La tarde del 9 de noviembre, el Palau de la Música se convirtió en un templo barroco, sin escenografía ni vestuario, pero lleno de drama. Alcina, presentada en versión de concierto por el Ensemble Artaserse, bajo la dirección de Philippe Jaroussky, demostró que cuando Händel habla, no hace falta más que música.
Estrenada en 1735 en el Covent Garden de Londres, Alcina pertenece al periodo tardío de Händel como compositor de ópera italiana. Fue una obra concebida para el lucimiento vocal —en especial del célebre castrato Giovanni Carestini— y forma parte de una trilogía mágica junto a Orlando y Ariodante. Pero, más allá del artificio escénico y del carácter fantasioso del libreto, Händel logró convertir esta ópera seria, tan codificada por la tradición, en un espacio sonoro de emociones profundamente humanas.
Con su don inagotable para la melodía y un lenguaje armónico-contrapuntístico de gran riqueza, Händel logra en Alcina una alquimia rara: transformar un libreto plagado de convenciones en un espejo de pasiones universales. Los personajes femeninos en Händel son notablemente más ricos que sus contrapartes masculinas. Él comprende la complejidad del alma de la mujer con una intuición admirable. Alcina ama, odia, se lamenta y sucumbe. Bradamante resiste con nobleza, inteligencia y lealtad inquebrantable. Morgana, en su ligereza, ama sin límites, con el entusiasmo de un corazón embrujado por Eros. En todas ellas, Händel escribe con una pluma que está atenta al latido del corazón de sus personajes.
La versión de concierto realzó el núcleo esencial del drama sin las distracciones que la escena puede generar, porque es en la música donde reside la quintaesencia del arte del maestro: Händel construye su universo sobre ese pilar emocional que es el aria.
Bajo su pluma, cada una se convierte en un espacio sagrado donde la emoción se encarna y conmueve. No hay solo belleza: hay verdad. Detrás de cada ornamentación florece un corazón expuesto, una humanidad en carne viva.
Philippe Jaroussky, una de las figuras más emblemáticas del canto barroco de las últimas décadas, se presentó aquí no como solista, sino como director. Al frente del conjunto que él mismo fundó en 2002 —el Ensemble Artaserse— dirigió con esa elegancia firme que lo caracteriza, dejando que la música fluyera con transparencia. Su lectura fue refinada, con un alto grado de equilibrio sonoro y, sobre todo, profundamente musical. La orquesta respondió con igual altura. La articulación, el empaste, la expresividad de las cuerdas y el continuo —con una tiorba maravillosa y un clave sobrio— fueron de una calidad admirable. No hubo rigidez historicista, sino flexibilidad expresiva, fraseo natural y un diálogo permanente entre los cantantes y la orquesta.
Kathryn Lewek, la gran triunfadora de la noche, dio vida a una Alcina de voz carnosa y sensual, potente y musical, con un rango expresivo muy amplio. Alcina, la hechicera voluptuosa y fría con sus amantes, se muestra al final de la obra como una mujer profundamente humana, desgarrada por la traición del único hombre al que ha amado. Su “Ah! mio cor”, en la parte final del segundo acto, fue el momento más devastador de la velada: una mujer deshecha, quebrada por el abandono, expuesta en toda su fragilidad. Difícil no conmoverse ante tanta sinceridad.
Lauranne Oliva, como Morgana, aportó una voz ligera, brillante y llena de vida, que sorteó con soltura algún pequeño percance sin perder elegancia. Su Morgana fue pasión sin filtros, una amante ingenua y entregada que dejó un gratísimo sabor de boca a los presentes.
Carlo Vistoli encarnó un espléndido Ruggiero, con una voz flexible, ágil, de gran belleza en los agudos y firmeza en los graves. Supo ornamentar con gusto y construir un héroe creíble en su contradicción: inconstante, impulsivo y prisionero de sus pasiones. Su “Verdi prati” fue un instante de pura verdad: sin ornamentos, sin exhibición, solo nostalgia y sencillez. Una joya donde la emoción se posa como un pájaro tímido.
