Currentzis, el demiurgo musical.

Verá usted, ya he dedicado dos sinfonías a las majestades terrenales: al pobre rey Luis como real patrón de las artes [VII Sinfonía] y a nuestro ilustre y querido emperador como máxima majestad terrenal que reconozco [VIII Sinfonía]. Ahora dedico mi trabajo final a la majestad de todas las majestades, el amado Dios, y espero que me conceda tiempo suficiente para completarla.
Con estas palabras, supuestamente dichas por Bruckner a su médico, Richard Heller, el maestro dedicaba su 9ª Sinfonía nada más y nada menos que al “amado Dios”. La cita, extraída de la biografía que su secretario August Göllerich escribió años después de su fallecimiento, debe ser tomada, como casi todo lo escrito en esos primeros años sobre Bruckner, con mucho cuidado. Sobre todo porque, en su afán de divinizar al maestro, tales historias suelen esconder muy poco de verdad y mucho de voluntad. Son historias hermosas, sin duda, pero retratan de manera muy sesgada al compositor.
Lo que sí sabemos es que Bruckner comenzó la composición de su última sinfonía ya en 1887 y, como acostumbraba, tardó muchos años en su elaboración, sobre todo porque solía revisar con suma dureza los resultados obtenidos. Además, en estos últimos años de su vida, se sumergió en procesos muy desgastantes de revisión de varias de sus sinfonías anteriores, como la 2ª, la 8ª o la 4ª, por citar solo algunas, además de su famosa Misa en fa menor, con el único objetivo de purgarlas de lo que él juzgaba grandes imperfecciones.
Al final, en 1896, después de nueve años de duro trabajo, Bruckner solo había logrado concluir tres de los cuatro movimientos planteados, y la insuficiencia cardiaca que finalmente lo mató en octubre de ese año comenzó a impedirle trabajar todo lo que él quería. De hecho, ya desde el inicio de la década de 1890, el maestro fue dejando sus puestos tanto en el Conservatorio de Viena como el de organista de la corte. Su último año, que lo pasó viviendo en un departamento del Palacio de Belvedere por cortesía del emperador, lo dedicó en cuerpo y alma a concluir este último proyecto sinfónico.
La 9ª Sinfonía es un salto al vacío en todos los sentidos para Bruckner; llevando a dimensiones casi cósmicas la estructura sinfónica. Tanto el tratamiento que hace de los temas como su lenguaje armónico apuntan muy lejos, lo que la convierte en una obra casi premonitoria de lo que vendrá en la música décadas después. Hay un gusto extraordinario por el sonido en estado puro en esta partitura. Bruckner antepone esta búsqueda de nuevas cotas expresivas a la sumisión a la forma, llevándola a expandirse hasta sus límites más extremos. Mahler, su sucesor en muchos sentidos, continuó este camino y desbordó esos límites, de manera que nada pudo ser igual tras este último despliegue de genialidad.
Escuchar esta sinfonía con plena atención es asomarse a lo más hondo del alma humana. Un alma que, con los años, había ido desprendiéndose de todo lo material de su día a día, transformándose en sonido: un hondo y muy rico sonido que nos conecta con la fuente misma del ser.
Abrevar en semejante obra no es cosa baladí, así que cuando Teodor Currentzis anunció que la interpretaría con su extraordinaria orquesta musicAeterna en el Palau de la Música Catalana, la ocasión tenía que ser vivida en primera persona por este humilde servidor.
Así, el pasado 23 de marzo y con un Palau casi lleno, los amantes de la obra de Anton Bruckner nos dimos cita para disfrutar de una lectura que estábamos seguros no nos defraudaría.
A la sincera admiración por la obra del maestro austriaco se sumaba el gusto de ver en acción a uno de los mejores directores del momento, precisamente en este tipo de repertorio, donde tantos y tan buenos maestros se han estrellado estrepitosamente.
