Lamentablemente para nosotros, hay obras en el llamado canon de la música clásica que, al ser tan reiteradamente programadas, causan actualmente en el público aficionado, cuando se les nombra, un amplio y sonoro bostezo. Muchos acuden a escuchar la sinfonía tal o el concierto cual sin demasiado entusiasmo. Han perdido por desgaste esa fuerza telúrica que las acompañaba en el momento de su estreno. En muchos de esos casos, los responsables de tal desgaste son absolutos mercenarios musicales que «interpretan» la obra y la suelen llevar a su muy personal y, en muchos casos, mediocre visión de las cosas, desnaturalizando la música que pasan por sus manos. Así, la mezcla de mal tocar una partitura y hacerlo con una inusitada frecuencia logra que aquello que en sus orígenes lograba cimbrar el alma de quien escuchaba aquella pieza, pasado el tiempo, simplemente se convierta en un puro objeto decorativo sin mayor trascendencia.
Dvorák es un autor que ha sufrido en algunas de sus obras este lamentable proceso. Encabezando la lista sin duda, está su novena sinfonía, la que en los países de habla hispana ni tan siquiera nombramos correctamente, pues al parecer deberíamos llamarla «Sinfonía desde el Nuevo Mundo» y no como lo hacemos: «Sinfonía del Nuevo Mundo». Traducciones aparte, un servidor ha escuchado desde que tiene memoria cientos y cientos de posibles lecturas de esta increíble partitura. La diversidad de tempos, fraseos y demás libertades que los mercenarios de turno se han tomado para abordarla es muy, muy amplia. Muchas de estas «versiones» han sido más que celebradas, y me ahorraré los nombres de sus perpetradores dejando al infierno el pago de semejante fechoría, pero lo cierto es que, al menos a un servidor, ver anunciada esta sinfonía me suele causar, y lo digo sin exagerar, un muy profundo conflicto, que reside en que, de primeras, deseas disfrutar de una obra tan hermosa como esta sinfonía, pero luego te malicias que aquella nueva lectura va a ser una nueva fechoría y tal sospecha te coloca en el escenario antes descrito. La última vez que me enfrenté a esta disyuntiva, salí trasquilado, no quieran saber quiénes fueron los responsables, eso, como ya lo indiqué arriba, se lo dejo a otras instancias sobrenaturales.
Ahora bien, cuando una pieza como la Novena de Dvorák es bien interpretada, las cosas son muy de otra manera, todo tiene sentido y la misma gloria con ángeles y querubines incluidos se presenta ante nuestros ojos. Ese fue el caso del concierto que pudimos disfrutar en la ciudad condal el pasado 7 de marzo, en el Palau de la Música, dentro del ciclo BCN Clássics. La orquesta responsable en esta ocasión fue la Filarmónica Checa contando con la experta batuta del maestro de origen ruso Semion Bitxkov que es su director titular desde hace ya más de cinco años. Completaba el programa de la velada la ejecución del también celebérrimo concierto para violonchelo y orquesta en Si menor, op. 104 del mismo compositor teniendo como solista al madrileño Pablo Ferrández, que está construyendo con sonados triunfos en todo el mundo una carrera simplemente colosal.
De hecho, el concierto arrancó con esta última obra y dio clara muestra de la calidad que nos esperaba a los afortunados que nos congregamos en la sala del Palau esa noche. Desde hace ya mucho tiempo que Pablo Ferrández cuenta con una técnica simplemente perfecta. Un sonido muy hermoso y redondo, agilidad y afinación simplemente perfectas, son solo algunas de las cualidades que le adornan. Tiene lo que podríamos llamar dedos casi infalibles, con un vibrato elegante y nada exagerado, que sobre todo y esto es fundamental, no alterar la afinación de las notas, con un arco poderoso que sabe sacar del instrumento lo necesario en cada pasaje, además de ello, su presencia escénica es fantástica y se comunica muy bien con el público.
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Al abordar el concierto de Dvorák, lo hizo seguro de sí, contando con un maestro de la talla de Bitxkov que supo darle el espacio que Ferrández le fue pidiendo a lo largo del decurso de la obra. La juventud y el ímpetu del madrileño muchas veces le llevaron a abordar en tempos quizás demasiado rápidos algunos pasajes, restándole mucha de la expresividad que contienen esto, pero la experta mano de Bitxkov siempre supo seguirlo y arropar al solista, logrando en todo momento un todo perfectamente ensamblado.
Bitxkov respiraba con el solista, lo intuía perfectamente, logrando construir momentos simplemente deliciosos, como el segundo movimiento de la obra marcado como «Adagio ma non troppo», en que Ferrández logró hacer cantar a su Stradivarius de 1689 con un lirismo evocador, frases que requieren de un constante rubato que de no ser administrado con la suficiente sabiduría por el solista, hubieran podido dar por resultado un verdadero desastre. El allegro moderado final tuvo la fuerza y peso requeridos para concluir una obra de semejante envergadura. Justamente hacia el final de este movimiento es que pudimos paladear el delicioso diálogo escrito para el violonchelo solista y el concertino de la orquesta, cuya labor de este último fue realmente fantástica.
El público premió con sumo entusiasmo la brillante interpretación realizada por Pablo Ferrández que retribuyó al respetable con una pequeña propina, muy significativa en estas tierras, pues fue el «cant dels ocells» la perla que Ferrández regaló como símbolo de su agradecimiento al público catalán.
