“Contra la costumbre: Herreweghe y la urgencia de volver a escuchar”

“Contra la costumbre: Herreweghe y la urgencia de volver a escuchar”

El estímulo que una versión más de una sinfonía de Beethoven crea en muchos de nosotros está, francamente, en decadencia. Años de cientos, miles de aproximaciones a las obras sinfónicas del maestro —muchas de ellas realizadas de la manera más pedestre posible— han dado como resultado una devaluación más que ostensible en el gusto del respetable.

Estoy convencido de que, a estas alturas, muchos de vosotros, queridos lectores, estaréis comentando en vuestro fuero interno: “¿Pero qué dice este iluminado? ¡Que Beethoven es Beethoven! ¿Cómo se atreve a decir semejante barbaridad?” Y así, de entrada, querido lector, efectivamente: Beethoven es Beethoven en nuestra cultura musical, indudablemente. Pero esto tiene que ver con una apropiación y una lectura muy específica que se hizo de su figura y de su obra en el siglo XIX. También es cierto que Beethoven, como compositor, es mucho más que sus sinfonías, y sería muy importante que muchos programadores musicales lo tuvieran en cuenta.

Con esto no quiero decir que las nueve sinfonías que escribió el maestro no sean obras extraordinarias, sino que su sobreexplotación y pésimo abordaje han llegado a desvirtuarlas muy ostensiblemente. Porque, como dice aquella canción romántica, que hasta lo bueno cansa… y yo agregaría: si, además, te lo colocan a todas horas, ya no es que canse, es que harta.

¿Tendremos entonces que olvidarnos para siempre de este legado cultural y no tocar ya ni por error estas partituras? En absoluto. Claro que no. Pero cuando las abordemos, habremos de hacerlo de otra manera. Sobre todo, deberemos recuperar el asombro, la mirada limpia y una actitud llena de respeto hacia las verdaderas intenciones de su compositor.

¿Qué quiero decir con esto? Que años de tradición interpretativa han agitado tanto las aguas hasta el punto de no permitirnos ver el fondo del lago: orquestas inmensas, estilos ampulosos y llenos de afectación, la creación de un Beethoven “heroico” que nada tiene que ver con el músico que escribió las obras, y, sobre todo, un inmenso corpus de tradiciones y amaneramientos absurdos. Todo ello conforma solo un pequeño muestrario de las costumbres interpretativas que estas partituras han sufrido.

Poder sentarse a escuchar una lectura que sencillamente tenga como único fin recrear la obra de Beethoven es, en nuestros días, un extraño lujo que, cuando se da, hay que saber aquilatar.

El pasado 6 de mayo, el Palau de la Música de Barcelona fue el escenario donde una de esas peculiares ocasiones tuvo lugar.

Philippe Herreweghe, al frente de la Orchestre des Champs-Élysées, presentó un programa integrado por la Cuarta y la Séptima sinfonías de Beethoven.

El trabajo de Herreweghe es por todos los aficionados de sobra conocido. Su postura es siempre fiel al texto original, pero sin caer en fanatismos absurdos que pueden llegar a distorsionar la obra abordada. Para Herreweghe, la música —ese resultado final que el público escucha al asistir a sus conciertos— es lo más importante, mucho más que una posible tradición interpretativa.

Músico erudito, cada decisión que toma la hace respaldado en un conocimiento profundo de los resortes de las obras que interpreta. Y en esta ocasión no fue la excepción. Ambas sinfonías sonaron luminosas, limpias y llenas de vida.

En el caso de la Sinfonía núm. 4 en Si bemol mayor, op. 60, hablamos de una obra jovial, llena de encanto y energía apolínea. Si hay una sinfonía maltratada en el catálogo de Beethoven, es esta, sin lugar a duda. No en balde, Schumann decía que se trataba de una «esbelta doncella griega entre dos gigantes nórdicas», refiriéndose a que esta Cuarta  sinfinía está flanqueada nada más y nada menos que por la Heroica y la mítica Quinta . Al no encajar con la idea preconcebida del Beethoven heroico, habitualmente se la ha visto casi como una obra menor, cuando realmente estamos ante una partitura maravillosa, llena de momentos de ingenio y creatividad increíbles, con una estructura muy sólida y pasajes realmente luminosos que muestran el genio creativo de su autor. Diríamos que el humor lo impregna todo en esta partitura y, aunque arranca con una solemne introducción en modo menor, al llegar el Allegro del primer movimiento, la luz y el buen humor lo inundan todo.

Herreweghe guió con elegancia y musicalidad  una lectura muy reconfortante de esta partitura. Con tempi perfectos, llenos de ímpetu pero sin apresuramientos innecesarios, la obra fluyó admirablemente. La orquesta sonó  balanceada en todas sus secciones. Resultó poéticamente  evocador el hermoso sonido de la sección de vientos madera, tan bien empastados y con ese color rústico que solo da la interpretación con instrumentos originales aporta. La cuerda, asimismo muy robusta, encontró en una sección de violonchelos y contrabajos el sólido anclaje desde donde brillar con intensidad a lo largo de toda la obra.

Muy diferente es el carácter de la que fue llamada la “apoteosis de la danza”, nada más y nada menos que por Wagner.

