«Yo sabía que eran muy buenos”

«Yo sabía que eran muy buenos”

Lamentablemente para nosotros, hay obras en el llamado canon de la música clásica que, al ser tan reiteradamente programadas, causan actualmente en el público aficionado, cuando se les nombra, un amplio y sonoro bostezo. Muchos acuden a escuchar la sinfonía tal o el concierto cual sin demasiado entusiasmo. Han perdido por desgaste esa fuerza telúrica que las acompañaba en el momento de su estreno. En muchos de esos casos, los responsables de tal desgaste son absolutos mercenarios musicales que «interpretan» la obra y la suelen llevar a su muy personal y, en muchos casos, mediocre visión de las cosas, desnaturalizando la música que pasan por sus manos. Así, la mezcla de mal tocar una partitura y hacerlo con una inusitada frecuencia logra que aquello que en sus orígenes lograba cimbrar el alma de quien escuchaba aquella pieza, pasado el tiempo, simplemente se convierta en un puro objeto decorativo sin mayor trascendencia.

Dvorák es un autor que ha sufrido en algunas de sus obras este lamentable proceso. Encabezando la lista sin duda, está su novena sinfonía, la que en los países de habla hispana ni tan siquiera nombramos correctamente, pues al parecer deberíamos llamarla «Sinfonía desde el Nuevo Mundo» y no como lo hacemos: «Sinfonía del Nuevo Mundo». Traducciones aparte, un servidor ha escuchado desde que tiene memoria cientos y cientos de posibles lecturas de esta increíble partitura. La diversidad de tempos, fraseos y demás libertades que los mercenarios de turno se han tomado para abordarla es muy, muy amplia. Muchas de estas «versiones» han sido más que celebradas, y me ahorraré los nombres de sus perpetradores dejando al infierno el pago de semejante fechoría, pero lo cierto es que, al menos a un servidor, ver anunciada esta sinfonía me suele causar, y lo digo sin exagerar, un muy profundo conflicto, que reside en que, de primeras, deseas disfrutar de una obra tan hermosa como esta sinfonía, pero luego te malicias que aquella nueva lectura va a ser una nueva fechoría y tal sospecha te coloca en el escenario antes descrito. La última vez que me enfrenté a esta disyuntiva, salí trasquilado, no quieran saber quiénes fueron los responsables, eso, como ya lo indiqué arriba, se lo dejo a otras instancias sobrenaturales.

Ahora bien, cuando una pieza como la Novena de Dvorák es bien interpretada, las cosas son muy de otra manera, todo tiene sentido y la  misma gloria con ángeles y querubines incluidos  se presenta ante nuestros ojos. Ese fue el caso del concierto que pudimos disfrutar en la ciudad condal el pasado 7 de marzo, en el Palau de la Música, dentro del ciclo BCN Clássics. La orquesta responsable en esta ocasión fue la Filarmónica Checa contando con la experta batuta del maestro de origen ruso Semion Bitxkov que es su director titular desde hace ya más de cinco años. Completaba el programa de la velada la ejecución del también celebérrimo concierto para violonchelo y orquesta en Si menor, op. 104 del mismo compositor teniendo como solista al madrileño Pablo Ferrández, que está construyendo con sonados triunfos en todo el mundo una carrera simplemente colosal.

De hecho, el concierto arrancó con esta última obra y dio clara muestra de la calidad que nos esperaba a los afortunados que nos congregamos en la sala del Palau esa noche. Desde hace ya mucho tiempo que Pablo Ferrández cuenta con una técnica simplemente perfecta. Un sonido muy hermoso y redondo, agilidad y afinación simplemente perfectas, son solo algunas de las cualidades que le adornan. Tiene lo que podríamos llamar dedos casi infalibles, con un vibrato elegante y nada exagerado, que sobre todo y esto es fundamental, no alterar la afinación de las notas, con un arco poderoso que sabe sacar del instrumento lo necesario en cada pasaje, además de ello, su presencia escénica es fantástica y se comunica muy bien con el público.