En medio de los comentarios del público en la media parte, hubo uno que me llamó poderosamente la atención, pues revelaba la inmensa sorpresa que muchos habían recibido por parte de nuestro solista invitado: «Yo sabía que era bueno, pero no que era tan bueno». Creo que con esto queda, si no todo, al menos mucho en claro.
Tras la media parte llegó la sinfonía «del nuevo mundo» – con traducción incorrecta, lo sé – que ocupaba la centralidad del programa sin duda. Para poder comprender lo que significa una interpretación de esta significativa partitura, precisamente realizada por la Filarmónica Checa, hay que tomar en cuenta que esta misma orquesta nació de la mano del mismo Dvorák que la dirigió en muchas ocasiones. Decir Filarmónica Checa es hablar de una espléndida orquesta, que mantiene un absoluto romance con la obra de compositores checos como Dvorák, Smetana o Janacek. Mahler que estrenó su séptima sinfonía al frente de esta orquesta es otro autor al que suelen acercarse con gran fortuna, continuando la lista de especialidades con Brahms al que hacen sonar y resonar con un sabor muy especial.
Cada uno de los músicos que integran esta espléndida orquesta, pertenecen a una larga tradición de interpretación, son parte viva de un modo de entender y hacer la música y de ello pudimos dar perfecta cuenta la noche del pasado 7 de marzo, pues el sonido de, por ejemplo, la cuerda, no tiene comparación con ninguna otra orquesta del mundo, la Filarmónica Checa suena a Praga, o mejor aún a Bohemia. No es que sea mejor o peor que cualquier otra gran orquesta, es que suena como solo puede sonar la Filarmónica Checa. Esta singularidad que comparte con otras grandes orquestas, como Berlín, Ámsterdam o Viena, choca frontalmente con la estandarización de muchas, quizás demasiadas orquestas del mundo, en que ese color, esa manera propia y muy particular de tocar se ha perdido para siempre.
He mencionado anteriormente la cuerda, pero cualquier sección de la Filarmónica es simplemente fantástica. Las maderas o los metales son secciones integradas por el músico ideal para ese puesto, que saben en qué momento y cuándo hay que hacer o tal o cual color, quién lleva la melodía principal o hasta dónde va tal o cual fraseo de sus pasajes, son músicos que han respirado desde siempre esta música, que se han educado en ella y que, sobre todo, la aman y la respetan profundamente.
Cuando se tiene semejante instrumento, como director estás ante un gran reto, pues has de guiar a un ejército de generales, y Semion Bitxkov que es uno de los mejores directores vivos en la actualidad hizo lo que todo gran director debe hacer, que es dejar hacer a sus músicos, no entorpecer, sino potenciar y moldear esta materia prima de tan alta calidad. No en balde ha logrado construir una muy sólida carrera que arranca tras su traslado a EE. UU. en los años 80 pasando por París o Colonia, esto sin olvidar sus años de formación bajo el régimen soviético que cuando estaba a punto de ponerse al frente de la mítica orquesta de Leningrado, por razones políticas suspendió el concierto y lo condenó al ostracismo.
Muchos otros hubieran intervenido, fijando tempos extraños, marcado fraseos «novísimos», haciendo e inventando nuevos y sorprendentes enfoques que buscan siempre demostrar cuán intrépido y sorprendente es este brillante «maestro». Bitxkov, por el contrario, acudió al texto original del compositor y, valiéndose de su inmensa experiencia, realizó una lectura simplemente cautivadora.
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Creo que es la primera ocasión en muchos años que, tras escuchar esta sinfonía, no me invade la sensación de estafa, en su lugar una inmensa emoción y una indescriptible satisfacción me embargó . Yo sabía que eran buenos estos checos, pero nunca pensé que fueran tan buenos. Seguimos.
Fotografías cortesía de bcn classics. Fotógrafo Antoni Bofill
Tras la muerte de un ser amado, el ser humano se enfrenta a uno de los mayores misterios de la vida. Por paradójico que pueda sonar, la muerte, con su crueldad y su vacío, lo invade todo. El alma, el aliento de los que nos quedamos en este lado de la laguna Estigia, se hiela y todo, por momentos, sabe a vacío, y el pulso vital casi desaparece.
En 1856, Johannes Brahms sufrió la visita de la muerte en su vida. En febrero de ese año, vio morir a su amada madre, y unos meses después, en verano, el 29 de julio de 1856, falleció su gran amigo y protector Robert Schumann. Muy probablemente, estos sucesos lo impulsaron a concretar un proyecto que, al parecer, ya había contemplado desde hacía tiempo: la composición de un réquiem.
La obra, tal como fue concebida, se aleja diametralmente de una misa de difuntos tradicional, y más bien se trata de un inmenso motete donde su autor reflexiona profundamente sobre la vacuidad de la vida y el misterio insondable que esconde el porvenir de nuestra alma inmortal.
Desde el primer compás, Brahms plantea su Réquiem como una pieza profundamente consoladora, como un inmenso y reconfortante abrazo al alma del que sufre la pérdida, intentando curar el vacío inmenso que la muerte deja cuando nos arrebata lo más amado en este mundo. Así, comienza con estas hermosas palabras del Evangelio de Mateo:
«Selig sind, die da Leid tragen, denn sie sollen getröstet werden.» (Bienaventurados los que padecen, pues ellos serán consolados).
La luz, el calor desde el inicio mismo lo inunda todo.