Currentzis es, efectivamente, un iconoclasta, poco amante de las convenciones. Exagerado en sus movimientos desgarbados e histriónicos, ama los contrastes y los momentos de gran teatralidad. Pero después de haberlo escuchado repetidamente con los más variados repertorios, siempre en conciertos en vivo, debo decir que todo ese oropel no es más que adornos que pueden despistar a algún sector del respetable. Ornamento que esconde a un artista integro donde los haya, que siempre que aborda una obra logra con ella una vivencia emocional absolutamente excepcional.
La inmersión que logró en aguas tan profundas e insondables como las de la 9ª de Bruckner dio como resultado una interpretación de altísimo nivel, en la que se dio algo muy pocas veces visto en nuestros días. Su lectura de la partitura se realizó con un grado de minuciosidad extremo y apego absoluto al manuscrito original. Pero, y esto es lo fantástico de Currentzis, es que, casi como si de un nigromante se tratara, logró superar la nota impresa trasfomandola en emoción en estado puro.
Cierto es que, en mi opinión, al primer movimiento (Feierlich, misterioso) le faltó un poco más de reposo en algunos pasajes, sobre todo en el desarrollo del movimiento. Pero estamos hablando de minucias: el tempo marcado por Currentzis funcionó primorosamente. Quizás algunos se sorprendan por este señalamiento, pero es precisamente ahí donde muchos naufragan con Bruckner. O bien porque optan por tempos demasiado rápidos y trivializan todo el entramado de la obra, o bien porque deciden arriesgarse con tempos lentos sin sostenerlos con peso específico tal empeño, logrando lecturas soporíferas que solo aburren al público.
Currentzis, en mi opinión, dio casi en el blanco, porque, insisto, con semejante orquesta y, sobre todo, con su inmenso talento, podía haberse arriesgado a un tempo un poco más pausado.
De cualquier modo, ya desde este primer movimiento quedó patente la inmensa factura de su abordaje de la obra.
El Scherzo nos llevó a ver el mismísimo infierno con todo su desenfreno y furia sin parangón. La orquesta sonó compacta, precisa y muy bien amalgamada. La transformación de esta danza campesina en una orgía casi diabólica, amenazante y llena de furia, retumbó con toda su potencia, haciendo un hermoso contraste con el trío, de inspiración ciertamente campestres e inocente, pero que solo es un descanso en el despliegue de los infinitos tormentos que este movimiento anuncia.
El tercer y último movimiento (Adagio. Langsam, feierlich) es el definitivo adiós de Bruckner a este mundo. El tema central de la pieza inicia con una novena ascendente llena de angustia y dolor, que paulatinamente asciende cromáticamente, recorriendo uno a uno los doce grados de la escala hasta llegar dos octavas arriba a la paz y la luz de la redención final en mi mayor, la tonalidad del paraíso para el maestro. Literalmente, Bruckner nos transporta del dolor y la desesperación del segundo movimiento, con sus almas atormentadas y su vacío eterno, a la luz de la paz de Dios en tan solo siete compases.
Currentzis entregó el resto en este conmovedor movimiento final, llevando con serenidad e inteligencia la compleja elaboración de la obra. Los metales, en concreto las cuatro tubas wagnerianas, brillaron intensamente en todos sus pasajes, al igual que sus compañeros de las trompas, sobre todo en los corales finales, con su sonoridad dorada y reposada. La cuerda estuvo rotunda y perfectamente empastada, anclada en una sólida base otorgada por una sección de violonchelos y contrabajos de antología.
El movimiento concluye lentamente, apagándose con pausa y sin prisa, como la vida del mismo Bruckner.
Semejante obra necesita forzosamente ser interpretada a cabalidad por un artista de muy altos vuelos, casi de un demiurgo artístico, que sepa transmitir con rigor y emoción el mensaje oculto en ella. Currentzis sin duda lo es, y ante semejante muestra, uno se queda sin apenas palabras, porque todo ha sido dicho ya en la sala de conciertos.
Espero haber logrado transmitir, aunque torpemente, los destellos de semejante ocasión. Seguimos.