm. 4 en Si bemol mayor, op. 60, hablamos de una obra jovial, llena de encanto y energía apolínea. Si hay una sinfonía maltratada en el catálogo de Beethoven, es esta, sin lugar a duda. No en balde, Schumann decía que se trataba de una «esbelta doncella griega entre dos gigantes nórdicas», refiriéndose a que esta Cuarta sinfinía está flanqueada nada más y nada menos que por la Heroica y la mítica Quinta . Al no encajar con la idea preconcebida del Beethoven heroico, habitualmente se la ha visto casi como una obra menor, cuando realmente estamos ante una partitura maravillosa, llena de momentos de ingenio y creatividad increíbles, con una estructura muy sólida y pasajes realmente luminosos que muestran el genio creativo de su autor. Diríamos que el humor lo impregna todo en esta partitura y, aunque arranca con una solemne introducción en modo menor, al llegar el Allegro del primer movimiento, la luz y el buen humor lo inundan todo.
Herreweghe guió con elegancia y musicalidad una lectura muy reconfortante de esta partitura. Con tempi perfectos, llenos de ímpetu pero sin apresuramientos innecesarios, la obra fluyó admirablemente. La orquesta sonó balanceada en todas sus secciones. Resultó poéticamente evocador el hermoso sonido de la sección de vientos madera, tan bien empastados y con ese color rústico que solo da la interpretación con instrumentos originales aporta. La cuerda, asimismo muy robusta, encontró en una sección de violonchelos y contrabajos el sólido anclaje desde donde brillar con intensidad a lo largo de toda la obra.
Muy diferente es el carácter de la que fue llamada la “apoteosis de la danza”, nada más y nada menos que por Wagner.
La Sinfonía núm. 7 en La mayor, op. 92, es una obra que hace cimbrar lo más hondo de nosotros porque apela a nuestra energía dionisíaca, a esa fuerza creativa infinita que late dentro en nuestro interior y que, al entrar en contacto con este tipo de obras, se vuelve sencillamente irrefrenable.
La pieza está evidentemente construida a partir de lo rítmico, de la danza, pero entendida esta como la manifestación corporal, plástica, visible —casi diríamos tangible— de la sabiduría que la música posee y comunica a quien la escucha.
Herreweghe convocó desde su podio al mismo Dionisio, y este acudió a su llamado, haciéndonos bailar desde nuestras butacas en el Palau de la Música Catalana . Si con la Cuarta sinfonía la orquesta sonó llena de luz y transparencia, en la Séptima su sonoridad, aunque contenida y sin aristas ni estridencias de mal gusto, tornó hacia una textura más compacta y poderosa. De nuevo, los bajos y violonchelos fueron clave, soportando con sobrado oficio todo el inmenso edificio armónico de la obra.
Colosales los cornos y las trompetas naturales, que, pese a lo arriesgado de sus partes, supieron aguantar el tipo y lucir brillantes y con rotundidad.
Mención muy especial merece el Allegretto, que Herreweghe condujo por dimensiones poéticas inenarrables. Sin amaneramientos estériles, afectaciones ridículas ni tempi propios de un sepelio, nuestro maestro partió de la nada y, muy poco a poco, nos llevó hasta el cielo.
Beethoven sigue vivo, pero hace falta saber escucharlo. Herreweghe lo hizo posible. Ojalá más se atrevieran a seguir su ejemplo. Claro, eso no es tarea fácil… Seguimos.