El estímulo que una versión más de una sinfonía de Beethoven crea en muchos de nosotros está, francamente, en decadencia. Años de cientos, miles de aproximaciones a las obras sinfónicas del maestro —muchas de ellas realizadas de la manera más pedestre posible— han dado como resultado una devaluación más que ostensible en el gusto del respetable.
Estoy convencido de que, a estas alturas, muchos de vosotros, queridos lectores, estaréis comentando en vuestro fuero interno: “¿Pero qué dice este iluminado? ¡Que Beethoven es Beethoven! ¿Cómo se atreve a decir semejante barbaridad?” Y así, de entrada, querido lector, efectivamente: Beethoven es Beethoven en nuestra cultura musical, indudablemente. Pero esto tiene que ver con una apropiación y una lectura muy específica que se hizo de su figura y de su obra en el siglo XIX. También es cierto que Beethoven, como compositor, es mucho más que sus sinfonías, y sería muy importante que muchos programadores musicales lo tuvieran en cuenta.
Con esto no quiero decir que las nueve sinfonías que escribió el maestro no sean obras extraordinarias, sino que su sobreexplotación y pésimo abordaje han llegado a desvirtuarlas muy ostensiblemente. Porque, como dice aquella canción romántica, que hasta lo bueno cansa… y yo agregaría: si, además, te lo colocan a todas horas, ya no es que canse, es que harta.
¿Tendremos entonces que olvidarnos para siempre de este legado cultural y no tocar ya ni por error estas partituras? En absoluto. Claro que no. Pero cuando las abordemos, habremos de hacerlo de otra manera. Sobre todo, deberemos recuperar el asombro, la mirada limpia y una actitud llena de respeto hacia las verdaderas intenciones de su compositor.
¿Qué quiero decir con esto? Que años de tradición interpretativa han agitado tanto las aguas hasta el punto de no permitirnos ver el fondo del lago: orquestas inmensas, estilos ampulosos y llenos de afectación, la creación de un Beethoven “heroico” que nada tiene que ver con el músico que escribió las obras, y, sobre todo, un inmenso corpus de tradiciones y amaneramientos absurdos. Todo ello conforma solo un pequeño muestrario de las costumbres interpretativas que estas partituras han sufrido.
Poder sentarse a escuchar una lectura que sencillamente tenga como único fin recrear la obra de Beethoven es, en nuestros días, un extraño lujo que, cuando se da, hay que saber aquilatar.
El pasado 6 de mayo, el Palau de la Música de Barcelona fue el escenario donde una de esas peculiares ocasiones tuvo lugar.
Philippe Herreweghe, al frente de la Orchestre des Champs-Élysées, presentó un programa integrado por la Cuarta y la Séptima sinfonías de Beethoven.
El trabajo de Herreweghe es por todos los aficionados de sobra conocido. Su postura es siempre fiel al texto original, pero sin caer en fanatismos absurdos que pueden llegar a distorsionar la obra abordada. Para Herreweghe, la música —ese resultado final que el público escucha al asistir a sus conciertos— es lo más importante, mucho más que una posible tradición interpretativa.
Músico erudito, cada decisión que toma la hace respaldado en un conocimiento profundo de los resortes de las obras que interpreta. Y en esta ocasión no fue la excepción. Ambas sinfonías sonaron luminosas, limpias y llenas de vida.
En el caso de la Sinfonía núm. 4 en Si bemol mayor, op. 60, hablamos de una obra jovial, llena de encanto y energía apolínea. Si hay una sinfonía maltratada en el catálogo de Beethoven, es esta, sin lugar a duda. No en balde, Schumann decía que se trataba de una «esbelta doncella griega entre dos gigantes nórdicas», refiriéndose a que esta Cuarta sinfinía está flanqueada nada más y nada menos que por la Heroica y la mítica Quinta . Al no encajar con la idea preconcebida del Beethoven heroico, habitualmente se la ha visto casi como una obra menor, cuando realmente estamos ante una partitura maravillosa, llena de momentos de ingenio y creatividad increíbles, con una estructura muy sólida y pasajes realmente luminosos que muestran el genio creativo de su autor. Diríamos que el humor lo impregna todo en esta partitura y, aunque arranca con una solemne introducción en modo menor, al llegar el Allegro del primer movimiento, la luz y el buen humor lo inundan todo.
