«Cuando la sinfonía es espejo: Herreweghe y el alma de Beethoven»

«Cuando la sinfonía es espejo: Herreweghe y el alma de Beethoven»

Philippe Herreweghe – Orquesta de los Campos Elíseos
Palau de la Música Catalana – 23 de octubre de 2025

En 1808, en el Theater an der Wien, Beethoven presentó por primera vez su Sinfonía n.º 6 “Pastoral” y, a continuación, la n.º 5. Fue un concierto maratónico, como solían ser en esa época: con estrenos, improvisaciones y un público congelado por el frío —resulta que había fallado la calefacción en pleno diciembre—. Más de dos siglos después, ese maridaje entre lo bucólico y lo trágico sigue funcionando, y vuelve a estremecer en la sala modernista del Palau de la Música.

Al enfrentarse a estas obras hoy, uno podría pensar que ya no queda nada por descubrir. Han sido interpretadas, grabadas, analizadas hasta el cansancio. Si hay partituras que han sido víctimas de los mil y un caprichos de los más estrafalarios directores a lo largo de la historia, esas son sin duda las sinfonías de Beethoven —especialmente la Quinta—. Y sin embargo, allí estábamos: escuchándolas otra vez, buscando en ellas nuevas verdades. Beethoven de nuevo nos convocaba, y cientos de personas acudimos a su llamado.

Beethoven no fue el primero en expresar en su obra los sentimientos más íntimos del ser humano, desde luego, pero sí fue el primero que lo hizo con tanta contundencia y rotundidad, haciendo de ello la materia prima de su quehacer artístico. Su obra nos pone frente al espejo de nuestra pequeñez e insignificancia como seres; pone de relieve nuestras inmensas fragilidades y, al mismo tiempo, nos susurra al oído que podemos ser nosotros mismos quienes, a través del trabajo, el esfuerzo constante y la entrega absoluta, logremos convertirnos en héroes de nuestra propia historia. Desde que el maestro alumbró sus sinfonías, escuchar una obra de este tipo dejó de ser solo un ejercicio estético, un acto de apaciguamiento moral o un simple entrenamiento trivial, para pasar a ser una experiencia emocional, trascendente en lo individual. Un acto de autoexploración y redención de nuestras penas más internas.

La noche del pasado 23 de octubre, Philippe Herreweghe apareció sobre el escenario del Palau de la Música de Barcelona con su modestia característica: todo de negro, con ropas sencillas, sin batuta, y con una edición Urtext impecable bajo el brazo. Su enfoque —austero, detallado, absolutamente humano— logró algo inusual: despojar a las sinfonías de su peso retórico y devolverles la naturalidad. Subió con cierta dificultad al podio y miró con entusiasmo a los músicos de la Orquesta de los Campos Elíseos, dando inicio a la ejecución de la sinfonía “Pastoral” tras una sonrisa compartida con ellos.

Su lectura fluyó como un paseo sin prisa. Nada en su concepción de la obra delató trivialidad o sentimentalismo barato, plaga que históricamente ha acompañado muchas de las lecturas de esta sinfonía. Herreweghe evitó el rubato excesivo y dejó que los motivos respiraran como si los músicos mismos caminaran por un sendero. La articulación fue limpia, ligera; los vientos, especialmente las flautas y oboes, brillaron con una dulzura orgánica, luciendo una sonoridad abellotada y muy homogénea. El ensamble entre las secciones fue sencillamente perfecto. Uno podía solazarse en medio de ese bosque sonoro y disfrutar de cada una de las capas melódicas que integraban ese todo, perfectamente ensamblado. En el “Trueno” del cuarto movimiento no hubo grandilocuencia, pero sí una energía concentrada, un poder interno que contrastó maravillosamente con la serenidad final del “Himno de gratitud”.