La Sinfonía núm. 7 en La mayor, op. 92, es una obra que hace cimbrar lo más hondo de nosotros porque apela a nuestra energía dionisíaca, a esa fuerza creativa infinita que late dentro en nuestro interior  y que, al entrar en contacto con este tipo de obras, se vuelve sencillamente irrefrenable.

La pieza está evidentemente construida a partir de lo rítmico, de la danza, pero entendida esta como la manifestación corporal, plástica, visible —casi diríamos tangible— de la sabiduría que la música posee y comunica a quien la escucha.

Herreweghe convocó desde su podio al mismo Dionisio, y este acudió a su llamado, haciéndonos bailar desde nuestras butacas en el Palau de la Música Catalana . Si con la Cuarta sinfonía la orquesta sonó llena de luz y transparencia, en la Séptima su sonoridad, aunque contenida y sin aristas ni estridencias de mal gusto, tornó hacia una textura más compacta y poderosa. De nuevo, los bajos y violonchelos fueron clave, soportando con sobrado oficio todo el inmenso edificio armónico de la obra.

Colosales los cornos y las trompetas naturales, que, pese a lo arriesgado de sus partes, supieron aguantar el tipo y lucir brillantes y con rotundidad.

Mención muy especial merece el Allegretto, que Herreweghe condujo por dimensiones poéticas inenarrables. Sin amaneramientos estériles, afectaciones ridículas ni tempi propios de un sepelio, nuestro maestro partió de la nada y, muy poco a poco, nos llevó hasta el cielo.

Beethoven sigue vivo, pero hace falta saber escucharlo. Herreweghe lo hizo posible. Ojalá más se atrevieran a seguir su ejemplo. Claro, eso no es tarea fácil… Seguimos.

Autoridad y talento. María Dueñas, entre las más grandes ya.

Autoridad y talento. María Dueñas, entre las más grandes ya.

La historia entre Estados Unidos y Europa está jalonada de incidentes muy parecidos a los que parece que estamos abocados a vivir con la llegada del nuevo inquilino de la Casa Blanca. Hay, de parte de ambos lados, mucha admiración y respeto, ciertamente, pero también, y casi en la misma proporción, una enorme cantidad de recelos y desconfianza. Si nos circunscribimos a nuestro ámbito musical, aquí en Europa siempre hemos visto con cierto desdén a los autores norteamericanos, a quienes calificamos, al menos en parte, de chabacanos. Sin embargo, del mismo modo, hemos aplaudido y amado con todo el corazón a sus memorables orquestas y solistas incomparables.

Es muy frecuente, en este lado del charco, que cuando al menos la mitad de un programa está impregnado de música norteamericana, frunzamos el ceño en nuestro fuero interno y nos lamentemos de no escuchar a aquella maravillosa orquesta con algo más «serio». La pasada semana, en Barcelona, tuvimos, en más de un sentido, un caso como el que os describo.

La Orquesta Philharmonia de Londres, dentro de una gira por algunas ciudades españolas, se presentó en el Palau de la Música de Barcelona el pasado 13 de enero. Ni el intenso frío, ni un programa que en su primera mitad solo resultaba atractivo para los más cafeteros espantaron a los asistentes, quienes llenaron la sala de conciertos y agasajaron posteriormente al conjunto inglés por el espectáculo brindado. Esta orquesta, que es sin duda una de las mejores del mundo, ha sabido mantener, pese al duro ambiente que impera actualmente en el Reino Unido en materia musical (seis programas en dos semanas, por ejemplo, y un altísimo nivel competitivo entre todas las orquestas del país), los elevados estándares de interpretación y musicalidad que tanto la distinguen.

Al frente de este ejército de generales contamos con el saber hacer de quien es, sin duda, la decana de las directoras de orquesta en la actualidad: me refiero a la neoyorquina Marin Alsop, principal directora invitada de la agrupación londinense. Discípula y protegida de Leonard Bernstein, Alsop es además principal invitada de la Orquesta de Filadelfia y titular de la Sinfónica de la ORF en Viena. Lamentablemente, su carrera no ha alcanzado las cotas de excelencia que merecería, algo absolutamente injusto, pues sigue sin tocar el olimpo de las grandes directoras, como lo ha hecho, por ejemplo, la australiana Simone Young, quien ya se ha subido al podio de la Filarmónica de Viena y de la Filarmónica de Berlín en varias ocasiones, además de dirigir en los fosos de Bayreuth y la Staatsoper de Viena.

La parte solista del concierto estuvo a cargo de un absoluto prodigio: alguien que, estamos seguros, llegará a ser una de las mejores violinistas de su generación. Nacida en Granada y aún en formación en Viena, María Dueñas es la mayor de tres hermanas, hijas de un guardia civil y una maestra que lo han dado todo para que sus hijas  se abran camino en este complicado mundo. La familia se trasladó primero a Alemania y luego a Viena para que María pudiera estudiar en el mejor ambiente posible.

María comenzó a dar grandes satisfacciones muy pronto y, en 2021, con apenas 18 años, ganó el primer premio del Concurso Yehudi Menuhin. En septiembre de 2022 firmó un contrato con la discográfica alemana Deutsche Grammophon. Pese a estos y otros muchos galardones, y a la creciente cantidad de invitaciones que recibe de todo el mundo, ella sigue asistiendo a sus clases en la Universidad de Música y Arte Dramático de Viena. Además, de continuar  siendo una joven de apenas 22 años, con toda una vida por disfrutar, con ese brillo especial en los ojos que solo da la juventud y con un trato amable y sencillo.