Herreweghe guió con elegancia y musicalidad una lectura muy reconfortante de esta partitura. Con tempi perfectos, llenos de ímpetu pero sin apresuramientos innecesarios, la obra fluyó admirablemente. La orquesta sonó balanceada en todas sus secciones. Resultó poéticamente evocador el hermoso sonido de la sección de vientos madera, tan bien empastados y con ese color rústico que solo da la interpretación con instrumentos originales aporta. La cuerda, asimismo muy robusta, encontró en una sección de violonchelos y contrabajos el sólido anclaje desde donde brillar con intensidad a lo largo de toda la obra.
Muy diferente es el carácter de la que fue llamada la “apoteosis de la danza”, nada más y nada menos que por Wagner.
La Sinfonía núm. 7 en La mayor, op. 92, es una obra que hace cimbrar lo más hondo de nosotros porque apela a nuestra energía dionisíaca, a esa fuerza creativa infinita que late dentro en nuestro interior y que, al entrar en contacto con este tipo de obras, se vuelve sencillamente irrefrenable.
La pieza está evidentemente construida a partir de lo rítmico, de la danza, pero entendida esta como la manifestación corporal, plástica, visible —casi diríamos tangible— de la sabiduría que la música posee y comunica a quien la escucha.
Herreweghe convocó desde su podio al mismo Dionisio, y este acudió a su llamado, haciéndonos bailar desde nuestras butacas en el Palau de la Música Catalana . Si con la Cuarta sinfonía la orquesta sonó llena de luz y transparencia, en la Séptima su sonoridad, aunque contenida y sin aristas ni estridencias de mal gusto, tornó hacia una textura más compacta y poderosa. De nuevo, los bajos y violonchelos fueron clave, soportando con sobrado oficio todo el inmenso edificio armónico de la obra.
Colosales los cornos y las trompetas naturales, que, pese a lo arriesgado de sus partes, supieron aguantar el tipo y lucir brillantes y con rotundidad.
Mención muy especial merece el Allegretto, que Herreweghe condujo por dimensiones poéticas inenarrables. Sin amaneramientos estériles, afectaciones ridículas ni tempi propios de un sepelio, nuestro maestro partió de la nada y, muy poco a poco, nos llevó hasta el cielo.
Beethoven sigue vivo, pero hace falta saber escucharlo. Herreweghe lo hizo posible. Ojalá más se atrevieran a seguir su ejemplo. Claro, eso no es tarea fácil… Seguimos.
Más que un futuro prometedor, lo que tiene ante sí Klaus Mäkelä, el nuevo y muy joven director de moda, es un presente sencillamente luminoso. Poseedor de una técnica ya muy depurada , es, a sus 29 años, un músico muy sólido, capaz de asumir compromisos como la titularidad de orquestas de tanto renombre como la Chicago Symphony o la Orchestre de Paris.
Para muchos, acumular tantas y tan importantes titularidades siendo tan joven no es bueno. Juzgan con demasiada dureza, a mi entender, el trabajo de este espléndido director, quien, visto lo visto el pasado 26 de enero en el Palau de la Música de Barcelona, cuenta con las suficientes herramientas para hacer frente a los más grandes retos interpretativos y, además, hacerlo con autoridad. El único reparo que su corta edad me despierta es el inmenso volumen de trabajo al que tiene que hacer frente, porque en ese sentido sí que puede traer consigo una falta de profundidad, que no de perfección técnica, por parte de nuestro maestro.
La contundencia con que debutó en Barcelona el pasado 26 de enero al frente de la Royal Concertgebouw Orchestra de Ámsterdam, de la que será también titular a partir de 2027, demostró que cuando se apoya a un chico o chica con talento y buenas posibilidades, con el tiempo y mucho trabajo se obtienen resultados de muy alta calidad. Mäkelä no surgió por generación espontánea: es el resultado de un trabajo muy serio que arrancó en su natal Finlandia desde muy pequeño, estudiando primero el violonchelo, del que es un fantástico intérprete, y continuó con 14 años en las clases de dirección orquestal de Jorma Panula. Sin estos estímulos, todo el potencial de ese pequeño hubiera quedado en nada, pero, como se tomaron en serio su formación, ahora contamos con un espléndido director que aún tiene mucho que dar.
