«El Rey Daniil»
El origen de los actuales recitales pianísticos lo podemos encontrar, como tantas cosas de nuestra actual práctica musical, en el siglo XIX. Parece ser que fue Liszt quien, a partir de las bohemias tertulias poético-musicales que solían darse en aquellos años, y en las que el virtuoso maestro solía embriagar a sus asistentes con toda clase de sortilegios musicales, depuró la idea de encontrar un espacio privilegiado en el que un solista y su público tuvieran acceso a un lugar donde la magia de su piano desplegara todos sus encantamientos.
El recital de piano moderno nace de esta idea: transportar, afectar hasta la médula a sus asistentes, con la ejecución de un programa en el que el artista protagonista permitiera a los oyentes el acceso al jardín del Elíseo a los congregados para escucharle.
Este esquema ha ido pasando con los años y, con mayor o menor fortuna, se ha mantenido casi intacto. Dependiendo del pianista en cuestión, la velada podía ser una privilegiada cita con las musas o una amigable entrega a Morfeo, pero dentro de la práctica musical actual, el formato del recital, pese a todo, no tiene visos de evolucionar hacia una propuesta diferente.
Ahora bien, para que un recital de piano hoy día subyugue realmente, las cualidades del pianista deben ser muy notables. No es fácil mantener inmerso a un público como el actual, rodeado de constantes estímulos (hiperactividad, móviles, redes sociales, etc.) y acostumbrado a estos estímulos frenéticos a lo largo del día. De nada sirven las vehementes súplicas de los auditorios en todo el mundo para apagar el móvil y encontrar un pequeño paréntesis de tranquilidad. Siempre, siempre, hay algún «distraído» que se olvida de apagar el móvil y que, además, tiene la «mala suerte» de que le llamen en el momento menos oportuno para el resto de la concurrencia, rompiendo muchas veces ese sacrosanto momento de silencio beatífico que se había creado.
Así, con un auditorio hiperestimulado y con una capacidad de concentración más bien baja, plantear un programa de poco más de dos horas de música para piano solo es, sin duda, una proeza. Querido lector, espero poder ser bien entendido, no estoy hablando de pasar de algún modo más o menos atento dos horas sentado en una butaca de un hermoso auditorio o teatro, escuchando un poco por encima la agradable música que un señor con notables dotes musicales hace. En absoluto, me refiero a pasar casi con embeleso dos horas de nuestras vidas de una manera absolutamente inmersos y sin posibilidad de escapar, en un estado casi de gracia, y eso, querido lector, en la actualidad es cada vez más difícil de lograr, por las causas, entre otras muchas, que mencioné antes.
Daniil Trífonov lleva tiempo demostrando que es capaz de afrontar con absoluta solvencia el reto de realizar recitales de piano solo y lograr aquellas ensoñaciones cuasi mágicas que Liszt había planteado en los orígenes de esta práctica. Lo que lo constituye en casi un taumaturgo del piano, pues obra en su público verdaderos milagros internos, además de crear absolutos prodigios musicales, solo accesibles a unos pocos en la historia.
Escuchar a Trífonov en vivo es, sin duda, toda una experiencia que hay que vivir para entender cabalmente lo que es un artista con mayúsculas. Pese a sus escasos 32 años, Trífonov ha logrado crear ya en torno suyo una cierta mística, que lo une a nombres como Sokolov o Kisin, aunque al oírlo tocar y analizar su abordaje de las obras, el recuerdo más marcado es sin duda el de Horowitz. Todos rusos, cierto, y todos unidos por una colosal y sólida tradición de hacer y vivir la música.
El pasado 29 de noviembre, en el Palau de la Música de la ciudad de Barcelona, Daniil Trífonov presentó un programa sorprendente, extenso y muy variado, que permitió disfrutar de la enorme paleta expresiva y demostrar que es un todo terreno. Hacer convivir en un mismo programa la Suite en la menor de las Nouvelles Suites pour le clavecín de Rameau con la Hammerklavier de Beethoven no es tarea fácil, y Trífonov logró leer en lo más profundo de cada una de las cuatro obras seleccionadas y, siendo fiel a sus autores y al mensaje encontrado en ellas, transmitirlo a los congregados en la sala de conciertos.
No es mi deseo aburrir al paciente lector que lee estas letras y por ello no abundaré en detalles demasiado técnicos de cada uno de los movimientos de las obras, aunque materia hay y mucho, porque en cada una de las piezas, Trífonov realizó una lectura profundamente personal, y es justo ahí donde radica parte de la magia de este pianista, que se toma algunas libertades interpretativas, y en Rameau lo hizo y mucho, pero lo hace con tan sólidos argumentos musicales que la obra no sufre en su constitución más elemental, sino que surge al oído del oyente llena de vida y robustecida por la lectura que hace.
