Al frente de la orquesta belga Anima Eterna Brugge, regresó el pasado 29 de octubre al Palau de la Música el director granadino Pablo Heras-Casado, obteniendo un sonado éxito. El programa era suculento: en la primera parte, la mezzosoprano Sarah Connolly, que tantos y tan buenos momentos nos ha hecho pasar, interpretó los Rückert-Lieder de Gustav Mahler. Tras la pausa, como plato fuerte de la velada, pudimos disfrutar de la primera versión de la Tercera Sinfonía de Anton Bruckner.
Heras-Casado ha construido su brillante carrera sin especializarse en un repertorio específico. Colabora desde hace ya tiempo con el conjunto belga, que aborda con fortuna tanto autores del siglo XV como proyectos de vanguardia. En cada una de estas aventuras, la máxima es apegarse lo más posible a la sonoridad y al universo musical en el que fueron creados los diferentes repertorios. Estas particularidades sonoras, en el caso de las sinfonías de Bruckner, pasan por una plantilla instrumental muy distinta, sobre todo en la sección de vientos metal. Pongamos por ejemplo los trombones con los que el maestro trabajó: aquellos trombones de pistones no contaban con la sonoridad expansiva y potente de los modernos trombones de vara. Sucede algo similar con las trompas y la tuba que el Bruckner conoció.
Todo esto hace que, al abordar este repertorio, la posición del intérprete cambie radicalmente, ya que la respuesta real de la orquesta obliga a repensar tempos, articulaciones y fraseos que la tradición interpretativa consolidó, sobre todo durante el siglo XX. A esto se suma que Bruckner, siempre perfeccionista, revisó obsesivamente casi todas sus sinfonías, de modo que en el caso de la Tercera Sinfonía existan hasta nueve versiones. Centrándonos en la llamada Sinfonía “Wagner”, así denominada por estar dedicada al maestro de Bayreuth, la versión que fue aceptada y grabada a lo largo del siglo XX es la última revisión que Bruckner realizó entre 1888 y 1889, ayudado por su alumno Franz Schalk y editada en 1959 por Leopold Nowak. En ella, la orquestación y los procesos compositivos están ya muy asentados, revelando a un compositor maduro, con una paleta expresiva refinada. Esto hace que la Tercera Sinfonía suene perfectamente estable, que sea una obra sencillamente genial, pero, sobre todo, que guarde una profunda comunión con las últimas sinfonías de Bruckner, ya que fue revisada mientras él creaba esas piezas.
La versión que escuchamos el pasado 29 de junio en el Palau de la Música fue la originalmente escrita por Bruckner en 1873, la misma que envió a Wagner en diciembre de ese año. En este estado, la obra tuvo muy poca suerte: solo fue ensayada una vez por la Filarmónica de Viena y luego descartada para su estreno. Fue la versión de 1877-1878 la que finalmente pudo estrenarse en Viena en diciembre de 1877, y, tras una larga investigación, fue editada por Nowak en 1980 como versión definitiva. La versión de 1873 es probablemente la menos lograda de todas las versiones de esta sinfonía, y si la comparamos con la de 1889, que es la que estamos acostumbrados a escuchar, la diferencia es notable. La decisión de apelar al texto original —siguiendo el criterio de Anima Eterna Brugge y de Pablo Heras-Casado— dio como resultado, en mi opinión, la lectura de una obra aún por terminar, lo cual se confirma por el cúmulo de trabajo que Bruckner aún invirtió en ella para darla por concluida. Lo que escuchamos esa noche fue una colorida ejecución de un esbozo que, años después, se transformó en una gran obra.
Para más inri, este dato fundamental aparece solo de manera indirecta en los textos del programa de mano, no en el listado de obras, donde debería haber quedado claramente estipulado qué versión se interpretaría. Es un poco tramposo anunciar una obra y luego interpretar una versión que nunca se toca y que tú y solo tú consideras definitiva, basándote en el argumento de que es la versión original del autor. Aplaudo la iniciativa de presentar al gran público este amplio abanico de posibilidades que ofrece la obra de Bruckner, pero hay que tener el cuidado de comunicarlo claramente al público.
La lectura de la sinfonía fue sin duda muy interesante, llena de detalles colorísticos y luminosos de gran mérito, aunque carente del trazo amplio que una obra de esta envergadura requiere. En Bruckner, el equilibrio y los matices orquestales son elementos cruciales. Heras-Casado dedicó todos sus esfuerzos a trabajar estos aspectos, pero en el proceso dejó de lado la unidad y la congruencia necesarias para integrar cada uno de esos detalles. El resultado fue una hermosa colección de momentos memorables, aunque inconexos entre sí. Una pena, ya que el final no estaba en el principio.