El texto confeccionado por el mismo Brahms, a partir de la Biblia luterana, se aleja, como ya habíamos mencionado, del texto tradicional para las exequias dentro del rito católico. Brahms pone énfasis en reflexionar sobre la vacuidad de esta vida, colocando su esperanza en una plenitud futura para nuestra alma inmortal. Este mundo es pasajero, los éxitos y honores, al igual que los inmensos dolores que nos encontramos en él, quedarán atrás y al morir, trascenderemos a una realidad mucho más plena y luminosa. La muerte es solo de la carne, que es como la paja o el papel, algo pasajero y transitorio; el alma pervivirá y encontrará su morada más allá de las estrellas.
El planteamiento de la obra, alegada de un planteamiento litúrgico, le trajo problemas con el clero alemán, que puso muchas reticencias para su estreno en la catedral de Bremen en 1868, pues entre otros problemas, el texto seleccionado para la obra por Brahms omite deliberadamente hablar sobre la muerte redentora de Cristo, llegando incluso a no mencionarlo en ninguno de sus movimientos. Carl Martin Reinthaler, organista de la catedral, encontró la solución al problema, sugiriendo insertar después del cuarto movimiento del réquiem el aria «I know that my Redeemer liveth» del “Mesías” de Haendel. Finalmente, el Viernes Santo de 1868, el 10 de abril, Brahms dirigió el estreno de su obra en su versión de solo 6 movimientos; el éxito obtenido en ese concierto marcó un antes y un después en la vida de Brahms, pues su prestigio creció notablemente y lo consolidó como uno de los mejores compositores del momento.
Un año después, tras revisar la versión de Bremen, Brahms escribió un nuevo movimiento para corregir una asimetría en su estructura, colocándolo como quinto número de la partitura. La soprano solista, con voz dulce, canta estas dulces palabras del Evangelio de Juan:
“Ihr habt nun Traurigkeit; aber ich will euch wiedersehen, und euer Herz soll sich freuen, und eure Freude soll niemand von euch nehmen.” (Ahora estáis afligidos; pero yo os volveré a ver, vuestro corazón se regocijará y nada podrá privarnos de vuestro gozo).
Nuevamente el consuelo, nuevamente la esperanza.
Thomas Hengelbrock fue el encargado el pasado 13 de febrero de presentar al frente de su Balthasar Neumann Chor & Orchester una austera, pero sensacional lectura del Réquiem Alemán de J. Brahms. La presencia de este aclamado director alemán llenó prácticamente la sala de conciertos del Palau de la Música, con el plus de que el Orfeó Català se uniría al Balthasar Neumann Chor, formando una masa coral de cien voces que lucieron simplemente espléndidas esa noche.
Thomas Hengelbrock mantiene desde hace años una buena relación con el Palau y con mucha frecuencia los barceloneses hemos podido disfrutar de su buen hacer, pero en esta ocasión se superó y mucho con su lectura del Réquiem brahmsiano. En tempos realmente vigorosos mostró un conocimiento muy profundo de la partitura, creando ya desde el inicio de la pieza un ambiente lleno de solemnidad y recogimiento. El sonido de la orquesta, preciso y muy controlado por su director, fue extremadamente austero y siempre se mantuvo en un papel de refuerzo de la inmensa masa coral. Jamás resaltó por encima de ella y, en los momentos de mayor dramatismo, brilló con rotundidad, complementando el color requerido por aquellos pasajes.
Hengelbrock es famoso por su enfoque historicista en su abordaje de obras como el Tannhäuser de R.Wagner, que en 2011 en el Festival de Bayreuth no gustó a los más puristas, sobre todo por sus tempos ligeros y texturas luminosas. Un caso similar pudimos encontrar en su lectura del Réquiem de Brahms, pues no fue una lectura donde los tempos reposados y los vibratos extremos adornaran la velada; en su lugar, Hengelbrock presentó a un conjunto perfectamente empastado, pleno de matices, con una inmensa capacidad de reacción y de gradación en el abordaje de sus partes, haciendo que la obra realmente se convirtiera en una pieza llena de luz y consuelo para los asistentes esa noche en la sala de conciertos.
La soprano Eleanor Lyons tuvo una participación más bien desigual. Con unos graves potentes, al momento de abordar el registro agudo mostró un vibrato que, aunque muy discreto, no se correspondía con el estilo de la obra y llegaba a ser inquietante, restándole belleza a su intervención. Su línea melódica no terminó de correr con naturalidad por la sala y, pese a que no podemos hablar de ningún fallo objetivo en su lectura, estos pequeños detalles enturbiaron su intervención.
El barítono esloveno Domen Krizaj tuvo una noche simplemente sensacional. De timbre poderoso, con unos graves rotundos y muy bien trabajados, y un control muy notable de todos sus registros, bordó una lectura de los dos momentos a él encomendados. Su timbre oscuro nos llevó a una profunda reflexión sobre lo pasajero de la vida en “Herr, lehre doch mich” y nos sobrecogió en “Denn wir haben hie keine bleibende Statt”, previo a la dramática entrada del coro, que declara la derrota definitiva de la muerte sobre nosotros.
Era imposible no sentirse profundamente conmovido por lo vivido al finalizar la velada. Finalmente, cada uno de nosotros tiene en su historia personal alguna sentida pérdida, algún íntimo dolor, y esta música fue sin duda un verdadero bálsamo para ese tipo de heridas. La vida en su devenir nos lacera profundamente, pero así como nos lastima , nos da pequeños remedios para el daño infligido, y sin duda el Réquiem Alemán de J. Brahms es uno de esos bálsamos curativos del alma. Seguimos.