 

La primera obra del programa fue Strum, una pieza de la neoyorquina Jessie Montgomery, egresada de Juilliard y doctora en composición por la Universidad de Princeton. Es música muy amable y fácil de escuchar, que suele desconcertar al oyente medio, quien, prevenido como se está ante obras de nuevo cuño, encuentra deliciosamente desconcertantes las armonías plácidas y consonantes de Montgomery. Alguien  sentado muy cerca de mi   resumió perfectamente la experiencia al intentar explicárselo a su acompañante: «¿No ves que es música americana?». Justo en ese momento recordé lo que mencionaba al inicio de esta crónica:nuestros prejuicios culturales nos hacen explicar de un determinado modo el que no estemos sangrando por los oídos y una de esas razones es sin  duda,  que es «música americana», o sea, música  sin tanta gradación, o quizás debería expresarlo en términos alimenticios , es música más  light y por ello inicua

Llegó entonces el turno de la obra concertante del programa: el Concierto para violín y orquesta de Erich Wolfgang Korngold, una magnífica pieza que poco a poco va ganando un lugar entre los grandes conciertos para violín, aunque en algunos círculos ultraconservadores siga cargando con el sambenito de ser música ligera, «demasiado americana» para ser tomada en cuenta.

La obra, escrita justo después de la derrota y muerte de Hitler, fue un intento de reivindicación de Korngold como compositor «serio». Nacido y formado en Austria, Korngold se refugió en EE. UU. durante la guerra, siendo de origen judío. Allí trabajó en la floreciente industria cinematográfica, marcando profundamente el estilo hollywoodense con sus orquestaciones tardorrománticas y su lirismo exacerbado.

Algunos críticos de renombre mostraron su decepción por la elección de esta obra como parte del programa, aunque todos coincidieron en elogiar el enorme talento de María Dueñas

De temperamento intenso y sensible,  posee ya un sonido muy potente y poliédrico  que atraviesa con autoridad y fuerza  las salas en las que se presenta.  Pese a su juventud, su técnica es ya perfecta y muy sólida , cuenta con una  afinación infalible y un arco ágil y fiable, que sabe utilizar con mucha  sabiduría . Su vibrato es muy poderoso y brillante  y lo utiliza con generosidad en  los pasajes que así lo requieren. Fue una absoluta delicia verla abordar una obra tan compleja a nivel técnico como el concierto de  Korngold, que construyó su concierto como un  galimatías técnico para el solista, adornado por melodías aparentemente inicuas, y muy hermosas pero que requieren del intérprete una entrega absoluta.

Es en el último movimiento del concierto donde el compositor reservó su mayor arsenal de retos técnicos, que María Dueñas resolvió con autoridad. Previamente, habíamos escuchado un hermoso segundo movimiento muy lírico, una inspirada Romanza donde Dueñas mostró un excelente rubato y una capacidad expresiva muy profunda.

El Palau de la Música se entregó en cuerpo y alma a la granadina, ovacionándola durante mucho tiempo. Su triunfo fue literalmente apoteósico y muy merecido, pues estamos ante una extraordinaria violinista.

La segunda parte del programa estuvo consagrada a lo que, sin duda, es la mejor obra orquestal de Prokófiev: la música que compuso para el ballet Romeo y Julieta, popularizada en todo el mundo a través de tres suites. Recientemente, muchos directores presentan sus propias versiones de la obra, y la maestra Alsop no fue la excepción. Sin embargo, se cometió un error notable , al menos en los conciertos ofrecidos en Madrid y Barcelona, pues el programa anunciado incluía el siguiente orden: Montescos y Capuletos, La joven Julieta, Máscaras, Fray Lorenzo, Danza, Muerte de Teobaldo, Romeo en la tumba de Julieta y Muerte de Julieta. Sin embargo, Alsop dirigió tres números más que no estaban indicados, lo que provocó una evidente desorientación en el público. Durante varios minutos, muchos asistentes releían sus programas, intentando entender por qué las cuentas no les cuadraban.

La orquesta, no obstante, sonó imponente: compacta y precisa, con balances delicados y perfectamente logrados. Por algo la Philharmonia es una de las mejores orquestas del mundo, fiel a una sonoridad muy británica y a un saber hacer que se mantiene incluso bajo la presión de las exigencias modernas del negocio musical, que a menudo imponen jornadas casi inhumanas. Fue un placer escuchar sus cuerdas aterciopeladas, sus maderas perfectamente timbradas y engrasadas en el corazón del aparato orquestal, complementadas por unos metales robustos y poderosos. Sin duda, un sueño de orquesta.

Muchos han acusado a Marin Alsop de ser una directora monótona y sin demasiada garra sobre el podio. En mi opinión, Alsop es una gran música que conoce perfectamente su oficio, pero, sobre todo, es muy eficiente. Efectiva sería quizás el término adecuado. Jamás hará un movimiento innecesario, dejando que la orquesta brille por sí misma y promoviendo entre sus músicos una autonomía y expresividad muy apreciables. En esta ocasión, Alsop permitió que momentos tan icónicos como la Muerte de Teobaldo estremecieran la sala sin freno, gracias a la potencia sonora que logró imprimir a la interpretación.