Por su parte, Sarah Connolly realizó una hermosa y muy sentida interpretación de los Rückert-Lieder de Gustav Mahler. Particularmente conmovedora fue su interpretación de Liebst du um Schönheit («Si estimas la belleza»), canción que Mahler dedicó a su entonces prometida Alma, con estas tiernas palabras: «Si me amas por la belleza, la juventud o la riqueza, entonces no me ames; pero si me amas por el amor, entonces sí, ¡ámame para siempre, tú, a quien siempre he amado!». Connolly supo imprimir en el color de su voz el anhelo de todo corazón de ser amado sin condiciones, sin límites, sin medida. Primero cantando con un color velado, mustio, sin apenas brillo, que se transformó en las frases más intensas del lied en pura luz y color, reflejo de la plenitud y la verdad del amor.
Concierto interesante por varios motivos y que dejó un buen sabor de boca en general a la concurrencia. Una pena la elección de la versión de la sinfonía, lo que no desmerece la enorme calidad de la orquesta Anima Eterna Brugge. Un inmenso placer disfrutar de una agrupación tan interesante como esta. Esperamos poder escucharla pronto. Seguimos.
La Tonhalle-Orchester Zürich, bajo la dirección de su titular Paavo Järvi, fue la encargada de dar inicio a una nueva temporada de conciertos de BCN Clàssics. El Palau de la Música fue el escenario donde, la noche del pasado 28 de octubre, pudimos disfrutar del trabajo de esta extraordinaria orquesta suiza de gira por algunas ciudades de nuestro país.
La velada comenzó con el Concierto para violín y orquesta núm. 2 en Sol menor, op. 63, de S. Prokofiev, interpretado por la violinista georgiana Lisa Batiashvili, quien cosechó un rotundo éxito.Tras el preceptivo intermedio, continuó la Sinfonía núm. 7 en Mi menor de G. Mahler, monumental trabajo sinfónico que desde su inicio pone al límite de sus capacidades a cualquier orquesta que la aborde.
Lisa Batiashvili dio una clase magistral de musicalidad y elegancia con su interpretación del concierto de Prokofiev. Originalmente planteada más como una sonata concertante, con una orquesta de no grandes dimensiones y en un lenguaje más expresivo, evolucionó a un concierto quizás más ambicioso que en su planteamiento original, pero sin perder esa vena expresiva que lo hace sencillamente seductor.
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Batiashvili conocedora profunda de la partitura la desgranó con sabiduría. Paso a paso, supo abordar con brío y autoridad los pasajes más complejos, y resolverlos con absoluta solvencia y musicalidad. Pero donde fue sencillamente magistral fue al hacer «cantar» a su instrumento en los pasajes, digamos, más líricos de la pieza. Me refiero, evidentemente, al segundo movimiento, el Andante assai, centro expresivo de la obra sin ninguna duda, y que lamentablemente muchos intérpretes menosprecian por no tener suficientes escalas o pasajes complejos en los que lucir su “alta escuela interpretativa”.
Batiashvili bordó su lectura de todo el concierto, rozando la genialidad en el segundo movimiento. Sus frases de largo aliento se sustentaban en una claridad de ideas luminosa y en un manejo asombroso de los colores que el instrumento ofrece. A ello se sumó un conocimiento profundo de los pesos y contrapesos de la obra, logrando dotar a su lectura de una congruencia fantástica . Paavo Järvi, director sabio y elegante donde los haya, la secundó siempre y dialogó con la solista, regalando a la audiencia una interpretación redonda y sólida de esta deliciosa perla que es el concierto de Prokofiev.
A una obra íntima y personal siguió una sinfonía estremecedora. Mahler, en su Séptima Sinfonía, lleva al límite la paradoja de la existencia humana. De dimensiones colosales, hace coincidir en este trabajo elementos absolutamente disímbolos, haciéndolos coexistir en un mismo espacio sonoro congruente. En esta obra, como en ninguna otra, el maestro es particularmente esquivo a entregar su mensaje expresivo; juega con el oyente y lo hace transitar por realidades caleidoscópicas alucinantes.
La obra inicia con un tema trágico y oscuro a cargo de la tenorhorn, que toca una música pausada y solemne, para concluir ochenta minutos después en un rotundo y bestial rondó. Movimiento que canta eufóricamente su triunfo sobre la fatalidad, salpicado en este éxtasis casi dionisíaco con pasajes abiertamente vulgares.
Al igual que en el resto de sus sinfonías, Mahler planteó una obra extraordinariamente exigente para cualquier intérprete. Al inmenso esfuerzo técnico que ya supone su ejecución , con toda clase de intrincados pasajes de una dificultad alucinante, se suma un planteamiento conceptual de muy compleja realización. En medio de una inmensidad de comprometidos solos y soberbias mixturas tímbricas, el director debe moldear, como virtuoso orfebre, la colosal escultura que es esta sinfonía. Uno de los inmensos riesgos que esta obra encierra es el de degenerar en un pandemónium sinfónico, donde la pieza naufrague y se arrastre lamentablemente durante ochenta minutos.