Por otra parte, lamentablemente, la oportunidad de escuchar a la Royal Concertgebouw Orchestra de Ámsterdam en Barcelona ha sido más bien escasa desde hace tiempo, así que la afición respondió como era lógico esperar: abarrotó la sala del Palau. Sencillamente, hay que recordar que estamos hablando de ese tipo de orquesta con sonido propio, con un sello distintivo que ha ido cuidando a través de los años y que la hace única como agrupación musical. Ahí donde toca, el color de sus maderas o de su cuerda delata que es la Royal Concertgebouw Orchestra, y eso muy pocas orquestas lo han logrado defender, más aún en épocas como la nuestra, en que todo es homologable y se estandariza para poder ser vendido con mayor fortuna.
El programa abrió con Subito con forza, pieza encargada por la orquesta en 2020 a la compositora surcoreana Unsuk Chin. Radicada desde hace muchos años en Alemania, su obra en general revela la influencia de György Ligeti, con quien estudió en su momento. Si analizamos someramente la breve Subito con forza, descubriremos una muy inteligente ilación de temas beethovenianos que aparecen y se diseminan con suma facilidad, pero que lo hacen, además, de una manera colorísticamente muy atractiva. Chin maneja con maestría una amplia paleta tímbrica y rítmica que le permite hacer aparecer, como si fuera una nigromante, temas que nos son conocidos para luego, justo en el momento en que nuestra memoria comienza a atraerlos al presente, desvanecerse de nuestra percepción, dejándonos solo con su ensoñación.
La primera parte del programa se completó con el delicioso Idilio de Sigfrido de R. Wagner. Si toda la orquesta brilló, y de qué manera, las trompas reinaron soberanamente sobre el resto de sus compañeros. Tras una hermosa introducción, la aparición de las trompas con un sonido elegante, redondo, perfectamente afinado y, sobre todo, evocador, dio a la obra un sentido absolutamente trascendente. Mäkelä supo soportar y articular muy bien la obra en su delicado juego de tensiones y distensiones, en un tempo quizás un poco rápido, lo que le restó poesía, pero no belleza ni congruencia al conjunto. Lectura noble y muy notable, que anunciaba en parte lo que estaba por llegar en la segunda parte del concierto.
Colosal, grandilocuente, sin medida alguna, pero al mismo tiempo soberbia y profunda, Vida de héroe es un manjar orquestal para paladares delicados y de gustos exigentes. La Royal Concertgebouw Orchestra ha hecho de su lectura una de sus especialidades; no en vano, la pieza está dedicada a uno de sus más conspicuos titulares: el genial Willem Mengelberg, compartiendo la dedicatoria con la misma Royal Concertgebouw. Las particellas con las que trabaja la agrupación tienen las indicaciones de Mengelberg y las del mismo Strauss, así que nos podemos hacer una clara idea del nivel de conocimiento que la orquesta tiene sobre la obra.
Mäkelä mostró aquí lo mejor de su técnica, pues, con gesto contenido y bien marcado, supo mantener fusionada y contenida a una orquesta que, en lo más brillante de la obra, se transformó en un monstruo sonoro de dimensiones bíblicas. Las cuerdas sonaron compactas, con unos bajos anclados en las más hondas profundidades sonoras, pero con un sonido aterciopelado muy elegante, que es sello de la casa. Las maderas resonaron brillantes y muy ágiles, con una variedad tímbrica muy flexible y una ductilidad dinámica sencillamente asombrosa. ¿Qué decir de los dorados metales de esta magna orquesta, que resonaron poderosos y llenos de luz, dando cuerpo y robusteciendo el poderío sonoro de una obra sencillamente asombrosa y que toda la agrupación supo, con su nuevo y flamante director, llevar a buen puerto?
No sería justo terminar esta pequeña crónica sin destacar el brillante desempeño de los solistas de la agrupación, teniendo un lugar muy relevante el maestro Vesko Eschkenazy, concertino de la orquesta, quien bordó la complejísima parte para violín solo de la partitura.
Queda por esperar todas las sorpresas que estoy seguro tiene por darnos Klaus Mäkelä. Su juventud, lejos de ser causa de duda, y tras haberlo visto al frente de una orquesta como la Royal Concertgebouw, nos aporta la certidumbre de que está llamado a realizar grandes cosas sobre ese mismo pódium. El tiempo, creo, nos dará la razón a los que confiamos en este nuevo maestro. Seguimos.