Katarina Bradić, como Bradamante, mostró una voz rotunda, ágil, ideal para abordar dos de las arias de mayor dificultad de la partitura. Voz de graves más bien opacos, compensó con un registro medio muy rico, carnoso y expresivo. Bradamante es un personaje complejo, y Bradić supo dotarla de nobleza, valentía y una claridad emocional admirable.
Zachary Wilder, como Oronte, tuvo una participación desigual: con una voz potente pero algo abierta en los agudos, llegó a tener algunos problemas de afinación en los pasajes más complejos de su primera aria. Sin embargo, su segunda intervención fue mucho más afortunada, ornamentando con elegancia, se mostró más sereno y contundente en los pasajes virtuosos. Un tenor perfectamente adaptado a este repertorio.
Nicolas Brooymans, en el papel de Melisso, fue una revelación: su voz poderosa y homogénea, de bajos ricos y bien trabajados, aportó una autoridad natural al personaje. Un bajo espléndido, musical, sólido, que elevó cada intervención con aplomo y profundidad.
Más allá del reparto, Alcina se sostiene como una obra que premia la fidelidad, la constancia del amor sincero encarnado en Bradamante, y castiga la pasión desordenada, la seducción envuelta en engaño. La derrota de Alcina se traduce no solo en su caída emocional, en esa devastación casi total que la corroe por dentro, sino también en la pérdida de sus poderes. El amor, como la vida, solo puede crecer en libertad. Y el amor forzado, como el arte sin verdad, está condenado a desaparecer.
A veces, basta una voz herida, una cuerda que vibra tenuemente, para que el alma del teatro se manifieste sin necesidad de escenario. Händel, el alemán que conquistó Londres con la lengua de los afectos italianos, entendía que el verdadero drama no siempre se declama ni se representa, sino que muchas veces también se canta. Seguimos
No fue un concierto. Fue una invocación. A veces la música no suena: se enciende. Y este martes 22 de octubre, en el Palau de la Música, la música de Händel ardió en manos de Teodor Currentzis y su ensemble musicAeterna como rara vez se ha visto —o mejor dicho, sentido— en una sala de conciertos.
Había en el ambiente una extraña excitación por lo que el director griego tenía preparado para la ocasión. El público del Palau tiene aún fresco el recuerdo de las anteriores citas en que fue sorprendido por él. La orquesta entró de manera tradicional, entre aplausos respetuosos, seguida por la figura magnética de Currentzis. Hasta ahí, todo dentro del ritual habitual. Pero una vez el maestro alzó las manos, la sala se sumergió en una delgada penumbra —y con ello comenzó el verdadero conjuro.
A lo largo del concierto, el juego con las luces fue esencial. La iluminación se transformaba con cada fragmento, casi como si el propio Händel —tan afecto en su tiempo a los grandes espectáculos— tuviera su propio diseñador escénico. Todo estaba medido y cronometrado a la perfección. Nada sucedió porque sí, y cada nota y cada gesto se hizo para conmover al espectador. Así, la entrada del coro y de los solistas, que no aparecieron como simples intérpretes, sino como personajes de un drama invisible, estuvo previamente coreografiada al detalle, desarrollándose mientras la música ya sonaba, como si emergieran directamente del sonido.
Lo que siguió fue una travesía ininterrumpida de más de cien minutos por el universo dramático y espiritual de Händel. Arias, overtures, himnos, fragmentos de oratorios y óperas se sucedieron sin pausa, hilados con una sensibilidad teatral que evitó la sensación de antología y construyó, en cambio, una experiencia narrativa, casi operística.
El coro fue, en todo momento, un pilar fundamental de esa arquitectura expresiva. Cantaron todo de memoria, con una presencia escénica que combinaba disciplina y libertad, mientras ejecutaban una coreografía sutil pero eficaz. El sonido fue poderoso y perfectamente afinado, con unos bajos robustos y una flexibilidad pasmosa en los cambios de carácter y dinámica. Cada intervención coral fue como una columna de fuego que sostenía la estructura emocional del concierto, aportando una dimensión colectiva de belleza casi arcaica.