Järvi dejó clara su estatura musical al enfrentar con sobrada autoridad el reto de presentar esta obra. Director inteligente y muy elegante, desde el comienzo de la pieza construyó un discurso firme, sólido y muy fluido, en el que supo combinar sabiamente las partes contradictorias que la obra encierra. Tempos perfectos, fraseos bien realizados, pasajes endiablados resueltos con primorosa limpieza e inspirada musicalidad, son solo algunas de las características del trabajo que realizó Paavo Järvi al frente de la Tonhalle-Orchester Zürich, orquesta que dirige como titular desde 2019 y con la que ha logrado un tándem perfecto.
La orquesta, sencillamente soberbia, sonó y resonó profundamente en el interior de cada uno de los asistentes al concierto, dejando claro su enorme talla musical. Es, sin lugar a dudas, una de las mejores agrupaciones que nos han visitado en los últimos tiempos.
Un Mahler sencillamente fantástico, bien planteado y primorosamente ejecutado por una orquesta de ensueño, dirigida por uno de los mejores directores del momento. De este modo podemos resumir la ejecución de esta enigmática partitura, que tan grato sabor de boca dejó entre la estimable concurrencia.
Gran estreno de temporada para BCN Clàssics. Enhorabuena por ello. Habrá que estar atentos a lo que viene, pues promete darnos en futuras fechas grandes satisfacciones. Seguimos.
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Tolomeo es, en el catálogo de Händel, una obra que marca el fin de un periodo muy feliz en la vida creativa del maestro. Estrenada en 1729 en el King’s Theatre, es el último título que compuso para la Royal Academy of Music, a la que estuvo vinculado durante ocho años. El escándalo y un ambiente absolutamente enrarecido acompañaron la aparición de esta magnífica obra, que lamentablemente ha pasado más bien desapercibida para el gran público.
Ciertamente, el libreto de Nicola Francesco Haym no es precisamente un texto notable a nivel dramático, pero es que tampoco lo pretendía. Estamos hablando de ópera barroca, donde lo que importa es que la trama permita la inserción de una buena cantidad de arias hermosas, medianamente hilvanadas, con una historia más o menos creíble y con unos personajes más o menos verosímiles. Nada más, pero también nada menos.
Este es el espacio donde Händel logró verdaderos prodigios musicales, conquistando a un público, en este caso el londinense, que siempre había mantenido una relación muy reacia con el mundo de la ópera. El maestro había sabido pulsar la tecla, remover las conciencias y seducir los oídos con títulos como Giulio Cesare, Rodelinda o Tamerlano. La belleza de su música fue el bálsamo que abrió los corazones británicos, y supo además rodearse de un elenco de grandes cantantes a los que atrajo a la capital británica, manejándolos hábilmente durante un buen tiempo, hasta que todo saltó en mil pedazos.
La Royal Academy, que gozaba del apoyo de la alta nobleza y de la corona, pudo pagar exorbitantes sueldos a estrellas operísticas como Senesino, el gran castrato italiano, o las sopranos Francesca Cuzzoni y Faustina Bordoni. Esto a la larga marcó parte de su defenestración, pues los números no cuadraron y los egos, una vez inflamados, se desbordaron, llegando a peleas públicas entre las dos divas, lo que a su vez acarreó el descrédito de la compañía y el rechazo casi unánime de la alta sociedad londinense.
Ya el maestro en la misma dedicatoria de Tolomeo habla de que el mundo de la ópera estaba en franca decadencia, pero a pesar de ello, una vez concluida su relación con la Royal Academy, al año siguiente se convirtió en el gerente adjunto del King’s Theatre. Para este teatro, fundado en 1705 por el arquitecto y dramaturgo John Vanbrugh, Händel escribió siete óperas más, entre las que se encuentran Sosarme (1732) y Orlando (1733). Finalmente, tras muchos sinsabores en una nueva aventura en el Covent Garden Theatre, en 1741 con Deidamía, una ópera que pasó sin pena ni gloria y que solo pudo representar solo tres veces, el maestro dejó definitivamente el veleidoso mundo de la ópera y probó suerte en el oratorio, género que ya venía tanteando desde 1733 cuando compuso Athalia.