El inicio de año nos trajo a los aficionados barceloneses, como si fuera un regalo de reyes muy atrasado, un magnífico concierto. Uno de sus protagonistas fue un músico al que, mientras estuvo entre nosotros, en mi humilde opinión, no se le apreció ni se le cuidó en lo que vale. Me refiero al maestro Pablo González, que fue director titular de la OBC entre los años 2010 y 2015 y que, en más de un sentido, se le maltrató mientras estuvo al frente de dicha orquesta. Superada esa etapa, el asturiano ha continuado con una brillante carrera internacional y el pasado 22 de enero inició una gira por España al frente de la Filarmónica de Dresde, precisamente en Barcelona.
El programa que formaba parte del ciclo Palau 100 era realmente interesante, comenzando con el Concierto para piano núm. 25 en do mayor, KV 503 de W. A. Mozart, continuando con el Adagio de la Décima sinfoníade G. Mahler y concluyendo con el poema sinfónico Muerte y transfiguración, op. 24 de R. Strauss. La parte solista del concierto mozartiano corrió a cargo del espléndido pianista suizo Francesco Piemontesi, que tuvo una noche verdaderamente fantástica, regalando a la concurrencia una lectura simplemente redonda de uno de los conciertos más luminosos del genio de Salzburgo.
Ya había visitado nuestra ciudad Piemontesi y siempre ha dejado una gratísima impresión, por su extremo cuidado en los detalles y su musicalidad exquisita. La obra que en esta ocasión presentaba no es un bocado sencillo de digerir, pues estamos hablando de un concierto en el que Mozart da mayor peso a la orquesta y en el que el solista ha de mantener un cuidado equilibrio con ella. La inclusión de trompetas y cornos da una sonoridad luminosa al aparato orquestal y ello exige al solista brillar también, pero sin caer en los excesos. Piemontesi lució brillante y contundente en el Allegro maestoso inicial, articulando con mucho esmero en una sonoridad redonda y muy hermosa. El Andante fue un puro regalo de delicadeza y buen gusto; fue donde quizás Piemontesi pudo lucir mejor sus enormes dotes de relojero suizo para tejer con sumo esmero finísimas frases, donde cada nota es como una perla delicadamente colocada en el todo.
El Allegretto final, pese a estar escrito en modo menor, es una obra llena de vitalidad y fantasía, donde el maestro remató con autoridad una deliciosa lectura de la obra, que fue pertinentemente acompañado por una orquesta que, a ratos, se notó opaca y sin imaginación y que al final de la pieza finalmente encontró el camino y brilló con el solista.
Escuchar el Adagio de la Décima sinfonía de Mahler es como asomarse al abismo, un abismo impregnado de nostalgia y desesperación, las mismas que acompañaron a su autor en sus últimos días. Este movimiento fue el único que el maestro logró concluir de su malograda Décima sinfonía, y en él experimentó muy hábilmente con nuevas sonoridades y atrevidas combinaciones tímbricas, pero guardando y fortaleciendo las estructuras tradicionales. Es una obra que se asoma al futuro de manera evidente y audaz, pero sin perder su punto de apoyo en un glorioso pasado.
Pablo González, más allá del parecido físico que guarda con Mahler y que ha motivado más de una broma al respecto, es un director que entiende muy bien al compositor bohemio y supo hacerse con la orquesta a la que le imprimió su autoridad desde el inicio de la pieza. Mostrando una solidez conceptual envidiable, además de una sutileza y un saber hacer de altos vuelos, construyó una lectura impactante tanto en su delicado balance tímbrico como en su profundidad y solidez formal. González es, sin duda, una de nuestras mejores batutas nacionales y verlo al frente de una orquesta del nivel de la Filarmónica de Dresde reconforta, sobre todo por los buenos resultados obtenidos.
La velada culminó con ‘Muerte y transfiguración’, op. 24 de R. Strauss, una obra mítica de la literatura orquestal romántica y toda una prueba de fuego tanto para el director como para la orquesta. Pablo González supo cabalgar con determinación este brioso corcel y firmó una potente interpretación del poema straussiano. Así, por ejemplo, guió con decisión al grupo orquestal en el primer ‘allegro molto agitato’, construyendo sabiamente las tensiones exigidas por el pasaje y manteniendo y moldeando eficientemente las combinaciones tímbricas del mismo.
La Filarmónica de Dresde sonó poderosa y llena de garra a lo largo de la obra, desplegando una sonoridad compacta y bien trabajada. Los solistas de las maderas brillaron todos por su musicalidad, a pesar de un pequeño y casi imperceptible error en la parte del oboe que nos hizo sufrir a algunos durante unos segundos. Las cuerdas, robustas y firmemente cimentadas en unos graves muy sólidos, fueron la base sobre la cual todo el aparato orquestal hizo justicia a una joya muy brillante del romanticismo alemán. Mención muy especial merece la sección de las violas, que sonaron llenas de un brío y un poder realmente remarcables.
Lamentablemente, tanto en el Adagio de Mahler como en el poema sinfónico, el nerviosismo por aplaudir intempestivamente justo al terminar las obras no permitió ese gozoso momento de resonancia en que el sonido queda como suspendido en el ambiente y uno puede casi aspirarlo como si fuera una delicada fragancia. Hay demasiados aplaudidores precoces en los momentos menos adecuados, cosas de esta manera de entender la vida actual en que todo es rápido y de cara a la galería. Las cosas caducan al segundo de pasar por el aquí y el ahora; las inmanencias trascendentales son paparruchas de algún intensito que nos quiere aguar la diversión.