Currentzis no dirige, habita. Y lo hace con una intensidad que puede parecer excesiva a quienes no están dispuestos a dejarse llevar, pero que resulta absolutamente genuina para quienes conocen el nivel de entrega con el que trabaja. Su lectura de Händel fue vibrante, contrastada, sin temor al dramatismo, pero nunca afectada. La música danzó, respiró, se desgarró y se elevó.
La orquesta musicAeterna, liderada por su extraordinaria concertino, sonó sencillamente genial. Precisa, enérgica, flexible, con una paleta de matices inagotable. Parecían una banda de rock barroco sobre el esecenario: no por volumen, sino por actitud, convicción y potencia expresiva. Fue una interpretación de cuerpo entero, sin miedo al riesgo, al filo, al temblor. Cada acorde fue generado desde el interior de unos intérpretes que aman profundamente esta música y que ven en ella un modo de transformar la vida de sus escuchas.
Las voces solistas, provenientes de la Academia Anton Rubinstein, fueron una verdadera revelación. Todas ellas —jóvenes, pero extraordinariamente bien guiadas— mostraron un dominio técnico sólido, una expresividad refinada y un compromiso emocional evidente. La dirección de Currentzis se hizo sentir también aquí: en el fraseo, en los silencios, en las miradas. Siempre atento, siempre solícito, siempre presente.
Tatiana Bikmukhametova, Anhelina Mikhailova, Daria Lebedeva, Galina Menkova, Tatiana Vikhareva y Yulia Vakula, así como el contratenor Andrey Nemzer —quien además ejerció como coach vocal del grupo— fueron las voces que incendiaron nuestros corazones con cada aria leída desde lo más hondo de la partitura. Todos brillaron sin estridencias ni exageraciones. Fue una celebración de la belleza vocal entendida como honestidad expresiva. Arias como “Piangerò la sorte mia”, “Pena tiranna” o “Eternal Source of Light Divine” fueron abordadas con una sobriedad conmovedora. No hubo divismos. No hubo trampas emocionales. Solo música desnuda y viva, lanzada al mundo con el coraje que da la verdad.
En tiempos donde tanto arte parece dominado por lo banal, lo vulgar, lo superficial, o directamente lo feo, lo que hace Currentzis es casi heroico. Su apuesta por la belleza —pero no una belleza complaciente, sino exigente, radical, incluso peligrosa— se siente como una flor brotando en medio del pavimento. No hay ironía, no hay cinismo en su gesto. Hay un deseo auténtico de conmover, de sacudir, de elevar. Y esa voluntad, cuando se plasma con la seriedad y el talento con que lo hace el maestro, se convierte en un acto de resistencia. En una afirmación poética de que el arte todavía puede cambiar cosas, de que es el arte la única esperanza que nos queda ya.
Händel, con Currentzis, no suena como música de archivo, ni como arte de museo. Suena como si estuviera siendo escrita ahora mismo, por alguien que tiene algo urgente que decir. Y eso, justamente, es lo que distingue a los grandes intérpretes de los demás. Lo vivido la noche del martes 21 en el Palau no fue una interpretación más o menos afortunada de música barroca. Fue una revelación. Seguimos.
Tamerlano, ópera en tres actos de G. F. Händel, ha quedado relegada históricamente a un segundo plano dentro del catálogo operístico del compositor. Poco difundida y frecuentemente opacada por títulos como Giulio Cesare, ha sido injustamente considerada una obra menor. Sin embargo, esa comparación resulta no solo injusta, sino profundamente equivocada.
Porque Tamerlano es, por sí misma, una obra de enorme calidad artística. Su planteamiento dramático contrasta radicalmente con el de Giulio Cesare. Aquí no hay grandilocuencia ni escenas espectaculares con grandes masas corales. Es una ópera intimista, contenida, con orquestación reducida, que transita los sutiles caminos de la dignidad frente a la opresión. Sus personajes, para mantenerse fieles a sí mismos, llegan incluso a ofrecer la vida.
Mientras Giulio Cesare deslumbra con vitalidad, orquestación rica y arias exigentes, Tamerlano conmueve desde la introspección. Compararlas directamente no solo carece de sentido, sino que evidencia una visión reduccionista, cuando no malintencionada.