El caso de Tolomeo es el de una buena obra, no de las mejores ciertamente, que muestra con bastante claridad la amplia paleta expresiva de nuestro compositor. Händel, en sus casi 50 óperas, siempre tuvo la inmensa habilidad de dar sangre y corazón a textos más bien mediocres a nivel dramático, valiéndose de una mezcla muy sabiamente trabajada entre una pasmosa habilidad para construir melodías profundas y muy expresivas, con una pulida técnica contrapuntística y armónica que reforzaba el dramatismo de los textos que abordaba. Donde antes había un texto convencional, que cumplía con una serie de atavismos casi ridículos, la música del maestro le insuflaba una vida y una pasión que antes ni por asomo tenía. Tolomeo es una buena muestra de ello. Contiene un puñado de arias memorables, destacando mucho «Stille amare» del tercer acto, escrita para el protagonista, que cree estar entregando su vida para salvar la de su amada esposa, cuando realmente solo está bebiendo un potente somnífero. O el conmovedor dueto entre Tolomeo y su amada Seleuce, «Se il cor te perde«, en el que la pareja, al verse asediada por un cúmulo de infortunios que los separan, se dice desde lo más hondo del alma un conmovedor “adiós, amor mío”. Decir que Tolomeo es una ópera más, o que no cuenta con ninguna aria de interés como he podido leer estos últimos días, es no entender ni la obra, ni el estilo, ni la ópera del periodo.
Barcelona tuvo el gusto de poder disfrutar este hermoso título operístico como cierre de esta temporada del ciclo Palau Òpera, evidentemente en versión concierto, donde la calidad estaba de sobra garantizada pues el director de todo el espectáculo era el milanés Giovanni Antonini, director desde su fundación en 1985 del Giardino Armónico, conjunto instrumental de referencia en el mundo de la interpretación históricamente informada. A ellos se sumaron los efectivos de la Kammerorchester Basel, otro extraordinario grupo que hizo las delicias de los reunidos en la sala del Palau de la Música de Barcelona el pasado 29 de mayo.
Originalmente, en el rol de Tolomeo, el rey que se esconde bajo el aspecto de un simple pastor estaba anunciado el contratenor argentino Franco Fagioli, pero un padecimiento en su voz le hizo cancelar la fecha, motivo por el cual se llamó al canadiense Cameron Shahbazi, quien defendió con bastante solvencia el papel. Shahbazi, pese a su juventud, está sabiendo construir una prometedora carrera que estamos seguros será muy brillante. Tiene importantes proyectos en puerta y la solvencia con que salvó el compromiso de suplir a alguien tan prestigioso como Fagioli no es poca cosa, pero su voz aún tiene mucho por desarrollar. Su timbre es muy hermoso y cuenta con una voz plena y potente en el registro medio, pero sus agudos pierden brillo y agilidad, y sus graves en algunos casos son pobres. Además, se le ve aún inseguro a la hora de ornamentar con más potencia en la reexposición de sus arias. En las arias di bravura, momentos donde los divos del momento solían hacer verdaderas virguerías, se requiere de mucha más garra y aplomo para poder terminar de rematar su impacto y con ello encontrar la cuadratura del círculo que todo aficionado espera de un papel protagonista. Ahora, siendo justos, tuvo una gran noche. Cumplió, repito, con mucha solvencia con su papel. Así, por ejemplo, su aria estelar, la ya mencionada “Stille amare”, fue un hermoso momento de la velada. Su línea vocal fue constante y hermosa; supo administrar el tiempo y la tensión que el aria crea y muy poco a poco su voz se fue apagando, simulando muy efectivamente cómo la muerte envolvía al protagonista de nuestra ópera.
La soprano veneciana Giulia Semenzato, encargada del papel de Seleuce, fue indiscutiblemente una de las grandes triunfadoras de la noche. Con una presencia escénica poderosa y una voz de ensueño, muy ágil y ligera, su técnica vocal robusta y consolidada le permite utilizar su instrumento con absoluta solvencia. Además, destaca por su facilidad y buen gusto para ornamentar libremente las arias que se le encomiendan. Estos son solo algunos de los adjetivos que este cronista tiene para describir la actuación de esta fenomenal cantante, figura indiscutible en el mundo de la mal llamada música antigua, y que cada vez ocupa más y mejor espacio en los escenarios de todo el mundo.
La mezzosoprano piacentina Giuseppina Bridelli, que cantó el papel de la despechada Elisa, fue junto a Semenzato la otra absoluta estrella de la noche. Con voz más carnosa y robusta, tiene una habilidad inmensa para abordar las arias más complejas con mucho ímpetu y ornamentarlas con gusto y elegancia. En todos sus números, ya fuera en un hermoso legato o con alguna ágil escaramuza virtuosística, Bridelli convenció y gustó mucho a la audiencia por la maestría al defender su papel.
Los dos restantes personajes, Alessandro y Araspe, fueron encomendados al contratenor Christophe Dumaux y al bajo Riccardo Novaro, respectivamente. Ambos roles son secundarios dentro de la trama y, por ello, tienen mucha menos carga y menor presencia. Händel redujo deliberadamente la importancia de Alessandro en la trama, de manera que toda la tensión se concentrara en los tres papeles principales, pero ello no evitó que el maestro escribiera para él arias tan hermosas como «Non lo dirò col labbro» o «Pur sento, oh Dio». En ambos casos, arias sin alardes innecesarios, efectivas, muy elegantes y con una belleza melódica que atrapa al escucha. Dumaux, cantante con un inmenso gusto, supo gestionar muy bien sus recursos vocales que son más que notables y dejar un muy grato sabor de boca.
