De lo sublime en música: Missa Solemnis

De lo sublime en música: Missa Solemnis

Hacia 1757, Edmund Burke publicó su Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello, donde separa por primera vez, a nivel filosófico, lo bello de lo sublime.

Lo bello, según Burke, es todo aquello que nos resulta placentero y delicado, lo armonioso, aquello que genera en nosotros ternura y paz. Por el contrario, lo sublime nos sobrecoge, nos impacta, nos muestra cuán pequeños somos y nos vincula con lo infinito. Si lo bello encanta y agrada por su delicadeza, lo sublime sobrecoge por su abrumadora grandeza.

La Missa Solemnis de Beethoven es, sin duda, una obra sublime. Inmensa, compleja, procelosa, ríspida por momentos, amenazadora y dulce a un mismo tiempo, colosal y tremendamente aristada. Nadie que la haya escuchado desde dentro ha salido indemne de la experiencia, pues supone vivenciar de manera directa lo sublime, con todas sus emociones y todos sus inmensos riesgos.

Beethoven abordó su composición en la recta final de su vida. Totalmente aislado del mundo y en medio de una crisis personal inmensa, escribió la Missa junto con otra de sus obras icónicas: la Novena Sinfonía. Ambas piezas colosales son como las caras de una misma moneda, con las que Beethoven hace su última y quizás más arriesgada apuesta expresiva. En determinado momento, el maestro asume que debe ir más allá de lo que hasta entonces había creado y decide saltar al vacío: escribe una sinfonía con un texto literario, superando la barrera de la música puramente instrumental, y una misa que, por sus dimensiones, jamás podría ser interpretada en un templo católico ni mucho menos en una ceremonia litúrgica. Los límites son desbordados, lo bello da paso a lo sublime ante nuestros ojos y nos hace temblar.

Ni qué decir de lo inmensamente compleja que es su ejecución. Esto ha llevado a que directores de todas las generaciones o bien esperaran hasta su vejez para abordarla (Muti lo hizo con ochenta años cumplidos) o, tras trabajarla durante varios años, decidieran que jamás podrían expresar cabalmente todo lo que la obra esconde y la eliminaran de su repertorio (como Furtwängler). Más recientemente, Rattle confesó que, a sus más de setenta años y con una carrera tan brillante a sus espaldas, la obra aún lo supera.

Thomas Hengelbrock y los Balthasar-Neumann-Chor & Orchester presentaron en el Palau de la Música de Barcelona, el pasado 10 de marzo, una lectura sencillamente memorable.

La dulzura que los instrumentos originales imprimieron a la obra fue solo la cara exterior de una interpretación balanceada y meticulosamente construida por Hengelbrock. Así, por ejemplo, los balances entre coro y orquesta —que en números como el Gloria o el mismo Kyrie inicial suelen ser problemáticos, debido sobre todo a una orquestación demasiado compleja y potente— encontraron en su dirección la transparencia y la fluidez necesarias. La masa coral, lejos de ser anulada por la orquesta, se fundió en un todo compacto y perfectamente equilibrado.

Las fugas, abundantes y complejísimas, resonaron fluidas y bien resueltas gracias a unos tempos orgánicos que permitieron al coro respirar lo más cómodamente posible en una obra tremendamente exigente para ellos. Beethoven utiliza al coro en toda su amplitud y le demanda el máximo, tanto en potencia como en rango de tesitura. Sin miramientos de ningún tipo, lo lleva al extremo de sus registros, haciéndolo cantar repetidamente el la agudo y, en algunos casos, incluso llevándolo hasta el si bemol inmediatamente superior.

Para semejante aventura, Hengelbrock contó con un conjunto coral espléndido, que fue el verdadero protagonista de la noche. Era maravilloso ver el aplomo, la musicalidad y la flexibilidad expresiva con que el Balthasar-Neumann-Chor afrontó esta obra; encaramándose, ligeros y con una afinación perfecta, en las más intrincadas fugas sin que la calidad del sonido se resintiera, para luego, si la obra lo pedía, cantar dulcemente en los más estremecedores pianísimos.

La orquesta sonó espléndida, rotunda y perfectamente empastada, con una sección de cuerdas precisa y unas maderas sencillamente maravillosas. Mención especial merecen las trompas naturales, que tuvieron una noche de ensueño, lo que no es baladí debido a la complejidad y lo traicionero de su ejecución. El concertino del conjunto, el español Pablo Hernán Benedí, estuvo realmente afortunado en su hermoso solo en el Benedictus de la Missa. Sin el brillo estridente al que nos tienen acostumbrados las grabaciones con instrumentos modernos, supo imprimir ensoñación y lirismo al momento, con una sonoridad refinada y casi mórbida, llena de poesía.