Un ejemplo claro de lo anterior, como lo hemos mencionado, fue su interpretación de la obra de Rameau, que a los más puristas quizás pueda parecerles demasiado afectada o que no respeta ciertas tradiciones interpretativas de la época, pero es que ya el solo hecho de tocar estas obras en piano, estamos casi hablando de una transcripción; los recursos expresivos del piano modernos nada tienen que ver con los del clave que conoció Rameau. Así, Trífonov abordó la pieza, ya desde la allemande inicial en un tempo muy amplio, deleitándose en profusas ornamentaciones que la obra requiere y que son el corazón expresivo de la misma. Esta música, en su concepción original, al ser tan delicada en su sonoridad, requiere que sus finas líneas melódicas, al exponerse, sean primorosamente ornamentadas, y en su conjunto, las diferentes danzas son una constante exigencia de control técnico y de balance en cada una de sus articulaciones. Trífonov logró sobradamente construir un paisaje perfectamente sobrio, sereno, en el que cada una de las partes estaba justamente en su lugar; cumpliendo su función, sumándose al todo y generando un conjunto realmente conmovedor.
Una de las sonatas maduras de Mozart, en concreto la escrita en fa mayor con el número de catálogo K 332, fue la obra que permitió apreciar la agilidad casi acrobática de Trífonov. Sobre todo en los dos movimientos extremos de la sonata, que fueron abordados en tempos muy rápidos y decididos y ello no mermó en nada las posibilidades en cuanto a precisión y perfección técnica de su lectura. Dejándonos con un grato sabor de boca, al finalizar el Allegro assai final, sobre todo por su frescura y su saber crear los pertinentes contrastes entre los fortes y los pianos marcados por el compositor; todo esto dentro de una perfecta observancia de un depurado y elegante estilo interpretativo.
Las Variaciones serias op. 54 de Mendelssohn fueron la obra con la que cerramos la primera parte del concierto. Pieza llena de elegancia y virtuosismo a partes iguales, fue abordada con maestría por Trífonov, que logró una lectura simplemente fulgurante de ella. Trífonov tuvo en estas 17 variaciones la posibilidad perfecta de desplegar toda la intensidad de sus recursos técnicos, en las partes más rápidas y virtuosísticas, así como deleitarse con comedidos legatos, haciendo cantar con delicadeza las melodías más sublimes que esta obra encierra. Casi al final de la partitura, en la última variación, supo construir muy sabiamente la tensión necesaria, para que el final de la pieza, marcado en Presto, explotara en toda su dimensión, dejando un hondo impacto en la audiencia congregada.
El plato fuerte de la sesión, y hay que ver que lo que hasta ahora hemos escuchado no eran en ningún caso naderías o piezas de gabinete, fue la inmensa sonata «Hammerklavier» de Beethoven. Obra axial en la historia de la literatura pianística, en tanto que tras su publicación en 1819 esta sonata se transformó para las generaciones venideras en un verdadero eje, en un punto de referencia en cuanto a la verdadera comprensión del arte de tocar el piano. Fue precisamente Liszt, el «creador» del recital pianístico del que antes hablábamos, quien pudo abordar la obra plenamente por primera vez, al parecer en París en 1836, pues tras la muerte de Beethoven, ningún pianista había podido enfrentar el reto de interpretar la obra.
La «Hammerklavier» lleva al límite todos los recursos tanto técnicos como expresivos de sus intérpretes y Trífonov no defraudó, dando todo y más durante los más de cuarenta y cinco minutos que dura la obra. La intensidad emocional, el absoluto dominio del instrumento y una concepción profundísima del sentido más hondo de la obra, son algunos de los elementos que podemos destacar de una interpretación simplemente pasmosa de esta colosal partitura.
Casos muy destacados fueron sin duda los dos movimientos finales de la sonata. El Adagio sostenuto fue escalofriante. Escuchar la profundidad, la hondura y el inmenso sentimiento con que Trífonov se sumergió en este maravilloso movimiento cortaba la respiración. Era imposible escuchar aquello y no sentirse hondamente conmovido con aquella música, lo que además, siendo Trífonov muy amigo de los tempos trepidantes, sorprendió aún más, por lo reposado de su concepción de este movimiento.
La llegada del Allegro risoluto resonó en toda su contundencia y compleja estructura contrapuntística en manos de Trífonov lleno de un extraño sortilegio y cuyo apabullante final fue la palmaria muestra de la inmensa categoría artística de uno de los más grandes pianistas de la actualidad. La fuga final, pasaje de una complejidad absolutamente endiablada, fue resuelto con una autoridad y una solvencia tanto técnica como musical arrolladora, causando en la concurrencia, al llegar el final, una atronadora aclamación a un artista de tal categoría.
Tras la inmensa ovación, pese a lo extenso y agotador del programa, Trífonov regalo dos propinas, ambos arreglos del mismo Trífonov al parecer de música del pianista de jazz Art Tatum.
Un increíble concierto que logró alturas celestiales en su segunda parte, motivo por el cual, cabe perfectamente el juego de palabras, teniendo como referente al antiguo testamento, con lo que podríamos hablar ya del «Rey Daniil», que esperemos reine sobre el piano largos y venturosos años. Seguimos.