La Quinta, por otro lado, fue otra historia. Aquí sí apareció el peso del destino, pero comprimido en un puño firme. Herreweghe eligió tempi vivos, casi urgentes, pero sin precipitación. El célebre motivo inicial no fue una sentencia, sino una llamada. El desarrollo fue un ir y venir de tensiones calculadas, sin dramatismo artificial. El Allegro con brio marcado en la partitura original se cumplió inexorablemente, y quizás se extrañó un poco de poesía en la pequeña cadencia que hacia el final del primer movimiento tiene el oboe. El tercer movimiento, con ese juego de sombras y retazos de fuga, fue uno de los momentos más intensos de la noche. Las cuerdas lucieron poderosas, robustas, llenas de una vitalidad casi dionisíaca, que anunciaba, tras el paso por la oscuridad del enlace al cuarto movimiento, la luz que estaba por llegar.

Y tras ese pasaje de oscuridad y penumbra que finaliza el tercer movimiento, llegó la luz, con un poderoso modo mayor y con toda la orquesta sonando a plenitud. Beethoven nos hace sentir en este pasaje de transición la angustia de sentirse sin salida, de no encontrarle solución a la vida, esas irrefrenables ganas de dejarlo todo y simplemente  caer. Y de súbito, en un arrollador crescendo, la luz surge de la más absoluta penumbra.

Una vez llegado el triunfo, Herreweghe evitó el heroísmo fácil. No necesitó alzar la voz. Porque más que un triunfo, es realmente una liberación conquistada con mucho esfuerzo y trabajo interno. La calidad sonora que en este movimiento suele verse muy comprometida, en manos de nuestro director estuvo perfectamente controlada, conduciendo a la orquesta a un final luminoso, sin estridencias, sin vulgaridad ni sobreactuaciones histéricas.

Quizás una de las cosas que más admiro en Philippe Herreweghe —además de su humildad— es, precisamente, que cuando lee cualquier obra, lo hace buscando la verdad que hay detrás de las notas. Los sonidos, la belleza sensorial que nos atrae a ellos, ocultan en realidad una verdad mucho más profunda que meros sonidos más o menos bellos o agradables de escuchar, y Herreweghe inevitablemente va siempre en búsqueda de esa verdad, que es profundamente humana.

Al salir del Palau, pensé en eso: tal vez la mejor manera de honrar estas obras no es hacerlas sonar como si fueran sagradas per se, sino devolverles su aliento humano. Herreweghe y su orquesta lo lograron con elegancia, sin excesos, sin fuegos artificiales. Solo música, hecha con amor y con verdad. Seguimos

Teodor Currentzis: Una flor en el pavimento

Teodor Currentzis: Una flor en el pavimento

No fue un concierto. Fue una invocación.
A veces la música no suena: se enciende. Y este martes 22 de octubre, en el Palau de la Música, la música de Händel ardió en manos de Teodor Currentzis y su ensemble musicAeterna como rara vez se ha visto —o mejor dicho, sentido— en una sala de conciertos.

Había en el ambiente una extraña excitación por lo que el director griego tenía preparado para la ocasión. El público del Palau tiene aún fresco el recuerdo de las anteriores citas en que fue sorprendido por él. La orquesta entró de manera tradicional, entre aplausos respetuosos, seguida por la figura magnética de Currentzis. Hasta ahí, todo dentro del ritual habitual. Pero una vez el maestro alzó las manos, la sala se sumergió en una delgada penumbra —y con ello comenzó el verdadero conjuro.

A lo largo del concierto, el juego con las luces fue esencial. La iluminación se transformaba con cada fragmento, casi como si el propio Händel —tan afecto en su tiempo a los grandes espectáculos— tuviera su propio diseñador escénico. Todo estaba medido y cronometrado a la perfección. Nada sucedió porque sí, y cada nota y cada gesto se hizo para conmover al espectador. Así, la entrada del coro y de los solistas, que no aparecieron como simples intérpretes, sino como personajes de un drama invisible, estuvo previamente coreografiada al detalle, desarrollándose mientras la música ya sonaba, como si emergieran directamente del sonido.