El cuarteto vocal en su conjunto fue realmente notable, destacando sin duda la soprano Regula Mühlemann, que posee un hermoso timbre, con agudos cristalinos y brillantes, además de  buen gusto en los matices. La mezzosoprano Eva Zaïcik cuenta también con un hermoso timbre, aunque en algunos pasajes más graves se vio algo mermado, sin perder nunca eficacia ni potencia sonora. De voz potente y penetrante, Julian Prégardien brilló sobre todo en algunos pasajes del Agnus Dei, donde su delicado manejo de los matices y la seguridad de su fraseo dieron enorme relieve a la interpretación. Lamentablemente, el británico Gabriel Rollinson no terminó de redondear su lectura de la obra, ya que, pese a un timbre inicialmente hermoso, en pasajes más exigentes su voz se quedó corta en potencia, llegando a sonar más bien engolada y con falta de brillo.

La suma de todos estos elementos hizo de la ocasión vivida un evento realmente memorable, pues no es habitual disfrutar de una interpretación de tan alto nivel de una obra tan compleja y exigente. Una interpretación realmente sublime. Seguimos.

“Dona nobis pacem, amén»

“Dona nobis pacem, amén»

Entre 1818 y 1819 un Beethoven ya en la última recta de su vida, casi totalmente aislado y en medio de una crisis personal inmensa, inicia la composición de un par de obras que marcarán de manera definitiva la historia de la música en occidente: me refiero a la Novena sinfonía op. 125 y a la Missa Solemnis op. 123.

 

Ambas obras son en muchos sentidos, grandes experimentos del maestro, pues, por una parte, nunca se había escrito una sinfonía con la participación de la voz humana y menos de una gran masa coral y, por la otra, Beethoven era casi un neófito en temas sacros, ya que apenas tenía experiencia en la composición de misas u obras de este corte. La vinculación de estas piezas es tal, que incluso casi se estrenan el mismo día:  el 7 de mayo de 1824 y digo casi, porque de la misa solo se pudo estrenar esa noche las tres primeras partes, pues a la Iglesia católica en Viena, le pareció del todo inconveniente que una obra sacra, se estrenara en un teatro y no en una iglesia.

 

Si bien es cierto que la Novena sinfonía es una obra realmente ambiciosa, la misa lo es en grado sumo. Entra en ese reducido grupo de obras que son prácticamente irrealizables tal y como las pensó su autor. Para hacernos una cabal idea de lo anterior, solo hay que reparar en que  maestros de la talla de Wilhelm Furtwängler, retirara de su repertorio la misa  al sentirse incapaz de hacer justicia a la partitura original. Las exigencias técnicas son tan altas y a ello se suman las de índole emocional que muchos, al igual que Furtwängler, claudican ante la aventura de navegar estas procelosas aguas. Solo unos pocos se han aventurado con éxito en la lectura de esta partitura, y cuando se tiene la oportunidad de estar presente, es casi como encontrar un trébol de cuatro hojas. Tal ocasión hay que experimentarla   como un momento en la vida, de eso que hay que recordar, porque si algo tiene esta obra, es que una vez que la escuchas desde dentro de tu ser, te marca de manera indeleble por la potencia de su mensaje.

 

En Barcelona tuvimos una de esa  ocasiones el pasado 21 de diciembre. Philippe Herreweghe se presentó al frente del Collegium Vocale Gent  y junto con la  Orchestre des Champs Élysées realizaron una sorprendente lectura de esta partitura en el Palau de la Música, que estuvo a punto de llenarse en su totalidad. Justo antes de dar inicio al concierto, que estaba anunciado se llevaría a efecto sin interrupciones, tras los aplausos de rigor  a la orquesta, coro y solistas,  Philippe Herreweghe tomó un micrófono y en catalán se dirigió a la audiencia, expresando su emoción de compartir con el público congregado en la sala la interpretación de una obra como la Missa Solemnis, pero a su vez avisando, que debido a que se encontraba enfermo y a 40 grados de temperatura, abandonaría el escenario un par de veces a tomar agua y quizás algún medicamento para poder hacer frente a tal reto físico. Huelga decir el efecto que esto causó en el público, que ya en otras ocasiones ha visto como este querido maestro, se ha presentado en malas condiciones físicas, pero ha cumplido con el compromiso establecido con un público que llena las salas, cuando él está anunciado.