Un éxito absoluto el conjunto de la velada y donde me encantaría remarcar la fantástica labor del maestro González, además de, evidentemente, la de la orquesta. Un gusto ver a Pablo González tan en forma y un placer absoluto disfrutar de una agrupación como la Filarmónica de Dresde. Seguimos.
A inicios de 2023, una fuerte gripe padecida por uno de los más brillantes pianistas del momento privó a los aficionados de Barcelona de disfrutar de un concierto largamente esperado. Eugeni Kissin, que acababa de dar un maravilloso concierto en Madrid el 13 de febrero del pasado año, anunciaba unos días después que le era físicamente imposible presentarse en Barcelona el día 17, pues se encontraba severamente enfermo. Asimismo, se anunció por parte de BCN Clàssics que el maestro buscaría una nueva fecha para que los aficionados catalanes pudieran escucharlo en vivo. Ya se sabe que con artistas de este nivel, buscar una nueva fecha no es cosa de unas semanas, sobre todo si pensamos que este tipo de músicos vive con su vida planificada a varios años vista. Así que, una cierta desilusión nos invadió a varios.
Con mucho agrado descubrimos que en la presente temporada de conciertos 2023-2024, BCN Clàssicsfinalmente había logrado programar a Eugeni Kissin, que por cuarta ocasión colabora con ellos, efectuando tal concierto el pasado 8 de enero. Con un Palau de la Música absolutamente lleno, Barcelona se rindió a uno de los mejores pianistas de las últimas generaciones.
El programa del recital se abrió con la Sonata nº 27 op. 90 de L. van Beethoven, a la que siguió el Nocturno op. 48 nº 2 y la Fantasía en Fa menor op. 49 de F. Chopin. Tras un intermedio de veinte minutos, la segunda parte continuó con las 4 Baladas op. 10 de J. Brahms para concluir con la Sonata nº 2 de S. Prokófiev. Un programa realmente exigente y muy variado, que le permitió desplegar ante el público barcelonés un amplio abanico de posibilidades tanto técnicas como estilísticas, que dejaron claramente el extraordinario artista que es sin duda Eugeni Kissin.
Hablar de Kissin a estas alturas del partido es hablar de un artista al que acompaña una mística muy especial, pues en él confluyen numerosos elementos que lo hacen sencillamente excepcional, entre ellos están: una apabullante perfección técnica; una facilidad casi milagrosa para casi cualquier pasaje endiablado que se materializa con una naturalidad pasmosa; una solidez conceptual preclara a la hora de construir cada una de las obras que aborda; una sonoridad siempre balanceada, sin el más mínimo atisbo de exceso. A esto se suma una sobrecogedora capacidad expresiva en sus matices, pues lo mismo logra atronadores fortísimos, como delicados pianissimos; un escrupuloso y siempre atinado gusto por la articulación correcta y el fraseo adecuado; en fin, ya lo ves, querido lector, la lista es larga, pero muchos son los méritos del maestro y es que cuando se está ante un artista de semejante categoría, uno se siente irremediablemente impelido a decir y glosar los enormes méritos que le adornan.
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El programa prometía mucho desde la primera obra, que en este caso fue la Sonata nº 27 op. 90 de L. Van Beethoven, sonata de transición en la obra del maestro de Bonn, donde su lenguaje pianístico se vuelve más experimental e íntimo, nutriéndose de texturas nunca antes exploradas. La música gana en complejidad armónica y densidad sonora. Beethoven, tras varios años sin componer una sonata para piano, inicia el camino que conducirá a obras tan icónicas como la Hammerklavier o la Op. 111.
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Kissin supo abordar los dos movimientos de la obra con una serenidad y una musicalidad casi sobrecogedoras. Penetró en la compleja madeja de pasajes contrapuntísticos que la constituyen, manejando con absoluto control las tensiones y distensiones necesarias para articularlas en algo sólido y conmovedor. Diferenciando con una sonoridad precisa y clara, pero sin caer en estridencias, el matiz y el sentido de cada una de las voces de esta pieza, y a su vez aglutinándolas cuando así lo requería la música. Nos llevó del brillo y la alegría del inicio de la sonata a la relajación y la paz del final, pero pasando por un mundo de tensiones y emociones.
Chopin es un autor al que Kissin ha dedicado grandes momentos de su carrera. Sus interpretaciones tanto de los nocturnos, valses, conciertos y en general de toda la obra del maestro polaco son simplemente referenciales. La noche del 8 de enero maravilló al público de Palau con dos hermosas interpretaciones del Nocturno op. 48 nº 2 y de la Fantasía en Fa menor op. 49, obras que entre ellas guardan una estrecha relación, al ser escritas en la misma época vital del maestro, pero que discurren por caminos diferentes.
El nocturno es una obra que, pese a su inmensa expresividad, se mantiene dentro de unos límites bien marcados por la misma forma del nocturno. Chopin maneja deliciosamente las posibilidades que esta estructura le aporta y juega con los cromatismos internos de la armonía, para sobre ellos desplegar una hermosa y lírica melodía en la primera parte de la pieza. La distensión y un cierto aire de candor llenan la música en su segunda parte, que contrasta con la primera, a la que volverá después de que esta concluya, llenando nuevamente el ambiente de una exquisita y delicada melancolía.