Brillante concierto el que pudimos disfrutar el pasado 13 de enero. Salimos, en medio de una noche gélida, con el buen sabor de boca de una gran velada, pero, sobre todo, con la firme impresión de que acabábamos  de ver a una gran violinista que, estoy absolutamente seguro, escribirá su nombre entre las mejores de su tiempo. Seguimos.

 

Un plaisir absolu madame

Un plaisir absolu madame

Recuerdo que, por Navidad, en mi casa, cuando era muy pequeño, mi padre solía poner un disco cuya portada decía algo así como Grandes éxitos navideños de la música clásica. Aquello daba sabor de hogar, además de un toque de distinción a las reuniones familiares. En aquel estimado álbum había las más diversas piezas en su enésima versión grabada. Nada fuera de lo normal: obras que todos hemos escuchado hasta la náusea, pero que, en mi caso, contribuyeron a que mi gusto musical se forjara y aquella música se convirtiera en parte de mi cotidianidad.

Destacaban, entre ese grupo de obras que algún osado productor consideró aptas para incluir en un álbum navideño, la Música acuática de Haendel, junto con la Música para los reales fuegos de artificio del mismo compositor. El repertorio se complementaba con obras de Mozart y Corelli, por mencionar solo algunos ejemplos. Sin embargo, si había una pieza que desde siempre me fascinó, esa era el Aria de la Suite orquestal n.º 3 de Bach, con su hermosa melodía principal que lo envolvía todo, mientras un exquisito contrapunto en las voces inferiores tejía filigranas llenas de encanto y profundidad.

Aquel disco, cuando faltaron mis padres, se perdió irremisiblemente. Al ser un compendio tan variopinto, era casi un sueño imposible pensar en un concierto que reuniera en un solo lugar aquellas obras que, en mi niñez, le dieron tono y empaque clásico a mi Navidad. Sin embargo, la vida, que constantemente nos sorprende, me tenía reservada una agradable noticia: la clavecinista y directora Emmanuelle Haïm, al frente de su muy estimable grupo Le Concert d’Astrée, daría una gira por varias ciudades españolas en el mes de diciembre, presentando un programa precisamente integrado por varias de esas entrañables obras.

 

Así, el pasado 11 de diciembre, en el Palau de la Música, se presentó una de las personalidades más importantes del mundo de la “música antigua”. Haïm inició la velada con laSuite en re mayor, HMV 349de laMúsica acuática haendeliana, para concluir la primera parte con laSuite orquestal n.º 3 en re mayor, BWV 1068, de J. S. Bach. Tras un breve descanso, remató la velada con laSuite en fa mayor, HWV 348de laMúsica acuáticade Haendel y culminó el concierto con la imponenteMúsica para los reales fuegos de artificio, HWV 351, del mismo compositor británico

Hacía mucho tiempo que no disfrutábamos en esta ciudad del extraordinario trabajo de Emmanuelle Haïm ni del sonido tan profundamente francés de suConcert d’Astrée. El programa elegido, pese a encajar en lo que podríamos llamar un concierto “para todos los públicos” por la belleza y la alta factura de cada pieza, y sobre todo por la rotundidad de su mensaje, encerraba riesgos que solo los más entendidos lograban percibir. Las cuatro suites que tanto hemos disfrutado los melómanos desde grabaciones —como aquel disco seudo navideño de mi infancia— utilizan trompas y trompetas naturales, instrumentos notoriamente poco fiables en cuanto a afinación en un concierto en vivo. Se requieren intérpretes muy experimentados para abordar un programa de este tipo con ciertas garantías de calidad.

La noche del 11 de diciembre, en el Palau, salvo alguna nota aislada que pudo sonar algo desafinada, los músicos del Concert d’Astréeofrecieron una verdadera cátedra de musicalidad y dominio técnico ante un desafío de tal magnitud.

 

Emmanuelle Haïm dirigiendo Le Concert de Astrée en el Palau de la Música. A. BOFILL / BCN CLÀSSICS

 

 

En el caso de las tres piezas de Haendel, estamos hablando de obras escritas para el servicio de la corona británica en momentos históricos concretos. Nunca debemos olvidar que muchas de las grandes obras que hoy reverenciamos fueron pensadas y pagadas por el poder, para uso de ese poder y sus representantes. El arte, en ocasiones, no es tan puro como algunos nos han querido hacer creer.

Por ejemplo, las suites de laMúsica acuáticafueron concebidas para acompañar al primer rey de la casa de Hannover, Jorge I, mientras navegaba con su comitiva por el Támesis, en una aparición pública diseñada para acercar al monarca a su pueblo. La música es perfecta para la ocasión: impactante y solemne, proporcionando un marco incomparable para presentar ante los londinenses a un rey que apenas había llegado al trono, que no hablaba inglés y que vivía de espaldas a sus súbditos. Años después, el hijo de este primer Hannover ascendió al trono británico como Jorge II. Tras ganar la guerra de Sucesión Austriaca, principalmente contra Francia, en 1749 firmó el Tratado de Aquisgrán y quiso conmemorar la ocasión encargando a Haendel —¿quién más?— una música que ensalzara el nombre de Gran Bretaña. Aunque los fuegos artificiales de aquella celebración terminaron descontrolándose, la música, como siempre, fue un éxito rotundo.