Las oportunidades de ver Tamerlano en escena son escasas. Afortunadamente, el pasado 14 de mayo en el Palau de la Música de Barcelona, René Jacobs —al frente de la excepcional Freiburger Barockorchester— nos regaló una versión concierto de esta obra maestra poco frecuentada.
El formato de concierto para óperas barrocas sigue generando debate. Para algunos, privar al público de una puesta en escena en obras tan largas es casi un despropósito. Para otros —los más entusiastas del género—, esta es la forma ideal de disfrutar plenamente la música sin interferencias visuales forzadas o puestas en escena excesivamente conceptuales que distraen o incluso incomodan. Y Tamerlano, por su carácter introspectivo, funciona especialmente bien en este formato.
Históricamente, esta ópera marca un hito: por primera vez, Händel otorga a un tenor un papel de gran peso dramático. Hasta entonces, el protagonismo recaía en los castrati o en la prima donna, figuras a quienes los compositores destinaban las arias más exigentes. Los tenores ocupaban roles secundarios. Pero en Tamerlano, el personaje de Bajazet —sultán derrotado, íntegro hasta el final— representa un giro de paradigma. Händel le otorga momentos de gran intensidad expresiva, que culminan en un suicidio cargado de nobleza y desesperación.
Escuchar esta ópera bajo la dirección de René Jacobs fue, sin duda, un privilegio. Como es habitual en sus proyectos, la interpretación fluyó con naturalidad, y pese a la extensión de la partitura, la tensión dramática se mantuvo viva en todo momento. La Freiburger Barockorchester fue un socio ideal: precisa, expresiva y atenta a cada gesto del maestro. Jacobs dirigió con inteligencia musical y sensibilidad extrema, dando espacio a los cantantes para ornamentar sin romper la arquitectura del conjunto. Respira con ellos, los acompaña y los eleva.
Del reparto vocal destacó con fuerza la contralto Helena Rasker, que bordó el papel de Irene. Con una voz poderosa, técnica depurada y exquisita musicalidad, cautivó al público en cada intervención.
El otro gran triunfo de la noche fue el joven contratenor Paul-Antoine Bénos-Djian, quien asumió el desafiante rol central con solvencia y expresividad. Händel escribió para este personaje algunas de las arias más complejas de la obra, y Bénos-Djian superó el reto con brillantez.
El tenor Thomas Walker, como Bajazet, cumplió con dignidad un papel muy exigente. Aunque su registro mostró ciertas limitaciones, especialmente en momentos de mayor lirismo, supo mantener el nivel y cerrar con eficacia una interpretación difícil.
La soprano Katherina Ruckgaber lució un timbre hermoso y un gusto refinado en cada intervención. Alexander Chance, como Andrónico, mostró gran musicalidad, aunque en algunos pasajes su voz perdió proyección en el registro grave.
Como mencioné, la obra es larga: más de tres horas de música, alternando arias sublimes con extensos recitativos que pueden volverse áridos para el oyente poco familiarizado con el barroco. Pero el público del Palau —mayoritariamente conocedor y entusiasta— supo valorar la propuesta y disfrutó, sin duda, de una velada musical extraordinaria. Seguimos
Recuerdo que, por Navidad, en mi casa, cuando era muy pequeño, mi padre solía poner un disco cuya portada decía algo así comoGrandes éxitos navideños de la música clásica. Aquello daba sabor de hogar, además de un toque de distinción a las reuniones familiares. En aquel estimado álbum había las más diversas piezas en su enésima versión grabada. Nada fuera de lo normal: obras que todos hemos escuchado hasta la náusea, pero que, en mi caso, contribuyeron a que mi gusto musical se forjara y aquella música se convirtiera en parte de mi cotidianidad.
Destacaban, entre ese grupo de obras que algún osado productor consideró aptas para incluir en un álbum navideño, laMúsica acuáticade Haendel, junto con laMúsica para los reales fuegos de artificiodel mismo compositor. El repertorio se complementaba con obras de Mozart y Corelli, por mencionar solo algunos ejemplos. Sin embargo, si había una pieza que desde siempre me fascinó, esa era elAriade laSuite orquestal n.º 3de Bach, con su hermosa melodía principal que lo envolvía todo, mientras un exquisito contrapunto en las voces inferiores tejía filigranas llenas de encanto y profundidad.