Araspe, el villano de la historia cuenta con arias tan hermosas como «Respira almen un poco» o «Sarò giusto»,que fueron abordadas por Riccardo Novaro con enorme fortuna. Cantante con garra, voz potente y espléndido recorrido vocal, sabe moverse muy bien en los momentos de intensidad y potencia, así como rematar con exquisitez los pasajes donde la finura y la filigrana hacen falta. Muy efectivo sobre todo en la zona grave, pero con una homogeneidad entre el resto de sus registros muy bien trabajada.
La parte orquestal fue quizás, con mucho, lo más grato de la ocasión. Antonini es un músico enérgico y muy comprometido que supo sacar lo mejor de un conjunto orquestal integrado por dos de las mejores agrupaciones del momento. Perfectamente empastados, con un sonido muy rotundo y una garra que estremecía al escucharlos, acompañaron primorosamente a los cantantes de una manera siempre flexible y fluida. Partiendo de una nueva edición crítica de la obra, realizada por el musicólogo Clemens Birnbaum, y que recupera la orquestación original de 1729, Antonini supo encontrar la sangre y el corazón de una música que, a casi 300 años de su estreno, sigue haciéndonos vibrar y soñar por la verdad que hay en cada una de sus notas. Seguimos.
Profundidad, hondura, perfección técnica fuera de toda duda y un compromiso emocional inmenso son adjetivos con los que describir la manera en que Hélène Grimaud construye sus conciertos y recitales. Nacida en Aix-en-Provence en 1969, con apenas 13 años fue admitida como alumna en el Conservatorio de París. Unos pocos años después llegaron múltiples premios y la posibilidad de hacer una sólida carrera que Daniel Barenboim apadrinó cuando, en 1987, la invitó a tocar con la Orquesta de París.
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Su figura delicada, de andar pausado, transmite una serenidad notable. Lo cierto es que, si bien sus maneras son siempre comedidas y educadas, a lo largo de su carrera ha sabido defender frente a grandes nombres del medio su postura a nivel estético y ello le ha acarreado más de algún problema. Quizás la más sonada de estas historias y que revela el grado de integridad que siempre la ha caracterizado sea el desencuentro que tuvo en 2011 con Claudio Abbado a propósito de la cadenza que había de quedar registrada en una grabación realizada por ambos artistas de un concierto para piano de Mozart. En un principio, Abbado había dado por zanjado el tema al dar directamente la orden de colocar la cadenza original escrita por Mozart, a lo que Grimaud se negó en redondo pues deseaba colocar otra escrita por Busoni, argumentando que la elección de la cadenza recaía en ella exclusivamente. El resultado fue que la invitación a participar en el exclusivo Festival de Lucerna y un concierto en Londres fueron cancelados.
Siempre se ha caracterizado por la intensidad de sus interpretaciones. Tiene una notoria sintonía con el repertorio del romanticismo alemán, y en particular con Brahms, a quien conoce muy hondamente. Su manera de tocar es vigorosa y muy apasionada; es imposible quedarse al margen en un recital suyo. Como muestra de ello, cabe recordar que, durante el concierto inaugural del Festival de Bonn de 2010, mientras Grimaud bordaba una hermosa lectura del segundo movimiento del Emperador de Beethoven, un espectador sufrió un infarto que afortunadamente solo quedó en un susto.
Su vida se mueve entre las salas de conciertos de todo el mundo, por las que transita con paso tranquilo y una sonrisa modesta y comedida, y la libertad que un refugio para lobos en peligro de extinción en el estado de Nueva York, del cual es fundadora, le aporta a esta extraordinaria pianista, que siempre ha mantenido a lo largo de su ya larga carrera una congruencia y una fidelidad a sí misma y a lo que cree que son muy de agradecer. Cuando se asiste a un concierto suyo, no solo se escucha a una increíble artista, sino a un ser humano verdaderamente admirable, lo cual en los tiempos que corren es cosa aún más excepcional.
El pasado lunes 27 de mayo, el Palau de la Música de Barcelona recibió a esta excepcional artista con un lleno casi total. El programa presentado ante el público catalán giró en torno a las tres grandes “B” del repertorio tradicional y que en el caso particular de Grimaud son autores absolutamente esenciales para entender su carrera. Arrancando con la Sonata nº 30 de Beethoven, continuó sumergiéndose en los Intermezzos op. 117 y Fantasías, op. 116 de Brahms para concluir con la transcripción de Busoni de la mítica Chacona de la Partita nº 2 de Bach.