Imagen ANTONI BOFILL

Al abordar el concierto de Dvorák, lo hizo seguro de sí, contando con un maestro de la talla de Bitxkov que supo darle el espacio que Ferrández le fue pidiendo a lo largo del decurso de la obra. La juventud y el ímpetu del madrileño muchas veces le llevaron a abordar en tempos quizás demasiado rápidos algunos pasajes, restándole mucha de la  expresividad que contienen esto, pero la experta mano de Bitxkov siempre supo seguirlo y arropar al solista, logrando en todo momento un todo perfectamente ensamblado.

 Bitxkov respiraba con el solista, lo intuía perfectamente, logrando construir momentos simplemente deliciosos, como el segundo movimiento de la obra marcado como «Adagio ma non troppo», en que Ferrández logró hacer cantar a su Stradivarius de 1689 con un lirismo evocador, frases que requieren de un constante rubato que de no ser administrado con la suficiente sabiduría por el solista, hubieran podido dar por resultado un verdadero desastre. El allegro moderado final tuvo la fuerza y peso requeridos para concluir una obra de semejante envergadura. Justamente hacia el final de este movimiento es que pudimos paladear el delicioso diálogo escrito para el violonchelo solista y el concertino de la orquesta, cuya labor de este último fue realmente fantástica.

 

El público premió con sumo entusiasmo la brillante interpretación realizada por Pablo Ferrández que retribuyó al respetable con una pequeña propina, muy significativa en estas tierras, pues fue el «cant dels ocells» la perla que Ferrández regaló como símbolo de su agradecimiento al público catalán.

En medio de los comentarios del público en la media parte, hubo uno que me llamó poderosamente la atención, pues revelaba la inmensa sorpresa que muchos habían recibido por parte de nuestro solista invitado: «Yo sabía que era bueno, pero no que era tan bueno». Creo que con esto queda, si no todo, al menos mucho en claro.

Tras la media parte llegó la sinfonía «del nuevo mundo» – con traducción incorrecta, lo sé – que ocupaba la centralidad del programa sin duda. Para poder comprender lo que significa una interpretación de esta significativa partitura, precisamente realizada por la Filarmónica Checa, hay que tomar en cuenta que esta misma orquesta nació de la mano del mismo Dvorák que la dirigió en muchas ocasiones. Decir Filarmónica Checa es hablar de una espléndida orquesta, que  mantiene un absoluto romance con la obra de compositores checos como Dvorák, Smetana o Janacek.  Mahler que estrenó su séptima sinfonía al frente de esta orquesta es otro autor al que suelen acercarse con gran fortuna, continuando  la lista de especialidades con  Brahms al que hacen sonar y resonar con un sabor muy especial.

Cada uno de los músicos que integran esta espléndida orquesta, pertenecen a una larga tradición de interpretación, son parte viva de un modo de entender y hacer la música y de ello pudimos dar perfecta cuenta la noche del pasado 7 de marzo, pues el sonido de, por ejemplo, la cuerda, no tiene comparación con ninguna otra orquesta del mundo, la Filarmónica Checa suena a Praga, o mejor aún a Bohemia. No es que sea mejor o peor que cualquier otra gran orquesta, es que suena como solo puede sonar la Filarmónica Checa. Esta singularidad que comparte con otras grandes orquestas, como Berlín, Ámsterdam o Viena, choca frontalmente con la estandarización de muchas, quizás demasiadas orquestas del mundo, en que ese color, esa manera propia y muy particular de tocar se ha perdido para siempre.

He mencionado anteriormente la cuerda, pero cualquier sección de la Filarmónica es simplemente fantástica. Las maderas o los metales son secciones integradas por el músico ideal para ese puesto, que saben en qué momento y cuándo hay que hacer o tal o cual color, quién lleva la melodía principal o hasta dónde va tal o cual fraseo de sus pasajes, son músicos que han respirado desde siempre esta música, que se han educado en ella y que, sobre todo, la aman y la respetan profundamente.