Lo que siguió fue una travesía ininterrumpida de más de cien minutos por el universo dramático y espiritual de Händel. Arias, overtures, himnos, fragmentos de oratorios y óperas se sucedieron sin pausa, hilados con una sensibilidad teatral que evitó la sensación de antología y construyó, en cambio, una experiencia narrativa, casi operística.

El coro fue, en todo momento, un pilar fundamental de esa arquitectura expresiva. Cantaron todo de memoria, con una presencia escénica que combinaba disciplina y libertad, mientras ejecutaban una coreografía sutil pero eficaz. El sonido fue poderoso y perfectamente afinado, con unos bajos robustos y una flexibilidad pasmosa en los cambios de carácter y dinámica. Cada intervención coral fue como una columna de fuego que sostenía la estructura emocional del concierto, aportando una dimensión colectiva de belleza casi arcaica.

Currentzis no dirige, habita. Y lo hace con una intensidad que puede parecer excesiva a quienes no están dispuestos a dejarse llevar, pero que resulta absolutamente genuina para quienes conocen el nivel de entrega con el que trabaja. Su lectura de Händel fue vibrante, contrastada, sin temor al dramatismo, pero nunca afectada. La música danzó, respiró, se desgarró y se elevó.

La orquesta musicAeterna, liderada por su extraordinaria concertino, sonó sencillamente genial. Precisa, enérgica, flexible, con una paleta de matices inagotable. Parecían una banda de rock barroco sobre el esecenario: no por volumen, sino por actitud, convicción y potencia expresiva. Fue una interpretación de cuerpo entero, sin miedo al riesgo, al filo, al temblor. Cada acorde fue generado desde el interior de unos intérpretes que aman profundamente esta música y que ven en ella un modo de transformar la vida de sus escuchas.

Las voces solistas, provenientes de la Academia Anton Rubinstein, fueron una verdadera revelación. Todas ellas —jóvenes, pero extraordinariamente bien guiadas— mostraron un dominio técnico sólido, una expresividad refinada y un compromiso emocional evidente. La dirección de Currentzis se hizo sentir también aquí: en el fraseo, en los silencios, en las miradas. Siempre atento, siempre solícito, siempre presente.

Tatiana Bikmukhametova, Anhelina Mikhailova, Daria Lebedeva, Galina Menkova, Tatiana Vikhareva y Yulia Vakula, así como el contratenor Andrey Nemzer —quien además ejerció como coach vocal del grupo— fueron las voces que incendiaron nuestros corazones con cada aria leída desde lo más hondo de la partitura. Todos brillaron sin estridencias ni exageraciones. Fue una celebración de la belleza vocal entendida como honestidad expresiva. Arias como “Piangerò la sorte mia”, “Pena tiranna” o “Eternal Source of Light Divine” fueron abordadas con una sobriedad conmovedora. No hubo divismos. No hubo trampas emocionales. Solo música desnuda y viva, lanzada al mundo con el coraje que da la verdad.

En tiempos donde tanto arte parece dominado por lo banal, lo vulgar, lo superficial, o directamente lo feo, lo que hace Currentzis es casi heroico. Su apuesta por la belleza —pero no una belleza complaciente, sino exigente, radical, incluso peligrosa— se siente como una flor brotando en medio del pavimento. No hay ironía, no hay cinismo en su gesto. Hay un deseo auténtico de conmover, de sacudir, de elevar. Y esa voluntad, cuando se plasma con la seriedad y el talento con que lo hace el maestro, se convierte en un acto de resistencia. En una afirmación poética de que el arte todavía puede cambiar cosas, de que es el arte la única esperanza que nos queda ya.

Händel, con Currentzis, no suena como música de archivo, ni como arte de museo. Suena como si estuviera siendo escrita ahora mismo, por alguien que tiene algo urgente que decir. Y eso, justamente, es lo que distingue a los grandes intérpretes de los demás. Lo vivido la noche del martes 21  en el Palau no fue una interpretación más o menos afortunada de música barroca. Fue una revelación. Seguimos.