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La fantasía, por el contrario, tiene sólo como margen la misma imaginación del creador. Chopin en este caso, pese a lo difuso de los límites formales que la estructura parece darle, concibe un entramado formal muy sólido y nítido, para que ello sirva de contenedor de una de las obras más vehementes y dramáticas de su catálogo.
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Kissin bordó ambas partituras, mostrándose delicado y comedido en la primera; cuidando mucho los matices y los delicados contrastes, además de lucir un fraseo perfecto, regalando a la concurrencia una lectura simplemente deliciosa por su elegancia y elocuencia. Para la fantasía el reto fue mayor y las tensiones y todo el dramatismo que la obra encierra, se desplegó libremente. Así, tras, por ejemplo, la lenta y pausada introducción en fa menor, sorprendió enormemente el impetuoso agitato siguiente, al que Kissin imprimió una fuerza muy notable, apoyando su despliegue armónico en unos sólidos y robustos bajos que cimentaron todo el pasaje, para dar paso a un etéreo lento sostenuto, que abordó con calma y serenidad, embriagando a la sala con la delicadeza de una música casi beatífica. El regreso de las convulsiones y el dramatismo de uno de los pasajes más apasionados de la obra nos llevó al delicado final con que concluye esta partitura que Kissin conoce tan profundamente.
Tras la media parte, el turno fue para las Cuatro Baladas op. 10 de J. Brahms, fantásticas muestras del inmenso talento de un joven Brahms que acababa de trabar relación muy estrecha con el matrimonio Schumann, con todo lo que esto trajo tanto para él, como para el ya consagrado Robert Schumann y su esposa, la genial Clara Wieck. Cada una de las cuatro baladas muestra a un Brahms que, pese a su juventud – apenas 21 años-, es ya un compositor con un lenguaje muy personal, poseedor de un oficio consumado y que conoce todos los secretos del piano.
Las Cuatro Baladas pertenecen al primer período creativo del maestro dentro de su obra pianística. Están por llegar obras tan brillantes y virtuosísticas como las Variaciones y fuga sobre un tema de Händel, op. 24 o los profundamente reflexivos Tres intermezzi per a piano, op. 117. Las Baladas son obras de una belleza sobrecogedora, destacando por su sereno lirismo y su inspirada profundidad.
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Sin menoscabo del resto, la cuarta de ellas, el Andante con moto, fue donde el maestro, alcanzó uno de los momentos más conmovedores de la noche, pues con un «touché» preciso y sutil hizo cantar la melodía evocadora que, marcada por Brahms con esta precisa indicación «col intimissimo sentimento ma senza troppo marcare la Melodia», Kissin conmovió a todo su auditorio, por la delicadeza, la belleza, la sutileza con que abordó el pasaje, en un ejercicio de pura filigrana y musicalidad exquisita
Tras las mieles de tan delicada obra, siguió la rotunda y colosal Sonata nº 2 de S. Prokófiev, obra igualmente juvenil de su autor, que en el momento de su escritura era ya un absoluto virtuoso del piano, conocedor de todos los mecanismos y los resortes más íntimos del instrumento. La Sonata nº 2 es una obra trepidante, llena de enormes retos técnicos para su interpretación. Donde confluyen y se reconcilian felizmente elementos aparentemente disímiles y que formarán parte del sello distintivo de su autor. Así, bajo una estética evidentemente neoclásica, escuchamos ritmos frenéticos, contrapuntos que se mezclan chocando unos con otros, tejiendo una urdimbre compleja y delirante por momentos.
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Kissin, gran conocedor de Prokófiev, desplegó todo su arsenal técnico y firmó una colosal lectura de la pieza, culminando el concierto por todo lo alto. El cuarto movimiento, en particular, fue simplemente sorprendente, pues abordó esta tocata llena de furia, con un brío contagioso. Desplegando los arpegios, saltos, adornos, acordes y ritmos martilleantes con una precisión pasmosa, siempre manteniendo el fuego y el brío marcado desde el inicio. Así, al concluir la obra, remató la velada con un final absolutamente trepidante que arrancó una rotunda ovación en el público congregado en la sala del Palau de la Música.
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Generoso, agradeció el calor del público catalán y regaló varios bises: primero escuchamos la Mazurka en Do sostenido menor op.63/3 de Chopin, posteriormente la Marcha de Prokófiev, concluyendo la noche con el Vals núm. 15 en La bemol mayor op.39, de Brahms.
Esperamos ya de nueva cuenta poder escuchar a Eugeni Kissin por Barcelona. Por el momento, para los interesados, para el 19 de marzo hay la oportunidad de escucharle en Madrid en dúo con el barítono Matthias Goerne. Siempre valdrá la pena hacer un viajecito a la Villa y Corte para disfrutar de un concierto de semejantes músicos y de paso hacer alguna escala, quizás por el Prado. No suena nada mal. ¿Os animáis? Seguimos.
Fotografías cortesía de bcn classics. Fotógrafo Antoni Bofill
Que esté todo en su lugar, no garantiza ese plus de algo más que hace que una interpretación sea extraordinaria. Cuantas veces, sobre todo en este mundo en que la perfección técnica es cada vez más frecuente en muchos músicos, uno escucha la lectura de una obra que podríamos calificar de «correcta», «profesional», fiel al texto del autor y sin embargo, quedarte como aquel que dice, ni frio ni calor. Y es que querido lector, ya lo decía Mahler, y un servidor lo cita con profusión ya lo sé: “en la partitura está todo, menos lo más importante” y diría más, que para que suceda eso tan importante, o sea la música, hay que no solo leer lo que está escrito, si no percibir e integrar lo que no se puede escribir en el texto y que sin embargo, está implícito y permite que la magia suceda al mezclarse con lo anotado en el mismo.