Cuando se tiene semejante instrumento, como director estás ante un gran reto, pues has de guiar a un ejército de generales, y Semion Bitxkov que es uno de los mejores directores vivos en la actualidad hizo lo que todo gran director debe hacer, que es dejar hacer a sus músicos, no entorpecer, sino potenciar y moldear esta materia prima de tan alta calidad. No en balde ha logrado construir una muy sólida carrera que arranca tras su traslado a EE. UU. en los años 80 pasando por París o Colonia, esto sin olvidar sus años de formación bajo el régimen soviético que cuando estaba a punto de ponerse al frente de la mítica orquesta de Leningrado, por razones políticas suspendió el concierto y lo condenó al ostracismo.

Muchos otros hubieran intervenido, fijando tempos extraños, marcado fraseos «novísimos», haciendo e inventando nuevos y sorprendentes enfoques que buscan siempre demostrar cuán intrépido y sorprendente es este brillante «maestro». Bitxkov, por el contrario, acudió al texto original del compositor y, valiéndose de su inmensa experiencia, realizó una lectura simplemente cautivadora.

Imagen ANTONI BOFILL

Creo que es la primera ocasión en muchos años que, tras escuchar esta sinfonía, no me invade la sensación de estafa, en su lugar una inmensa emoción y una indescriptible satisfacción me embargó . Yo sabía que eran buenos estos checos, pero nunca pensé que fueran tan buenos. Seguimos.

Fotografías cortesía de bcn classics. Fotógrafo Antoni Bofill

 

«Juventud divino tesoro».

«Juventud  divino tesoro».

La noche del pasado 23 de febrero, tuvimos la oportunidad los congregados en el Palau de la música catalana, de disfrutar de un concierto protagonizado por una nueva generación de músicos de primera línea.  El violonchelista madrileño Pablo Ferrández fue el solista invitado de la Orquesta Sinfónica de Amberes, dirigida en esta ocasión por su titular, la maestra Elim Chan.

Ambos artistas que están en el arranque de su carrera internacional ya van mostrando de qué son capaces, dando muestras notables de su enorme talento y de que están preparados para volar muy alto, por cielos que, por momentos, pueden llegar a ser realmente inhóspitos.

Ferrández de apenas 31 años y con un currículum realmente brillante, se presentó ante el público catalán con una obra realmente exigente: El Concierto para violonchelo núm. 1, en Mi bemol mayor de D. Shostakóvich. Partitura compleja donde la haya, este concierto no es de fácil acceso para sus intérpretes. Escrita en 1959 y dedicada al gran Mstislav Rostropóvich, es para muchos “el concierto” de violonchelo del siglo XX. Desde el primer momento y durante los siguientes cuatro movimientos, mantiene al solista en un estado constante de tensión y entrega. Es sobre él que recae prácticante todo el peso de la obra, la orquesta, que tiene un papel importante sin duda, literalmente acompaña, da sustento a un despliegue absolutamente despiadado de todos los recursos técnicos y musicales de los que es capaz el instrumento. Si pensamos en el destinatario original de la partitura, el recordado Rostropóvich, podremos calcular la envergadura del reto que supone para cualquier solista preparar y presentar este concierto en público.

Ferrández lució, y mucho, en su lectura de este complejo concierto. Lo anterior fue aún más notable, sobre todo en los movimientos centrales de la misma, donde pudimos apreciar  la marca de la casa: una sonoridad  muy potente y llena de brillo. El joven maestro sabe cómo aplicarse a fondo en los momentos de mayor expresividad y sacar de su instrumento verdaderos lamentos que atraviesan el alma de quien lo escucha. En los movimientos rápidos de la obra aún falta, en nuestra opinión, asentar más su concepción sobre ellos. La sonoridad obtenida, pese a ser de muy alta calidad, era por momentos demasiado evanescente y le faltaba ductilidad rítmica, perdiendo con ello la garra y el sarcasmo que la partitura reclama. Por momentos la orquesta opacó esos pequeños detalles llenos de humor negro que pueblan toda la obra y que se perdieron porque faltó rigurosidad y mayor precisión en la lectura y el balance de una obra extraordinariamente compleja sobre todo, repito, en los movimientos rápidos.

Con todo, y tomando en cuenta el inmenso monumento con que se presentó ante el público del Palau, Ferrández tuvo una gran noche y nos hace estar seguros de que con los años su carrera crecerá a lo más alto, dándonos inmensas satisfacciones con sus éxitos.