En cuanto a laSuite orquestal n.º 3 de Bach, estamos hablando de una obra que pertenece al género de la “ouverture a la francesa”, un estilo que Bach cultivó poco, pero en el que nos dejó cuatro suites simplemente maravillosas. Estas piezas combinan la jovialidad y la energía con la inspiración melódica de raíz italiana y el profundo conocimiento armónico y contrapuntístico germano. En concreto la tercera de estas suites, que es la que escuchamos la noche del día 11 de diciembre, cuenta con  el Aria, segundo movimiento de la suite.  pieza celebérrima donde las haya,  y que ha deleitado a millones de personas en todo el mundo.

Aunque las cuatro obras del programa fueron compuestas en tiempos y circunstancias muy distintas, hay un hilo conductor que las vertebra y da coherencia al concierto: la innegable influencia de la tradición musical francesa, que rezuma en todas ellas. Es precisamente aquí donde reside el gran valor de la interpretación de Emmanuelle Haïm y Le Concert d’Astrée, una autoridad en este repertorio.

Tanto Haendel como Bach, cuando escribieron las obras de este repertorio, lo hicieron respetando los usos y las maneras de la tradición orquestal francesa del momento que había surgido con Lully no hacía demasiado tiempo en la corte del Rey Sol. Cierto, cada compositor  adaptó este acervo y lo integró  a su estilo de una manera singularísima y genial. Este proceso de integración de las diferentes escuelas del momento, es lo que hace que las piezas de estos maestros sean tan potentes y robustas.

Emmanuelle Haïm dirigiendo Le Concert de Astrée en el Palau de la Música. A. BOFILL / BCN CLÀSSICS

 

 

Para un público lego en la materia, lo mismo da un conjunto inglés, italiano que francés, pero una orquesta por ejemplo como Le Concert d’Astrée con una bagaje cultural y musical bien diferenciado, las tradiciones interpretativas, las maneras de ornamentar y de resonar los instrumentos pesan y mucho.

Emmanuelle Haïm  no solo conocé a la perfección este repertorio, si no que lo ama profundamente y en consecuencia lo defiende con una vehemencia sencillamente maravillosa. Verla en el pódium puede ser leído de muchas maneras, pues su gestualidad está libre de todo atavismo snob que  la limite. Es pura espontaneidad y emoción en el escenario.  Ella busca guiar, compartir la emoción de esa música que tanto significa para ella y sus compañeros músicos. El resultado es una lectura docta y bien mesurada , basada en sólidos conocimientos y anclada en la más profunda tradición, pero con esa chispa de la que tantos adolecen y que muchos más le envidian  a esta fantástica directora.

Verla hacer música tan libre , tan espontánea y tan dueña de la situación hace que algo muy dentro de ti se reconcilie con el aquí y el ahora. Es vivencia en estado puro.

Era imposible no salir con una gran sonrisa de la sala del Palau aquella noche. El sueño de escuchar aquellas obras que en mi infancia yo había relacionado con la navidad, se hizo realidad en un concierto sencillamente fantástico. Feliz navidad a todos y muy feliz año nuevo con más música. Seguimos.

 

 

Fotografías cortesía de bcn classics. Fotógrafo Antoni Bofill

 

 

 

 

Lo que pudo no ser y fue.

Lo que pudo no ser y fue.

La que pudo haber sido una noche para olvidar, se transformó en una velada para el recuerdo.
El pasado 21 de noviembre, muchos aficionados esperaban la anunciada visita de Philippe Herreweghe, quien, al frente de la Orchestre des Champs-Élysées, nos proponía un monográfico en torno a la figura de L. v. Beethoven.

El Concierto para piano n.º 4 en sol mayor, Op. 58 y la hermosa Misa en do mayor, Op. 86 eran las dos obras programadas. Kristian Bezuidenhout era el solista invitado para abordar el concierto de piano, y la plantilla artística se completaba con el siempre impresionante coro del Collegium Vocale Gent, dirigido por Herreweghe desde su fundación en 1970.

Con semejante cartel, era de esperar que el público reaccionara abarrotando la sala de conciertos del Palau. Un programa de ensueño con intérpretes insuperables. ¿Qué podía ir mal? La respuesta a esta pregunta la dio la ola de frío que está cubriendo gran parte de Europa y que provocó que el aeropuerto de París-Charles de Gaulle suspendiera un total de 108 vuelos, dejando en tierra a 15 músicos de la orquesta francesa.

Al parecer, se manejó la posibilidad de cancelar el concierto, pero la dirección del Palau propuso llamar a varios músicos locales para que permitieran la ejecución de la Misa en do mayor, ya que, por los requerimientos técnicos de la obra, el concierto para piano parecía demasiado arriesgado de interpretar bajo estas condiciones.

Finalmente, se decidió que el concierto se daría, pero con un programa modificado. La primera parte estaría a cargo de Kristian Bezuidenhout, quien interpretaría una selección de piezas de Schubert y Beethoven para piano solo; y en la segunda parte se tocarían cuatro de los cinco números de la misa, excluyendo el exigente Credo.