Un gran intérprete es no solo un músico que lee fielmente un texto, si no que recrea lo vivido y sentido por el autor de aquellas notas. El que trae al presente, al aquí y al ahora algo solo apuntando en un papel; el que, de nueva cuenta, en un escenario, permite que aquellos sonidos estallen en nuestro interior y nosotros percibamos el sentido profundo que estos tienen.
Mozart es un autor que suele retratar de cuerpo entero a sus intérpretes. Sus obras, son lo suficiente exigentes en todos los sentidos, para que el musico en cuestión al abordarlas, deje muy claro su nivel técnico y musical. Un claro ejemplo de lo anterior, son los conciertos para violín del maestro. Obras de una magia y una frescura indescriptibles, que permiten apreciar con nitidez la afinación, el manejo del arco, la manera de articular, la precisión en el fraseo, el sonido y su balance con la orquesta, entre otros muchos aspectos del solista que los aborda y lo hacen de una manera descarnada, sin posibilidad de esconderse; por ello resultaba muy atractivo ver que el programa presentado el pasado 16 de noviembre en el Palau de la Música por el violinista francés Renaud Capuçon en su doble papel de solista director de la Orquesta de Cámara de Lausanne comenzaba con el Concierto para violín n.º 5 en en La mayor, K. 219 del genio de Salzburgo, pues siempre se agradece enormemente la posibilidad de disfrutar la lectura de obras como estas, en manos de grandes maestros como Capuçon.
Capuçon es un fantástico violinista que cuenta con una carrera muy sólida y un prestigio muy bien ganado, lo que hacía, como habíamos apuntado, realmente muy interesante el poder escuchar su lectura de una obra tan notable como el concierto “ Turco” de Mozart. Ya desde el inicio pudimos apreciar que estábamos ante una interpretación correcta e impecable, pero donde los contrastes y las tensiones que la obra tiene y de qué manera, no aparecían por ningún lado. Capuçon en su papel de solista, desplegó un sonido aterciopelado, elegante y bien timbrado, que delata su inmensa categoría violinística, pero, pese a que la música fluía con naturalidad, lo hacía de una manera más bien anodina, sin desplegar toda la magia que ella encierra. La orquesta, estupenda, integrada por músicos realmente brillantes, se mantuvo siempre comedida, sosteniendo un perfil subordinado a Capuçon y acompañándolo hasta el límite de nunca cubrirlo o ensombrecerlo en su discurso musical, con un sonido contenido, como si estuviera cubierta por un velo que nunca permitió que mostrara el brillo que una obra así requiere. En resumen, nos encontramos ante una interpretación correcta, muy solvente, limpia y elegante, pero que pasó sin pena ni gloria y que nos dejó un regusto de cierta decepción.
Imagen ANTONI BOFILL
Después de las alturas celestiales de un Mozart a las que no pudimos acceder del todo, como ya hemos descrito, fuimos conducidos a la intensidad y la insondable profundidad de una obra como Metamorfosis de R. Strauss. Compuesta en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, desde sus primeras notas, atrapa al oyente y lo conduce lentamente por los desoladores parajes internos de un hombre, moralmente devastado, que ve como todo en lo que ha creído y para lo que ha trabajado en su vida, ha dejado de existir; pervertido primero en manos de un régimen criminal como el nazi, y después, arrasado por una guerra que lo ha devastado todo.
Capuçon, condujo desde el atril de primer violín, a un grupo de espléndidos músicos de la orquesta suiza, que realizó una estremecedora lectura de esta partitura. El grupo muy bien ensamblado, alcanzó momentos de una intensidad increíbles y por momentos costaba creer, que estuviéramos escuchando al mismo grupo orquestal que en la obra anterior, pues donde antes hubo contención, ahora escuchábamos intensidad sin límites y lo que antes fue un conjunto contenido y más bien anodino, ahora era literalmente un volcán sonoro en medio de la sala del Palau. ¿Cuestión de afinidades artísticas, quizás? O quizás, la magia de la noche o del lugar; lo que es cierto es que al llegar al final de la obra, un final que se desvanece como la vida misma, el público supo acompañar al grupo orquesta en ese largo, largo silencio que hay entre la última nota dada y el primer y tímido aplauso que se escuchó en el recinto, y ello, es sin duda parte del sortilegio que contiene esta obra.
Imagen ANTONI BOFILL
Tras la media parte, el optimismo y la fuerza de la Sinfonía n.º 1 en Do mayor, op. 21 de L. V. Beethoven inundó el lugar, en una buena interpretación de Capuçon, que pese a no tener buenos recursos técnicos como director, pues su gestualidad era parca y desconcertante, supo pese a ello, trasmitir bien a los músicos su concepción de la obra y construir una buena lectura de la misma. Tempos rápidos y muy bien mantenidos, fraseos bien realizados, contrastes muy bien abordados, son solo algunos elementos que permitieron a Capuçon construir una muy solvente interpretación de una sinfonía, en la que pudimos disfrutar ahora si, de la fuerza y el bien hacer de una espléndida orquesta como lo es la Orquesta de Cámara de Lausanne, pues en esta obra, afortunadamente Capuçon permitió que todas las aristas que jalonan esta primer sinfonía de Beethoven salieran a la luz y chocaran entre ellas. La orquesta se mostró espléndida, desplegando un sonido potente y muy bien balanceado, construido sobre la base de una cuerda que no abusó nunca del vibrato y acortó el uso de los arcos, permitiendo las articulaciones ligera y precisas y con ello el abordaje de los tempos rápidos antes descritos.