La otra gran protagonista de la noche fue Elim Chan que con apenas 36 años es directora titular de la Orquesta Sinfónica de Amberes. Su nombramiento al frente de esta orquesta llegó en 2019, después de realizar varios conciertos con esta agrupación, que decidió apostar por esta talentosa maestra de origen chino, pero educada en los Estados Unidos. De aspecto frágil, su paso por el Palau de la Música podríamos calificarlo de ir in crescendo, de un piano en tempo Moderato a un fortísimo en Allegro con brío

La noche comenzó con una buena lectura de la obertura a Ruslan y Ludmila de M. Glinka, obra brillantísima y que en manos de Chan funcionó bien, pero con regusto a obra de relleno. Mal aspecto le poníamos al concierto si una obra tan brillante y rotunda, nos sonaba bien sin ir mucho más allá. Vino después el concierto arriba comentado y los enteros de Chan comenzaron a subir enormemente, pues estuvo siempre donde había que estar, atenta, solícita y flexible ante cualquier requerimiento de Ferrández. Vigilante del balance de su orquesta y cuidadosa que la obra fuera hacia adelante, mostrando una musicalidad innata que en la anterior obra brilló por su ausencia.

Tras la media parte, la obra con la que la orquesta mostraría lo mejor de sus cualidades fue Suite del ballet ‘Romeo y Julieta’ de S. Prokófiev. Decía Franz Strauss, padre de Richard y que fue, en su momento, uno de los grandes trompistas de su tiempo principal de su sección en la ópera de la corte de Baviera, que cuando se presentaba ante una orquesta un nuevo director, normalmente joven, él ponía mucho cuidado en ver cómo subía al podio, pues con la seguridad con que lo hacía, se podía ver si los que mandaban eran ellos, los músicos, o aquel pobre muchacho que pretendía dirigirlos.

He de confesar que, de manera instintiva, seguí la recomendación de Strauss padre en el momento en que Chan subió al podio para dirigir la obra de Prokófiev y me transmitió, pese a su figura delicada y casi frágil, una seguridad y un aplomo tremendo, convenciéndome de que estábamos a punto de disfrutar de algo grande.

Justo antes de comenzar, la maestra quiso dirigirse muy brevemente al público reunido y agradecerles el afecto mostrado, en lo que era su primer concierto en nuestra hermosa sala, confesando que esta obra era una de sus favoritas y que significaba mucho para ella poder interpretarla esa noche.

Era muy notable lo cómoda que estaba Chan interpretando esta música. Sus gestos, antes correctos pero fríos, se llenaron de una fuerza y una vehemencia tremendos. Poseedora de una técnica impecable y efectiva, se le veía disfrutar y con ella a toda la orquesta, que sonó espléndida. En este Romeo y Julieta, la paleta expresiva es inmensa y la orquesta tiene en sus mil y una combinaciones tímbricas y temáticas, la oportunidad de sugerir, de apuntar tal o cual sensación. Una orquesta de alta calidad como lo es la Orquesta Sinfónica de Amberes tiene en esta partitura la ocasión de brillar muy intensamente porque la obra lo tiene todo: momentos de virtuosismo técnico, escenas líricas maravillosas, pasajes de tensión y dramatismo a raudales, ocasiones en que puedes ver a los personajes sufriendo ante tus ojos, y un largo etcétera.

Memorable, es como podemos calificar la lectura que realizó la maestra Chan al frente de la Sinfónica de Amberes de esta obra y nos hace sentir muy optimistas sobre el crecimiento artístico de la directora, que aún tiene mucho que desarrollar en todos los sentidos. Por el momento, podemos ver como en el repertorio en el que ella se siente cómoda, despliega todo su inmenso potencial, no así en obras que no le son tan próximas, en las que su alta calidad no es tan evidente. Estamos seguros que con los años de lo que promete será una brillante carrera, logrará hacer justicia por igual a todas las piezas que tenga a su cargo, lo que hará que el público, pueda disfrutar de una espléndida directora, como lo es ella.

Seguimos.