El común denominador de todo el programa es la exploración sonora, la utilización del piano y sus capacidades para la expresión de los más hondos pensamientos de sus autores. La velada arrancó con la Sonata nº 30 en mi mayor, op. 109, donde Beethoven experimenta a partir de la forma establecida de la sonata clásica con el sonido y con las capacidades expresivas del piano. Los dos primeros movimientos, hermosos y perfectamente construidos, preparan la llegada del tercer y último, donde el maestro hace la apuesta más ambiciosa y de mayor calado, ya no solo por su profusa longitud, sino por el tipo de lenguaje con que construye la pieza. Una constante búsqueda y el deseo inmenso de comunicarse con sus semejantes son los principales rasgos que marcan esta sonata en su totalidad, siendo muy evidente esto sobre todo en su tercer tiempo. Beethoven se vale de fugatos trepidantes, pasajes llenos de lirismo y periodos de un virtuosismo de muy altos vuelos para romper los límites de la forma en pos de una mayor libertad expresiva, dando al sonido como fenómeno físico un protagonismo absoluto, pasando por encima de cómo las ideas se organizan y generan una configuración estable, el contenido sobre la estructura, la expresión sobre la configuración.
Brahms es para Grimaud un autor talismán, lo entiende al punto de autodefinirse como “musicalmente alemana” pese a ser orgullosamente francesa. Sus obras aparecen constantemente en sus conciertos y recitales desde el inicio de su brillante carrera. La elección de los opus 116 y 117 fue más que pertinente, pues estamos hablando de un Brahms en estado puro y porque además el conjunto de piezas que integran ambos trabajos mantiene una profunda congruencia con la sonata op. 109 de Beethoven. Estamos, de nuevo, ante dos obras de profunda reflexión personal y donde su autor, a manera de un extenso soliloquio, buscará a toda costa comunicar un mensaje trascendental para él, lleno de matices, rodeado de luces y sombras como la existencia misma.
En el caso de Brahms, el autor romántico que mejor y más conoce las formas musicales de su tiempo, esta búsqueda significa sumergirse en lo profundo de su alma, y construir su obra a través de formas simples como el intermezzo o el capricho. Estas estructuras simples -un A B A- le permiten confrontar materiales contrastantes y trabajar en profundidad con ellas de manera casi exhaustiva. El op. 117 no guarda una gran dificultad a nivel técnico, pero exige del intérprete una implicación emocional muy elevada. Grimaud, que ya nos había regalado una impecable lectura de la sonata beethoveniana, nos conmovió muy hondamente con su lectura de los tres intermezzos. Tempos más que apropiados, inteligencia a la hora de exponer las partes de los intermezzos, inspiración y profundidad a la hora de hacer cantar al piano, poderío sonoro, así como delicadeza y contención cuando las piezas lo demandaban, son solo algunos de los rasgos que jalonaron una interpretación primorosa de esta obra otoñal del maestro alemán.
Tras la media parte, llegó el op. 116, colección ambiciosa y multicolor de caprichos e intermezzos de un muy notable virtuosismo técnico, en los que Brahms continúa esa búsqueda y experimentación sonora que habíamos conocido ya en el opus anterior. Aquí los retos técnicos son a ratos inmensos, ya no solo por la complejidad o el posible virtuosismo de su escritura, sino porque muchas veces Brahms exige que, mientras un complejo entramado armónico es expuesto, una ligera y sentida melodía cante sobre esa urdimbre que ocupa al mismo intérprete. Todo es orgánico y natural, no hay nada forzado, falso o aparatoso, todo nace de la misma esencia de la música y apela a la fibra más íntima de nuestros corazones.
Grimaud, justo al finalizar el último capricho de la obra y sin dar espacio para la ovación que se estaba preparando, atacó de inmediato con la Chacona de la Partita Nº 2 en re menor de Bach, en una magnífica transcripción fechada en 1892 por Busoni. La sala por un instante contuvo el aliento y, muy poco a poco, los acordes de la obra comenzaron a resonar por todas partes.
Ya la obra en su versión original para violín ha embriagado a generaciones enteras por la apabullante fuerza que emana y el ingenio con que está escrita cada una de las variaciones que la integran. Escrita en 1720, Bach explora a fondo el violín y lo hace cantar el más doloroso canto en memoria de su recientemente fallecida esposa Maria Barbara, desaparecida mientras él se encontraba ausente de su hogar, realizando un viaje de trabajo. Ya el tema inicial, solemne y de marcado sabor elegíaco, con sus hermosas líneas cromáticas descendentes, nos cautiva con solo escucharlo. Tras su exposición van apareciendo una tras otra las sorprendentes variaciones que el maestro realiza sobre este tema y que muy lentamente nos llevan a internarnos en una espesa selva o navegar en un proceloso mar donde las olas por momentos son terriblemente amenazadoras y otras donde la paz y el sosiego nos invaden y nos llevan a un estado casi de éxtasis. Esta obra es como una gran espiral que muy lentamente comienza su andadura y que pliegue tras pliegue nos lleva por sensaciones absolutamente desconocidas para nosotros.