El público congregado en el Palau ovacionó entusiasmado a los artistas y como regalo de estos al respetable, escuchamos una hermosa obra de Faure: su obertura de la suite Masques et bergamasques, obra llena de una extraña inocencia y frescura, con la que la velada concluyó agradablemente. Seguimos.
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Fotografías cortesía de bcn classics. Fotógrafo Antoni Bofill
Continuando con una gira de conciertos por nuestro país que arrancó en Madrid los días 24 y 25 de octubre y que continuó el 26 en la ciudad condal, se presentó ante el público barcelonés la London Symphony Orchestra, dirigida por su nuevo director principal designado, el británico Antonio Pappano. Además de Madrid y Barcelona, la agrupación británica se presentó en Zaragoza el día 27 y finalizó su visita a España en Alicante la noche del 28 del presente mes.
En Barcelona ofreció un programa que mostró por qué, para muchos, la London Symphony es una de las mejores orquestas a nivel mundial. En una primera parte y tras su estreno absoluto el 10 de octubre en el Barbican Hall de Londres, pudimos escuchar «O flower of fire», pieza encargada por la misma orquesta británica a la compositora Hannah Kendall, la cual fue bien recibida por el público asistente. La velada continuó con la celebérrima «Totentanz, S.126» de F. Liszt, primorosamente interpretada en su parte solista por la maestra Alice Sara Ott, quien cosechó un rotundo éxito ante la afición barcelonesa.
Tras la media parte, llegó lo que sin duda era el plato fuerte de la velada. Me refiero al increíble poema sinfónico de R. Strauss, «Así habló Zaratustra», donde la orquesta se aplicó a fondo, regalando una lectura memorable de esta obra icónica de la literatura sinfónica.
Si algo distingue a la agrupación británica es su flexibilidad y su enorme habilidad para adaptarse a cualquier tipo de repertorio, siempre presentando una lectura de altísima calidad, apegada en todo momento al estilo requerido por el autor y con una musicalidad a flor de piel.
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La llegada de Pappano al podio de la London ha reacomodado sinergias al interior de esta histórica orquesta, que manteniendo siempre la marca de la casa, presenta en sus actuaciones un color diferente resultado de los procesos de cambio iniciados. Pappano, que ha pasado muchos años vinculado al mundo de la ópera, le está aportando una nueva manera de abordar el repertorio. Al maestro le gusta abordar las obras en tempos vigorosos y vivos, marcando intensamente los fraseos del registro grave para dar estabilidad al aparato orquestal. La gesticulación de las manos, la colocación del cuerpo, lo afectado de su rostro y, en resumen, la pasión con que aborda su labor, delata una pasión interna que se ve fielmente reflejada en la sonoridad que logra arrancar de la orquesta, un instrumento muy sensible en sus manos.
Una inmensa sorpresa fue disfrutar del trabajo de Alice Sara Ott, brillantísima pianista alemana-japonesa, que, pese a ciertos padecimientos físicos, demostró la noche del 26 de octubre estar en plena forma, realizando una asombrosa lectura de una de las obras más complejas del repertorio pianístico. La «Totentanz» de Liszt es una pieza que exige de sus intérpretes una increíble habilidad técnica, que les permita no solo hacer acrobacias asombrosas sobre el teclado, sino también mostrar un lirismo y una delicadeza infinitas, cambiando de registro en cuestión de segundos, manteniendo este esfuerzo durante unos 18 minutos.
Pocos, muy pocos, han logrado llegar a abordar con solvencia esta obra.Ott, pese a su apariencia frágil y delicada, abordó desde el inicio la obra con una fuerza y una intensidad remarcables. Sus dedos, literalmente, volaban por el teclado; no había malabar o pirueta técnica que no lograra resolver con absoluta solvencia. Pero donde demostró su inmensa estatura artística fue en los pasajes de lirismo y sosiego que la obra contiene, donde Ott fue simplemente excelsa y donde además se le vio profundamente imbuida por la obra.
Mención aparte merece la pieza de estreno: «O flower of fire» de Hannah Kendall, que destaca mucho por cómo trabaja los colores orquestales, combinando no solo las secciones tradicionales de una orquesta con mucha inteligencia, sino ampliando su paleta sonora con la inclusión de cajas de música, armónicas, anillos de metal, raspadores africanos que, al mezclarse, aportaban una sonoridad muy rica que la compositora ha sabido unir perfectamente. La obra se mueve creando atmósferas diversas que van fluyendo lentamente, creando tensiones y distensiones orgánicas y naturales, logrando en conjunto una pieza bien cohesionada y resuelta.
Tras la brillante actuación de la orquesta en Zaratustra, el público ovacionó merecidamente a la orquesta y su nuevo titular, que regaló al respetable una hermosa lectura de la «Danza húngara Nº 1» de J. Brahms, repertorio en el que Pappano se siente más que cómodo. Grandes sorpresas nos esperan en esta temporada, y una, de la mejores, fue este fantástico concierto. Seguimos.