Aquel disco, cuando faltaron mis padres, se perdió irremisiblemente. Al ser un compendio tan variopinto, era casi un sueño imposible pensar en un concierto que reuniera en un solo lugar aquellas obras que, en mi niñez, le dieron tono y empaque clásico a mi Navidad. Sin embargo, la vida, que constantemente nos sorprende, me tenía reservada una agradable noticia: la clavecinista y directora Emmanuelle Haïm, al frente de su muy estimable grupoLe Concert d’Astrée, daría una gira por varias ciudades españolas en el mes de diciembre, presentando un programa precisamente integrado por varias de esas entrañables obras.
Así, el pasado 11 de diciembre, en el Palau de la Música, se presentó una de las personalidades más importantes del mundo de la “música antigua”. Haïm inició la velada con laSuite en re mayor, HMV 349de laMúsica acuática haendeliana, para concluir la primera parte con laSuite orquestal n.º 3 en re mayor, BWV 1068, de J. S. Bach. Tras un breve descanso, remató la velada con laSuite en fa mayor, HWV 348de laMúsica acuáticade Haendel y culminó el concierto con la imponenteMúsica para los reales fuegos de artificio, HWV 351, del mismo compositor británico
Hacía mucho tiempo que no disfrutábamos en esta ciudad del extraordinario trabajo de Emmanuelle Haïm ni del sonido tan profundamente francés de suConcert d’Astrée. El programa elegido, pese a encajar en lo que podríamos llamar un concierto “para todos los públicos” por la belleza y la alta factura de cada pieza, y sobre todo por la rotundidad de su mensaje, encerraba riesgos que solo los más entendidos lograban percibir. Las cuatro suites que tanto hemos disfrutado los melómanos desde grabaciones —como aquel disco seudo navideño de mi infancia— utilizan trompas y trompetas naturales, instrumentos notoriamente poco fiables en cuanto a afinación en un concierto en vivo. Se requieren intérpretes muy experimentados para abordar un programa de este tipo con ciertas garantías de calidad.
La noche del 11 de diciembre, en el Palau, salvo alguna nota aislada que pudo sonar algo desafinada, los músicos del Concert d’Astréeofrecieron una verdadera cátedra de musicalidad y dominio técnico ante un desafío de tal magnitud.
Emmanuelle Haïm dirigiendo Le Concert de Astrée en el Palau de la Música.A. BOFILL / BCN CLÀSSICS
En el caso de las tres piezas de Haendel, estamos hablando de obras escritas para el servicio de la corona británica en momentos históricos concretos. Nunca debemos olvidar que muchas de las grandes obras que hoy reverenciamos fueron pensadas y pagadas por el poder, para uso de ese poder y sus representantes. El arte, en ocasiones, no es tan puro como algunos nos han querido hacer creer.
Por ejemplo, las suites de laMúsica acuáticafueron concebidas para acompañar al primer rey de la casa de Hannover, Jorge I, mientras navegaba con su comitiva por el Támesis, en una aparición pública diseñada para acercar al monarca a su pueblo. La música es perfecta para la ocasión: impactante y solemne, proporcionando un marco incomparable para presentar ante los londinenses a un rey que apenas había llegado al trono, que no hablaba inglés y que vivía de espaldas a sus súbditos. Años después, el hijo de este primer Hannover ascendió al trono británico como Jorge II. Tras ganar la guerra de Sucesión Austriaca, principalmente contra Francia, en 1749 firmó el Tratado de Aquisgrán y quiso conmemorar la ocasión encargando a Haendel —¿quién más?— una música que ensalzara el nombre de Gran Bretaña. Aunque los fuegos artificiales de aquella celebración terminaron descontrolándose, la música, como siempre, fue un éxito rotundo.
En cuanto a laSuite orquestal n.º 3 de Bach, estamos hablando de una obra que pertenece al género de la “ouverture a la francesa”, un estilo que Bach cultivó poco, pero en el que nos dejó cuatro suites simplemente maravillosas. Estas piezas combinan la jovialidad y la energía con la inspiración melódica de raíz italiana y el profundo conocimiento armónico y contrapuntístico germano. En concreto la tercera de estas suites, que es la que escuchamos la noche del día 11 de diciembre, cuenta con el Aria, segundo movimiento de la suite. pieza celebérrima donde las haya, y que ha deleitado a millones de personas en todo el mundo.