Busoni, al transcribir la obra al piano, se autoimpuso lograr que el piano pudiera expresar lo que el violín en su escritura original. El resultado es una transcripción que, aunque en más de un sentido traiciona el lenguaje de Bach, conserva el mensaje del maestro. En ese trasvase, la fuerza y la implicación emocional se conservan intactas, el poderío sonoro del piano no diluye la soledad que el austero sonido de un violín solo puede transmitir. La construcción original es muy sólida y la adaptación al nuevo instrumento está muy bien realizada, pero como toda traducción, hay espacios que sin remedio se pueden ver traicionados o, como mínimo, distorsionados. Quizás uno sea el excesivo uso del pedal que muchos pianistas hacen, buscando dar más sonoridad a su lectura; el transparente fluir de las melodías de la obra se emborrona y lo que antes era transparencia y austeridad, dolorosa expresión del espíritu, ahora es grandilocuencia y virtuosismo fatuo. Grandes nombres han interpretado esta obra y muchos han caído en este exceso, algo que no es imputable a la transcripción de Busoni, sino al simple hecho de transcribir, trasladar una obra musical pensada para un instrumento determinado, con unas características físicas específicas que dan a esa música una manera de resonar en el espacio, y con ello, someterla a una nueva realidad sonora, con diferentes posibilidades, muchas de ellas inexistentes antes.
Grimaud es una maravillosa excepción, siempre elegante en su utilización del pedal, con un toque limpio y muy transparente, interpretó la transcripción de Busoni, pero sin perder de vista siempre a su versión original. Nunca llevó al límite la sonoridad del piano, jamás emborronó la prístina transparencia de la obra. Las variaciones fueron sucediéndose una tras otra de manera orgánica y fluida, arrancando del silencio una emocionalidad casi inefable, poesía hecha música, rasgando ese delicado velo de trascendencia y así, por unos instantes, la inminencia de lo eterno se hizo presente entre los asistentes.
El público ovacionó notablemente emocionado a la maestra Grimaud, que correspondió con tres propinas: los Études-Tableaux 2 y 3 de Rachmaninov y la Bagatelle III de Silvestrov.
Memorable fin de temporada nos ha regalado BCN Clàssics en esta ocasión. La oferta que nos hace para la próxima es ciertamente muy atractiva, preparémonos para, pasado el verano, degustar tan apetitosos manjares. Seguimos.
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Fotografías cortesía de bcn classics. Fotógrafo Antoni Bofill
El Palau de la Música de Barcelona se convirtió en el escenario de una noche inolvidable el pasado lunes 22 de abril. Bajo la imponente cúpula del recinto, los asistentes fueron testigos de una velada cargada de emociones y virtuosismo, protagonizada por la Philharmonia Orchestra y el renombrado violonchelista francés Jean-Guihen Queyras.
Dirigida por el aclamado Masaaki Suzuki en sustitución del siempre recordado John Eliot Gardiner, la orquesta cautivó desde los primeros compases con la enérgica «Obertura Egmont» de Ludwig van Beethoven, donde dejó entrever su inmenso potencial musical. El maestro Suzuki, al que conocemos de sobra por sus extraordinarias lecturas de la obra de Bach, en un principio se le notaba desconectado de la orquesta, quizás incluso incómodo; pero conforme la obertura fue sonando, finalmente logró saltar esa especie de barrera sonora que lo alejaba del aparato orquestal, para llegar al final de la obra en pleno control de esta. Los poderosos acordes finales de la obertura Egmont llenaron la sala envolviendo a la audiencia en un torrente de emociones que precedió a la llegada de una obra realmente notable y que históricamente ha sido muy maltratada.
El violonchelista francés Jean-Guihen Queyras tomó el escenario con una elegancia digna de mención y del mismo modo abordó la lectura del «Concierto para violonchelo, op. 129» de Robert Schumann que fue sencillamente extraordinaria. Desde los delicados pasajes hasta los momentos más apasionados, Queyras deslumbró con su destreza técnica y su profunda conexión emocional con la música.
La obra, escrita en 1850, ha sido junto con muchas de las obras del maestro alemán relegada injustamente a un segundo plano. Ciertamente, el mismo Schumann no veía en esta obra un concierto para solista al uso, donde un solista se bate en terrible duelo musical con una masa orquestal y donde al final, tras una encarnizada lucha, las dos fuerzas muestran sus mejores lances virtuosísticos. En este caso, Schumann ya nos dice mucho con el título que originalmente había pensado para esta pieza: «Pieza de concierto para violonchelo con acompañamiento orquestal».