Todo esto se gestó de prisa durante una tarde que debió de ser frenética tanto para la dirección del Palau como para Philippe Herreweghe y su equipo. Sobre las 19:45 horas, la gente se agolpaba en las puertas del Palau y se encontraba con que no se podía ingresar en la sala. Nadie entendía nada, y se comenzó a murmurar que el concierto se cancelaría. Al poco tiempo, se nos avisó que en esos momentos se estaba llevando a cabo un ensayo con los músicos que habían llegado de refuerzo y se pidió a los asistentes media hora más para terminar de ajustar el concierto.

Admiro profundamente que un artista, incluso en circunstancias como estas, no se refugie en su torre de marfil y decida no abandonar a los aficionados. Me revela respeto y consideración por las ilusiones de cientos de personas que llevan quizás mucho tiempo esperando para oírle. Tanto Kristian Bezuidenhout como Philippe Herreweghe pertenecen a ese grupo de músicos que hacen lo humanamente posible por no defraudar a sus seguidores.

El ambiente en general era de desconcierto, y a ello se sumó que muchos asistentes tenían un enorme interés por escuchar el concierto de piano. En su lugar, se tuvieron que conformar con un programa más bien íntimo, compuesto por un ramillete ciertamente delicioso de obras de Schubert. Las comparaciones son odiosas, ya lo sabemos, y entiendo que resulte decepcionante para muchos enterarse de que no podrán escuchar la obra de Beethoven, y que en su lugar les propongan un conjunto de piezas más discretas, aunque muy hermosas e inspiradas, pero en las antípodas de lo anunciado.

Lamentablemente, esto dio pie a varias muestras de incivismo o, peor aún, de mala educación por parte de ciertos sectores del público. Fue lamentable ver cómo varias personas se levantaban indignadas en medio del concierto porque se estaban aburriendo con lo que escuchaban. Ya se sabe, hay un sector del aficionado a la música clásica que lleva muy mal los cambios y, cuando estos suceden, suele reaccionar de manera inapropiada.

Kristian Bezuidenhout es un intérprete increíble del pianoforte, que abordó con enorme elegancia y musicalidad el repertorio propuesto. Una pena no haber podido disfrutar con más sosiego del trabajo de un artista tan encomiable.

Tras un intermedio, muchos aficionados al menos en parte se vieron recompensados. Si bien es cierto que no pudimos escuchar toda la Misa en do mayor, la belleza del Kyrie inicial estremeció a todos los que estábamos en la sala y nos hizo desconectar del estado de tensión anterior. Fue sencillamente impresionante escuchar al coro del Collegium Vocale Gent interpretar esta obra, lamentablemente tan poco ejecutada de Beethoven.

Al ser ya de por sí una partitura no demasiado extensa, con la supresión del Credo, la ejecución de los cuatro números que sí se presentaron se nos escapó casi como agua entre las manos. A muchos nos hubiera encantado poder escuchar por más tiempo tanto al coro como a la orquesta, que, pese a las duras circunstancias en las que tuvo que bregar, sonó espléndidamente.

Aquí quiero destacar y aplaudir el alto nivel de los músicos catalanes que con apenas unas horas supieron adaptarse a las enormes exigencias de un grupo muy consolidado como lo es la Orchestre des Champs Élysées  y ,además saber dejarse guiar por un director tan especial como Philippe Herreweghe que con el paso de los años ha ido reduciendo su técnica de dirección concentrándola en  pequeños movimientos que hace que sea muy fácil, si no estás habituado, perderte.

Creo que uno de los gestos más encomiables y que retrata de cuerpo entero a Philippe Herreweghe fue cuando, al final del concierto, mientras el público lo ovacionaba, pidió el uso de la palabra y se disculpó ante los asistentes por todo lo ocurrido, destacando  que estaba muy feliz de haber podido trabajar con músicos de la tierra y  pidiéndole a   cada uno de ellos se pusiera de pie para que fueran reconocidos por el público.

Acto seguido, alabó la hermosa arquitectura del Palau y, deseoso de seguir disfrutando de su acústica, nos regaló una nueva ejecución  del Kyrie antes mencionado, que, debido a la emoción del momento, resonó con mayor brillo que antes.

Tal como mencionamos al inicio de esta crónica, la noche comenzó quizás de la peor manera posible, pero gracias al trabajo serio del equipo del Palau de la Música y la inmensa calidad artística y humana de los artistas  involucrados, finalmente la velada, creo yo, terminó siendo una noche para recordar. Seguimos.

Trabajo a carbón

Trabajo a carbón

Al frente de la orquesta belga Anima Eterna Brugge, regresó el pasado 29 de octubre al Palau de la Música el director granadino Pablo Heras-Casado, obteniendo un sonado éxito. El programa era suculento: en la primera parte, la mezzosoprano Sarah Connolly, que tantos y tan buenos momentos nos ha hecho pasar, interpretó los Rückert-Lieder de Gustav Mahler. Tras la pausa, como plato fuerte de la velada, pudimos disfrutar de la primera versión de la Tercera Sinfonía de Anton Bruckner.