Aunque las cuatro obras del programa fueron compuestas en tiempos y circunstancias muy distintas, hay un hilo conductor que las vertebra y da coherencia al concierto: la innegable influencia de la tradición musical francesa, que rezuma en todas ellas. Es precisamente aquí donde reside el gran valor de la interpretación de Emmanuelle Haïm y Le Concert d’Astrée, una autoridad en este repertorio.
Tanto Haendel como Bach, cuando escribieron las obras de este repertorio, lo hicieron respetando los usos y las maneras de la tradición orquestal francesa del momento que había surgido con Lully no hacía demasiado tiempo en la corte del Rey Sol. Cierto, cada compositor adaptó este acervo y lo integró a su estilo de una manera singularísima y genial. Este proceso de integración de las diferentes escuelas del momento, es lo que hace que las piezas de estos maestros sean tan potentes y robustas.
Emmanuelle Haïm dirigiendo Le Concert de Astrée en el Palau de la Música.A. BOFILL / BCN CLÀSSICS
Para un público lego en la materia, lo mismo da un conjunto inglés, italiano que francés, pero una orquesta por ejemplo como Le Concert d’Astrée con una bagaje cultural y musical bien diferenciado, las tradiciones interpretativas, las maneras de ornamentar y de resonar los instrumentos pesan y mucho.
Emmanuelle Haïm no solo conocé a la perfección este repertorio, si no que lo ama profundamente y en consecuencia lo defiende con una vehemencia sencillamente maravillosa. Verla en el pódium puede ser leído de muchas maneras, pues su gestualidad está libre de todo atavismo snob que la limite. Es pura espontaneidad y emoción en el escenario. Ella busca guiar, compartir la emoción de esa música que tanto significa para ella y sus compañeros músicos. El resultado es una lectura docta y bien mesurada , basada en sólidos conocimientos y anclada en la más profunda tradición, pero con esa chispa de la que tantos adolecen y que muchos más le envidian a esta fantástica directora.
Verla hacer música tan libre , tan espontánea y tan dueña de la situación hace que algo muy dentro de ti se reconcilie con el aquí y el ahora. Es vivencia en estado puro.
Era imposible no salir con una gran sonrisa de la sala del Palau aquella noche. El sueño de escuchar aquellas obras que en mi infancia yo había relacionado con la navidad, se hizo realidad en un concierto sencillamente fantástico. Feliz navidad a todos y muy feliz año nuevo con más música. Seguimos.
Fotografías cortesía de bcn classics. Fotógrafo Antoni Bofill
Tolomeo es, en el catálogo de Händel, una obra que marca el fin de un periodo muy feliz en la vida creativa del maestro. Estrenada en 1729 en el King’s Theatre, es el último título que compuso para la Royal Academy of Music, a la que estuvo vinculado durante ocho años. El escándalo y un ambiente absolutamente enrarecido acompañaron la aparición de esta magnífica obra, que lamentablemente ha pasado más bien desapercibida para el gran público.
Ciertamente, el libreto de Nicola Francesco Haym no es precisamente un texto notable a nivel dramático, pero es que tampoco lo pretendía. Estamos hablando de ópera barroca, donde lo que importa es que la trama permita la inserción de una buena cantidad de arias hermosas, medianamente hilvanadas, con una historia más o menos creíble y con unos personajes más o menos verosímiles. Nada más, pero también nada menos.
Este es el espacio donde Händel logró verdaderos prodigios musicales, conquistando a un público, en este caso el londinense, que siempre había mantenido una relación muy reacia con el mundo de la ópera. El maestro había sabido pulsar la tecla, remover las conciencias y seducir los oídos con títulos como Giulio Cesare, Rodelinda o Tamerlano. La belleza de su música fue el bálsamo que abrió los corazones británicos, y supo además rodearse de un elenco de grandes cantantes a los que atrajo a la capital británica, manejándolos hábilmente durante un buen tiempo, hasta que todo saltó en mil pedazos.
