Teodor Currentzis: Una flor en el pavimento

No fue un concierto. Fue una invocación.
A veces la música no suena: se enciende. Y este martes 22 de octubre, en el Palau de la Música, la música de Händel ardió en manos de Teodor Currentzis y su ensemble musicAeterna como rara vez se ha visto —o mejor dicho, sentido— en una sala de conciertos.
Había en el ambiente una extraña excitación por lo que el director griego tenía preparado para la ocasión. El público del Palau tiene aún fresco el recuerdo de las anteriores citas en que fue sorprendido por él. La orquesta entró de manera tradicional, entre aplausos respetuosos, seguida por la figura magnética de Currentzis. Hasta ahí, todo dentro del ritual habitual. Pero una vez el maestro alzó las manos, la sala se sumergió en una delgada penumbra —y con ello comenzó el verdadero conjuro.
A lo largo del concierto, el juego con las luces fue esencial. La iluminación se transformaba con cada fragmento, casi como si el propio Händel —tan afecto en su tiempo a los grandes espectáculos— tuviera su propio diseñador escénico. Todo estaba medido y cronometrado a la perfección. Nada sucedió porque sí, y cada nota y cada gesto se hizo para conmover al espectador. Así, la entrada del coro y de los solistas, que no aparecieron como simples intérpretes, sino como personajes de un drama invisible, estuvo previamente coreografiada al detalle, desarrollándose mientras la música ya sonaba, como si emergieran directamente del sonido.
Lo que siguió fue una travesía ininterrumpida de más de cien minutos por el universo dramático y espiritual de Händel. Arias, overtures, himnos, fragmentos de oratorios y óperas se sucedieron sin pausa, hilados con una sensibilidad teatral que evitó la sensación de antología y construyó, en cambio, una experiencia narrativa, casi operística.
El coro fue, en todo momento, un pilar fundamental de esa arquitectura expresiva. Cantaron todo de memoria, con una presencia escénica que combinaba disciplina y libertad, mientras ejecutaban una coreografía sutil pero eficaz. El sonido fue poderoso y perfectamente afinado, con unos bajos robustos y una flexibilidad pasmosa en los cambios de carácter y dinámica. Cada intervención coral fue como una columna de fuego que sostenía la estructura emocional del concierto, aportando una dimensión colectiva de belleza casi arcaica.
Currentzis no dirige, habita. Y lo hace con una intensidad que puede parecer excesiva a quienes no están dispuestos a dejarse llevar, pero que resulta absolutamente genuina para quienes conocen el nivel de entrega con el que trabaja. Su lectura de Händel fue vibrante, contrastada, sin temor al dramatismo, pero nunca afectada. La música danzó, respiró, se desgarró y se elevó.
La orquesta musicAeterna, liderada por su extraordinaria concertino, sonó sencillamente genial. Precisa, enérgica, flexible, con una paleta de matices inagotable. Parecían una banda de rock barroco sobre el esecenario: no por volumen, sino por actitud, convicción y potencia expresiva. Fue una interpretación de cuerpo entero, sin miedo al riesgo, al filo, al temblor. Cada acorde fue generado desde el interior de unos intérpretes que aman profundamente esta música y que ven en ella un modo de transformar la vida de sus escuchas.
Las voces solistas, provenientes de la Academia Anton Rubinstein, fueron una verdadera revelación. Todas ellas —jóvenes, pero extraordinariamente bien guiadas— mostraron un dominio técnico sólido, una expresividad refinada y un compromiso emocional evidente. La dirección de Currentzis se hizo sentir también aquí: en el fraseo, en los silencios, en las miradas. Siempre atento, siempre solícito, siempre presente.
Tatiana Bikmukhametova, Anhelina Mikhailova, Daria Lebedeva, Galina Menkova, Tatiana Vikhareva y Yulia Vakula, así como el contratenor Andrey Nemzer —quien además ejerció como coach vocal del grupo— fueron las voces que incendiaron nuestros corazones con cada aria leída desde lo más hondo de la partitura. Todos brillaron sin estridencias ni exageraciones. Fue una celebración de la belleza vocal entendida como honestidad expresiva. Arias como “Piangerò la sorte mia”, “Pena tiranna” o “Eternal Source of Light Divine” fueron abordadas con una sobriedad conmovedora. No hubo divismos. No hubo trampas emocionales. Solo música desnuda y viva, lanzada al mundo con el coraje que da la verdad.
En tiempos donde tanto arte parece dominado por lo banal, lo vulgar, lo superficial, o directamente lo feo, lo que hace Currentzis es casi heroico. Su apuesta por la belleza —pero no una belleza complaciente, sino exigente, radical, incluso peligrosa— se siente como una flor brotando en medio del pavimento. No hay ironía, no hay cinismo en su gesto. Hay un deseo auténtico de conmover, de sacudir, de elevar. Y esa voluntad, cuando se plasma con la seriedad y el talento con que lo hace el maestro, se convierte en un acto de resistencia. En una afirmación poética de que el arte todavía puede cambiar cosas, de que es el arte la única esperanza que nos queda ya.
Händel, con Currentzis, no suena como música de archivo, ni como arte de museo. Suena como si estuviera siendo escrita ahora mismo, por alguien que tiene algo urgente que decir. Y eso, justamente, es lo que distingue a los grandes intérpretes de los demás. Lo vivido la noche del martes 21 en el Palau no fue una interpretación más o menos afortunada de música barroca. Fue una revelación. Seguimos.