Heras-Casado ha construido su brillante carrera sin especializarse en un repertorio específico. Colabora desde hace ya tiempo con el conjunto belga, que aborda con fortuna tanto autores del siglo XV como proyectos de vanguardia. En cada una de estas aventuras, la máxima es apegarse lo más posible a la sonoridad y al universo musical en el que fueron creados los diferentes repertorios. Estas particularidades sonoras, en el caso de las sinfonías de Bruckner, pasan por una plantilla instrumental muy distinta, sobre todo en la sección de vientos metal. Pongamos por ejemplo los trombones con los que el maestro trabajó: aquellos  trombones de pistones no contaban con la sonoridad expansiva y potente de los modernos trombones de vara. Sucede algo similar con las trompas y la tuba que el Bruckner conoció.

Todo esto hace que, al abordar este repertorio, la posición del intérprete cambie radicalmente, ya que la respuesta  real de la orquesta obliga a repensar tempos, articulaciones y fraseos que la tradición interpretativa consolidó, sobre todo durante el siglo XX. A esto se suma que Bruckner, siempre perfeccionista, revisó obsesivamente casi todas sus sinfonías, de modo que en el caso de la Tercera Sinfonía existan hasta nueve versiones. Centrándonos en la llamada Sinfonía “Wagner”, así denominada por estar dedicada al maestro de Bayreuth, la versión que fue aceptada y grabada a lo largo del siglo XX es la última revisión que Bruckner realizó entre 1888 y 1889, ayudado por su alumno Franz Schalk y editada en 1959 por Leopold Nowak. En ella, la orquestación y los procesos compositivos están ya muy asentados, revelando a un compositor maduro, con una paleta expresiva refinada. Esto hace que la Tercera Sinfonía suene perfectamente estable, que sea una obra sencillamente genial, pero, sobre todo, que guarde una profunda comunión con las últimas sinfonías de Bruckner, ya que fue revisada mientras él creaba esas piezas.

La versión que escuchamos el pasado 29 de junio en el Palau de la Música fue la originalmente escrita por Bruckner en 1873, la misma que envió a Wagner en diciembre de ese año. En este estado, la obra tuvo muy poca suerte: solo fue ensayada una vez por la Filarmónica de Viena y luego descartada para su estreno. Fue la versión de 1877-1878 la que finalmente pudo estrenarse en Viena en diciembre de 1877, y, tras una larga investigación, fue editada por Nowak en 1980 como versión definitiva. La versión de 1873 es probablemente la menos lograda de todas las versiones de esta sinfonía, y si la comparamos con la de 1889, que es la que estamos acostumbrados a escuchar, la diferencia es notable. La decisión de apelar al texto original —siguiendo el criterio de Anima Eterna Brugge y de Pablo Heras-Casado— dio como resultado, en mi opinión, la lectura de una obra aún por terminar, lo cual se confirma por el cúmulo de trabajo que Bruckner aún invirtió en ella para darla por concluida. Lo que escuchamos esa noche  fue una colorida ejecución de un esbozo que, años después, se transformó en una gran obra.

Para más inri, este dato fundamental aparece solo de manera indirecta en los textos del programa de mano, no en el listado de obras, donde debería haber quedado claramente estipulado qué versión se interpretaría. Es un poco tramposo anunciar una obra y luego interpretar una versión que nunca se toca y que tú y  solo tú consideras definitiva, basándote en el argumento de que es la versión original del autor. Aplaudo la iniciativa de presentar al gran público este amplio abanico de posibilidades que ofrece la obra de Bruckner, pero hay que tener el cuidado de comunicarlo claramente al público.

La lectura de la sinfonía fue sin duda muy interesante, llena de detalles colorísticos y luminosos de gran mérito, aunque carente del trazo amplio que una obra de esta envergadura requiere. En Bruckner, el equilibrio y los matices orquestales son elementos cruciales. Heras-Casado dedicó todos sus esfuerzos a trabajar estos aspectos, pero en el proceso dejó de lado la unidad y la congruencia necesarias para integrar cada uno de esos detalles. El resultado fue una hermosa colección de momentos memorables, aunque inconexos entre sí. Una pena, ya que el final no estaba en el principio.

Por su parte, Sarah Connolly realizó una hermosa y muy sentida interpretación de los Rückert-Lieder de Gustav Mahler. Particularmente conmovedora fue su interpretación de Liebst du um Schönheit («Si estimas la belleza»), canción que Mahler dedicó a su entonces prometida Alma, con estas tiernas palabras: «Si me amas por la belleza, la juventud o la riqueza, entonces no me ames; pero si me amas por el amor, entonces sí, ¡ámame para siempre, tú, a quien siempre he amado!». Connolly supo imprimir en el color  de su voz el anhelo de todo corazón de ser amado sin condiciones, sin límites, sin medida. Primero cantando con un color velado, mustio, sin apenas brillo, que se transformó en las frases más intensas del lied en  pura luz y  color, reflejo de la plenitud y la verdad del amor.

Concierto interesante por varios motivos y que dejó un buen sabor de boca en general a la concurrencia. Una pena la elección de la versión de la sinfonía, lo que no desmerece la enorme calidad de la orquesta Anima Eterna Brugge. Un inmenso placer disfrutar de una agrupación tan interesante como esta. Esperamos poder escucharla pronto. Seguimos.

Viaje Caleidoscópico al fin del mundo

Viaje Caleidoscópico al fin del mundo

La Tonhalle-Orchester Zürich, bajo la dirección de su titular Paavo Järvi, fue la encargada de dar inicio a una nueva temporada de conciertos de BCN Clàssics. El Palau de la Música fue el escenario donde, la noche del pasado 28 de octubre, pudimos disfrutar del trabajo de esta extraordinaria orquesta suiza de gira por algunas ciudades de nuestro país.