La Royal Academy, que gozaba del apoyo de la alta nobleza y de la corona, pudo pagar exorbitantes sueldos a estrellas operísticas como Senesino, el gran castrato italiano, o las sopranos Francesca Cuzzoni y Faustina Bordoni. Esto a la larga marcó parte de su defenestración, pues los números no cuadraron y los egos, una vez inflamados, se desbordaron, llegando a peleas públicas entre las dos divas, lo que a su vez acarreó el descrédito de la compañía y el rechazo casi unánime de la alta sociedad londinense.
Ya el maestro en la misma dedicatoria de Tolomeo habla de que el mundo de la ópera estaba en franca decadencia, pero a pesar de ello, una vez concluida su relación con la Royal Academy, al año siguiente se convirtió en el gerente adjunto del King’s Theatre. Para este teatro, fundado en 1705 por el arquitecto y dramaturgo John Vanbrugh, Händel escribió siete óperas más, entre las que se encuentran Sosarme (1732) y Orlando (1733). Finalmente, tras muchos sinsabores en una nueva aventura en el Covent Garden Theatre, en 1741 con Deidamía, una ópera que pasó sin pena ni gloria y que solo pudo representar solo tres veces, el maestro dejó definitivamente el veleidoso mundo de la ópera y probó suerte en el oratorio, género que ya venía tanteando desde 1733 cuando compuso Athalia.
El caso de Tolomeo es el de una buena obra, no de las mejores ciertamente, que muestra con bastante claridad la amplia paleta expresiva de nuestro compositor. Händel, en sus casi 50 óperas, siempre tuvo la inmensa habilidad de dar sangre y corazón a textos más bien mediocres a nivel dramático, valiéndose de una mezcla muy sabiamente trabajada entre una pasmosa habilidad para construir melodías profundas y muy expresivas, con una pulida técnica contrapuntística y armónica que reforzaba el dramatismo de los textos que abordaba. Donde antes había un texto convencional, que cumplía con una serie de atavismos casi ridículos, la música del maestro le insuflaba una vida y una pasión que antes ni por asomo tenía. Tolomeo es una buena muestra de ello. Contiene un puñado de arias memorables, destacando mucho «Stille amare» del tercer acto, escrita para el protagonista, que cree estar entregando su vida para salvar la de su amada esposa, cuando realmente solo está bebiendo un potente somnífero. O el conmovedor dueto entre Tolomeo y su amada Seleuce, «Se il cor te perde«, en el que la pareja, al verse asediada por un cúmulo de infortunios que los separan, se dice desde lo más hondo del alma un conmovedor “adiós, amor mío”. Decir que Tolomeo es una ópera más, o que no cuenta con ninguna aria de interés como he podido leer estos últimos días, es no entender ni la obra, ni el estilo, ni la ópera del periodo.
Barcelona tuvo el gusto de poder disfrutar este hermoso título operístico como cierre de esta temporada del ciclo Palau Òpera, evidentemente en versión concierto, donde la calidad estaba de sobra garantizada pues el director de todo el espectáculo era el milanés Giovanni Antonini, director desde su fundación en 1985 del Giardino Armónico, conjunto instrumental de referencia en el mundo de la interpretación históricamente informada. A ellos se sumaron los efectivos de la Kammerorchester Basel, otro extraordinario grupo que hizo las delicias de los reunidos en la sala del Palau de la Música de Barcelona el pasado 29 de mayo.