Finalmente, al publicarse en 1854, la decisión final del maestro fue la de llamarlo concierto, pero la realidad es que es una obra mucho más discreta en cuanto a virtuosismo se refiere y donde, sobre todo, notamos una vena lírica extraordinaria. Schumann deja de lado el virtuosismo per se y reclama del solista una implicación emocional absoluta, para hacer cantar a un instrumento tan expresivo como el violonchelo, que Schumann conoció de primera mano, al ser él mismo intérprete del instrumento desde la niñez.
En cuanto a la interpretación, podemos mencionar además de lo ya apuntado, la notable comunión entre la orquesta y el solista, destacando mucho la labor casi imperceptible de Masaaki Suzuki, que siempre estuvo atento y solícito, acompañando primorosamente a Queyras que estaba en estado de gracia.
Sin embargo, la noche aún deparaba más sorpresas. La Philharmonia Orchestra deslumbró con una ejecución impecable de la «Sinfonía Nº 6 en Re mayor, Op. 60/B.112» de Antonín Dvořák.
Inicialmente publicada en 1881 como su primera sinfonía, gracia a ser la primera que Dvořák logró ver publicada. Pero el maestro ya contaba con cinco sinfonías completas en su repertorio, las cuales no logró publicar en vida. Ahora bien la primera de la serie, se extravió al parecer tras enviarla a un concurso de composición en Alemania. En 1893, cuando Dvořák enumeró todas sus sinfonías en la portada de su inolvidable novena sinfonía, esta primera composición quedó omitida, desencadenando un prolongado desajuste en la numeración de su obra sinfónica. En 1923, el manuscrito original de la primera sinfonía reapareció en la biblioteca de un coleccionista privado, pero para entonces ya existían dos sistemas de numeración en uso: uno establecido durante la vida del maestro, que designaba su ahora sexta sinfonía como la primera, y otro que surgió al incluir en el catálogo oficial las sinfonías que Dvořák no había logrado publicar. Este cambio originó que la sinfonía en Re mayor pasara al quinto puesto en la numeración. Finalmente, en 1961, la primersinfonía en Do menor fue publicada y la sinfonía en Remayor fue colocada en su posición actual y definitiva en el catálogo de obras del compositor.
La obra es el producto de un compositor ya maduro en todos los sentidos, pues ya domina perfectamente el oficio tanto de la composición de ideas musicales, como el refinado arte de la orquestación. Dvořák, que cuando escribe esta obra está llegando a la cuarentena, lo hace en plena madurez, demostrando con suma autoridad el grado de maestría al que ha llegado tras muchos años trabajando en las sombras. La deuda que esta obra tiene con la Sinfonía num. 2 en Re mayor Op.73 de J. Brahmses más que evidente; no en vano, el compositor alemán lo había apadrinado y se había constituido en su mentor y amigo. Dvořák le correspondió sumergiéndose muy profundamente en la obra de este y descubriendo los mecanismos internos de su lenguaje sinfónico, mismo que trasladó a su propia obra.
Las secuencias armónicas, la manera de orquestar, la forma en que trabaja los temas y construye la obra, todo nos habla de un conocimiento muy hondo del oficio por parte de Dvořák pero a través de la obra de Brahms. Simplemente hace falta observar las similitudes tanto en la tonalidad de ambas partituras y las indicaciones de movimiento que son en los movimientos externos exactamente los mismos, para descubrir lo antes mencionado. De cualquier modo, esta evidente deuda es solo un punto de partida, una plataforma en la que el genio de Dvořák se apoya para generar una obra simplemente magnífica y que lamentablemente se ejecuta muy poco.
Desde los exuberantes paisajes sonoros hasta los momentos más íntimos y reflexivos, la orquesta demostró por qué es considerada una de las mejores del mundo y la labor de Masaaki Suzukifue realmente notable. Quizás la claridad de su gesto ganaría si se decidiera a utilizar batuta, pues acostumbrado a trabajar básicamente música barroca, y en particular música coral, la totalidad del programa lo dirigió con sus manos y el nivel de conexión con la orquesta es muy diferente cuando se utiliza o no una batuta. Estamos absolutamente convencidos de que la orquesta hubiera ganado en brillo y concisión de haber hecho este pequeño gesto. De cualquier modo, la Philharmonia Orchestra realizó una interpretación realmente brillante de esta fantástica sinfonía.
El público premió a los músicos con entusiasmo al término de la ejecución, reconociendo el talento y la pasión desplegados sobre el escenario. Tras varias y repetidas ovaciones, Masaaki Suzuki concedió una propina: la poética Danza Eslava número 2 en mi menor del op. 72 de A. Dvořák, que resonó en toda su profundidad y elegancia, perfumando con su delicado aroma todo el ambiente.
En definitiva, el concierto del pasado lunes 22 de abril en el Palau de la Música de Barcelona fue mucho más que una simple actuación musical. Fue un encuentro con la belleza y la profundidad de la música, que quedará grabado en la memoria de todos los presentes como una noche de esplendor artístico y emocional. Seguimos