Tras unos breves aplausos dio inicio la ejecución de la obra y aquello fue realmente memorable de vivir, porque logró presentar ante aquel público una obra de semejantes dimensiones y tales exigencias, en toda su dimensión, pero guardando siempre una apariencia sencilla y orgánica. Quien escuchó aquella interpretación, sin conocer los entresijos de la partitura es posible que se llevara la impresión de que la misa es una pieza sencilla de abordar, porque todas las zonas en que la misma suele dar verdaderos quebraderos de cabeza a los intérpretes estaban sumamente trabajadas. Así, por ejemplo, los balances entre coro y orquesta, que en números como el Gloria o el mismo Kyrie suelen ser problemáticas , debido a la potencia en la orquestación original del maestro, estaban perfectamente ajustadas. La masa coral lejos de ser anulada por la orquesta  en más de una ocasión se vio reforzada por ella y siempre se pudo escuchar nítida y claramente  los textos.

Las fugas que son abundantes y muy complejas siempre fueron abordadas con tempos casi perfectos, que permitían que el coro estuviese lo más cómodo posible, pero sin dejar que la obra se empantanara con velocidades demasiado lentas que solo ensucian y distorsionan el sonido. Así por ejemplo, la fuga del final del Credo, que es el movimiento más largo y desgastante de la pieza, y que inicia con el texto “Et vitam venturi saeculi amen” (y espero la vida eterna amén) es, sin lugar a dudas, una verdadera misión suicida para muchos. Su extrema dificultad estriba en que a cada compás las voces se cruzan en contrapuntos cada vez más y más complejos, que se tejen aparentemente en libertad, mientras además se les exige que canten en un registro muy incómodo y donde se desgasta muchísimo la voz, pudiendo en casos extremos degradarse la calidad de la misma y todo esto en un tempo marcado por Beethoven como Allegro con moto. Herreweghe logró que de esta mezcla casi imposible saliera algo profundamente emocionante y emotivo. La proclama de uno de los grandes dogmas de la fe cristiana:  la llegada de la vida en un paraíso supra terreno, por momentos se vivió gracias a esta música, que indescriptiblemente lo invadía todo y nos dejaba a muchos profundamente impactados.

 

El cuarteto de solista vocales, integrado por  la soprano Eleonore Lyons, la contralto Eva Zaïzick, el tenor Ilker Arcayürek, y el bajo- barítono Thomas Bauer, fue realmente notable. Con voces muy potentes y muy bien balanceadas, lograron fusionarse perfectamente.  En los cuatro casos estamos ante cantantes que lograron una lectura muy afortunada de la obra y que, en conjunto, crearon una segunda fuerza vocal  que unida al coro y la orquesta, aportaron mucha riqueza tímbrica a la interpretación de la misa. Como la obra está pensada en grandes bloques sonoros, no tenemos en ella arias destinadas al lucimiento de la voz de los solistas, Beethoven quería reflex ionar profundamente sobre los dogmas de la fe en que había sido educado y crecido, y presenta a los solistas en un todo compacto, como un cuarteto que suele cantar simultáneamente o en pequeños pero conmovedores solos. Uno de estos casos es sin duda el Agnus Dei que inicia con la voz del bajo al que se le unen por turnos el resto de las voces solista , siempre repitiendo el mismo texto  “Agnus Dei qui tollis peccata mundi miserere nobis” (cordero de Dios que quitas el pecado del mundo ten piedad de nosotros). Tradicionalmente se ha mencionado que Beethoven había indicado que este texto debía ser interpretado nerviosamente, aunque tal indicación no aparezca en la partitura urtext de la que disponemos. Lo siento, es que esta música sí que puede encontrar una buena descripción en las palabras que se le atribuyen al maestro Bruno Walter que dijo : “Dios es amor, pero el mundo es malvado y lleno de dolor: ese es el pensamiento último de la Missa Solemnis”

 

El final de esta aventura musical es la luz , pues de las penumbras del Agnus Dei, pasamos  con las palabras “dona nobis pacem” (danos la paz) a una música casi pastoral, llena de una felicidad plena y sosegada. Herreweghe transmitió precisamente esto, la paz, la luz de la que esta música está llena. Al punto  de que varios presentes en el público, no  lograron contenerse y sin esperar a que el maestro bajara del todo sus brazos, esperando que el último acorde resonara en toda su amplitud, comenzaron a ovacionar más que merecidamente a todos los artistas.

 

Creo que no puedo imaginar una mejor manera de terminar un año en lo musical, un año en el que muchas y muy hermosas cosas pasaron, al igual que otras terribles sin duda, pero, y esto es lo sorprendente, pues precisamente piezas como la Missa Solemnis te hacen vivir en una sola experiencia estética, ambas caras de la moneda que no es otra cosa que nuestra vida diaria.  A ratos luminosa y bella, a ratos amarga y terrible. Quizás, y ahí está, en parte,  la magia de estas obras, que logran reflejar  la profunda verdad que late en nuestro corazón, con todas sus contradicciones y al mismo tiempo con  toda su unidad . Muy Felices fiestas a todos. Seguimos