Originalmente, en el rol de Tolomeo, el rey que se esconde bajo el aspecto de un simple pastor estaba anunciado el contratenor argentino Franco Fagioli, pero un padecimiento en su voz le hizo cancelar la fecha, motivo por el cual se llamó al canadiense Cameron Shahbazi, quien defendió con bastante solvencia el papel. Shahbazi, pese a su juventud, está sabiendo construir una prometedora carrera que estamos seguros será muy brillante. Tiene importantes proyectos en puerta y la solvencia con que salvó el compromiso de suplir a alguien tan prestigioso como Fagioli no es poca cosa, pero su voz aún tiene mucho por desarrollar. Su timbre es muy hermoso y cuenta con una voz plena y potente en el registro medio, pero sus agudos pierden brillo y agilidad, y sus graves en algunos casos son pobres. Además, se le ve aún inseguro a la hora de ornamentar con más potencia en la reexposición de sus arias. En las arias di bravura, momentos donde los divos del momento solían hacer verdaderas virguerías, se requiere de mucha más garra y aplomo para poder terminar de rematar su impacto y con ello encontrar la cuadratura del círculo que todo aficionado espera de un papel protagonista. Ahora, siendo justos, tuvo una gran noche. Cumplió, repito, con mucha solvencia con su papel. Así, por ejemplo, su aria estelar, la ya mencionada “Stille amare”, fue un hermoso momento de la velada. Su línea vocal fue constante y hermosa; supo administrar el tiempo y la tensión que el aria crea y muy poco a poco su voz se fue apagando, simulando muy efectivamente cómo la muerte envolvía al protagonista de nuestra ópera.
La soprano veneciana Giulia Semenzato, encargada del papel de Seleuce, fue indiscutiblemente una de las grandes triunfadoras de la noche. Con una presencia escénica poderosa y una voz de ensueño, muy ágil y ligera, su técnica vocal robusta y consolidada le permite utilizar su instrumento con absoluta solvencia. Además, destaca por su facilidad y buen gusto para ornamentar libremente las arias que se le encomiendan. Estos son solo algunos de los adjetivos que este cronista tiene para describir la actuación de esta fenomenal cantante, figura indiscutible en el mundo de la mal llamada música antigua, y que cada vez ocupa más y mejor espacio en los escenarios de todo el mundo.
La mezzosoprano piacentina Giuseppina Bridelli, que cantó el papel de la despechada Elisa, fue junto a Semenzato la otra absoluta estrella de la noche. Con voz más carnosa y robusta, tiene una habilidad inmensa para abordar las arias más complejas con mucho ímpetu y ornamentarlas con gusto y elegancia. En todos sus números, ya fuera en un hermoso legato o con alguna ágil escaramuza virtuosística, Bridelli convenció y gustó mucho a la audiencia por la maestría al defender su papel.
Los dos restantes personajes, Alessandro y Araspe, fueron encomendados al contratenor Christophe Dumaux y al bajo Riccardo Novaro, respectivamente. Ambos roles son secundarios dentro de la trama y, por ello, tienen mucha menos carga y menor presencia. Händel redujo deliberadamente la importancia de Alessandro en la trama, de manera que toda la tensión se concentrara en los tres papeles principales, pero ello no evitó que el maestro escribiera para él arias tan hermosas como «Non lo dirò col labbro» o «Pur sento, oh Dio». En ambos casos, arias sin alardes innecesarios, efectivas, muy elegantes y con una belleza melódica que atrapa al escucha. Dumaux, cantante con un inmenso gusto, supo gestionar muy bien sus recursos vocales que son más que notables y dejar un muy grato sabor de boca.
Araspe, el villano de la historia cuenta con arias tan hermosas como «Respira almen un poco» o «Sarò giusto»,que fueron abordadas por Riccardo Novaro con enorme fortuna. Cantante con garra, voz potente y espléndido recorrido vocal, sabe moverse muy bien en los momentos de intensidad y potencia, así como rematar con exquisitez los pasajes donde la finura y la filigrana hacen falta. Muy efectivo sobre todo en la zona grave, pero con una homogeneidad entre el resto de sus registros muy bien trabajada.
La parte orquestal fue quizás, con mucho, lo más grato de la ocasión. Antonini es un músico enérgico y muy comprometido que supo sacar lo mejor de un conjunto orquestal integrado por dos de las mejores agrupaciones del momento. Perfectamente empastados, con un sonido muy rotundo y una garra que estremecía al escucharlos, acompañaron primorosamente a los cantantes de una manera siempre flexible y fluida. Partiendo de una nueva edición crítica de la obra, realizada por el musicólogo Clemens Birnbaum, y que recupera la orquestación original de 1729, Antonini supo encontrar la sangre y el corazón de una música que, a casi 300 años de su estreno, sigue haciéndonos vibrar y soñar por la verdad que hay en cada una de sus notas. Seguimos.