La velada comenzó con el Concierto para violín y orquesta núm. 2 en Sol menor, op. 63, de S. Prokofiev, interpretado por la violinista georgiana Lisa Batiashvili, quien cosechó un rotundo éxito.Tras el preceptivo intermedio, continuó la Sinfonía núm. 7 en Mi menor de G. Mahler, monumental trabajo sinfónico que desde su inicio pone al límite de sus capacidades a cualquier orquesta que la aborde.

Lisa Batiashvili dio una clase magistral de musicalidad y elegancia con su interpretación del concierto de Prokofiev. Originalmente planteada más como una sonata concertante, con una orquesta de no grandes dimensiones y en un lenguaje más expresivo,  evolucionó a un concierto quizás más ambicioso que en su planteamiento original, pero sin perder esa vena expresiva que lo hace sencillamente seductor.

Imagen ANTONI BOFILL

Batiashvili conocedora profunda de  la partitura  la desgranó con sabiduría. Paso a paso, supo abordar con brío y autoridad los pasajes más complejos, y resolverlos con absoluta solvencia y musicalidad. Pero donde fue sencillamente magistral fue al hacer «cantar»  a su instrumento en los pasajes, digamos, más líricos de la pieza. Me refiero, evidentemente, al segundo movimiento, el Andante assai, centro expresivo de la obra sin ninguna duda, y que lamentablemente muchos intérpretes menosprecian por no tener suficientes escalas o pasajes complejos en los que lucir su “alta escuela interpretativa”.

Batiashvili bordó su lectura de todo el concierto, rozando la genialidad en el segundo movimiento. Sus frases de largo aliento se sustentaban en una claridad de ideas luminosa y en  un manejo asombroso de los colores que el instrumento ofrece. A ello se sumó  un  conocimiento profundo de los pesos y contrapesos de la obra, logrando dotar a su lectura de una congruencia fantástica . Paavo Järvi, director sabio y elegante donde los haya, la secundó siempre y dialogó con la solista, regalando a la audiencia una interpretación redonda y sólida de esta deliciosa perla que es el concierto de Prokofiev.

A una obra íntima y personal siguió una sinfonía estremecedora. Mahler, en su Séptima Sinfonía, lleva al límite la paradoja de la existencia humana. De dimensiones colosales, hace coincidir en este trabajo elementos absolutamente disímbolos, haciéndolos coexistir en un mismo espacio sonoro congruente. En esta obra, como en ninguna otra, el maestro es particularmente esquivo a entregar su mensaje expresivo; juega con el oyente y lo hace transitar por realidades caleidoscópicas alucinantes.

La obra inicia con un tema trágico y oscuro a cargo de la tenorhorn, que toca una música pausada y solemne, para concluir ochenta minutos después en un rotundo y bestial rondó. Movimiento  que canta eufóricamente su triunfo sobre la fatalidad, salpicado en este éxtasis casi dionisíaco con  pasajes abiertamente vulgares.

Al igual que en el resto de sus sinfonías, Mahler planteó una obra extraordinariamente exigente para cualquier intérprete. Al inmenso esfuerzo técnico que ya supone su ejecución , con toda clase de intrincados pasajes de una dificultad alucinante, se suma un planteamiento conceptual de muy compleja realización. En medio de una inmensidad de comprometidos solos y soberbias mixturas tímbricas, el director debe moldear, como virtuoso orfebre, la colosal escultura que es esta sinfonía. Uno de los inmensos riesgos que esta obra encierra es el de degenerar en un pandemónium sinfónico, donde la pieza naufrague y se arrastre lamentablemente durante ochenta minutos.

Järvi dejó clara su  estatura musical al enfrentar con sobrada autoridad el reto de presentar esta obra. Director inteligente y muy elegante, desde el comienzo de la pieza construyó un discurso firme, sólido y muy fluido, en el que supo combinar sabiamente las partes contradictorias que la obra encierra. Tempos perfectos, fraseos bien realizados, pasajes endiablados resueltos con primorosa limpieza e inspirada musicalidad, son solo algunas de las características del trabajo que realizó Paavo Järvi al frente de la Tonhalle-Orchester Zürich, orquesta que dirige como titular desde 2019 y con la que ha logrado un tándem perfecto.

La orquesta, sencillamente soberbia, sonó y resonó profundamente en el interior de cada uno de los asistentes al concierto, dejando claro su enorme talla musical. Es, sin lugar a dudas, una de las mejores agrupaciones que nos han visitado en los últimos tiempos.

Un Mahler sencillamente fantástico, bien planteado y primorosamente ejecutado por una orquesta de ensueño, dirigida por uno de los mejores directores del momento. De este modo podemos resumir la ejecución de esta enigmática partitura, que tan grato sabor de boca dejó entre la estimable concurrencia.

Gran estreno de temporada para BCN Clàssics. Enhorabuena por ello. Habrá que estar atentos a lo que viene, pues promete darnos en futuras fechas grandes satisfacciones. Seguimos.

Imagen ANTONI BOFILL

 

Fotografías cortesía de bcn classics. Fotógrafo Antoni Bofill