Al frente de la orquesta belga Anima Eterna Brugge, regresó el pasado 29 de octubre al Palau de la Música el director granadino Pablo Heras-Casado, obteniendo un sonado éxito. El programa era suculento: en la primera parte, la mezzosoprano Sarah Connolly, que tantos y tan buenos momentos nos ha hecho pasar, interpretó los Rückert-Lieder de Gustav Mahler. Tras la pausa, como plato fuerte de la velada, pudimos disfrutar de la primera versión de la Tercera Sinfonía de Anton Bruckner.
Heras-Casado ha construido su brillante carrera sin especializarse en un repertorio específico. Colabora desde hace ya tiempo con el conjunto belga, que aborda con fortuna tanto autores del siglo XV como proyectos de vanguardia. En cada una de estas aventuras, la máxima es apegarse lo más posible a la sonoridad y al universo musical en el que fueron creados los diferentes repertorios. Estas particularidades sonoras, en el caso de las sinfonías de Bruckner, pasan por una plantilla instrumental muy distinta, sobre todo en la sección de vientos metal. Pongamos por ejemplo los trombones con los que el maestro trabajó: aquellos trombones de pistones no contaban con la sonoridad expansiva y potente de los modernos trombones de vara. Sucede algo similar con las trompas y la tuba que el Bruckner conoció.
Todo esto hace que, al abordar este repertorio, la posición del intérprete cambie radicalmente, ya que la respuesta real de la orquesta obliga a repensar tempos, articulaciones y fraseos que la tradición interpretativa consolidó, sobre todo durante el siglo XX. A esto se suma que Bruckner, siempre perfeccionista, revisó obsesivamente casi todas sus sinfonías, de modo que en el caso de la Tercera Sinfonía existan hasta nueve versiones. Centrándonos en la llamada Sinfonía “Wagner”, así denominada por estar dedicada al maestro de Bayreuth, la versión que fue aceptada y grabada a lo largo del siglo XX es la última revisión que Bruckner realizó entre 1888 y 1889, ayudado por su alumno Franz Schalk y editada en 1959 por Leopold Nowak. En ella, la orquestación y los procesos compositivos están ya muy asentados, revelando a un compositor maduro, con una paleta expresiva refinada. Esto hace que la Tercera Sinfonía suene perfectamente estable, que sea una obra sencillamente genial, pero, sobre todo, que guarde una profunda comunión con las últimas sinfonías de Bruckner, ya que fue revisada mientras él creaba esas piezas.
La versión que escuchamos el pasado 29 de junio en el Palau de la Música fue la originalmente escrita por Bruckner en 1873, la misma que envió a Wagner en diciembre de ese año. En este estado, la obra tuvo muy poca suerte: solo fue ensayada una vez por la Filarmónica de Viena y luego descartada para su estreno. Fue la versión de 1877-1878 la que finalmente pudo estrenarse en Viena en diciembre de 1877, y, tras una larga investigación, fue editada por Nowak en 1980 como versión definitiva. La versión de 1873 es probablemente la menos lograda de todas las versiones de esta sinfonía, y si la comparamos con la de 1889, que es la que estamos acostumbrados a escuchar, la diferencia es notable. La decisión de apelar al texto original —siguiendo el criterio de Anima Eterna Brugge y de Pablo Heras-Casado— dio como resultado, en mi opinión, la lectura de una obra aún por terminar, lo cual se confirma por el cúmulo de trabajo que Bruckner aún invirtió en ella para darla por concluida. Lo que escuchamos esa noche fue una colorida ejecución de un esbozo que, años después, se transformó en una gran obra.
Para más inri, este dato fundamental aparece solo de manera indirecta en los textos del programa de mano, no en el listado de obras, donde debería haber quedado claramente estipulado qué versión se interpretaría. Es un poco tramposo anunciar una obra y luego interpretar una versión que nunca se toca y que tú y solo tú consideras definitiva, basándote en el argumento de que es la versión original del autor. Aplaudo la iniciativa de presentar al gran público este amplio abanico de posibilidades que ofrece la obra de Bruckner, pero hay que tener el cuidado de comunicarlo claramente al público.
La lectura de la sinfonía fue sin duda muy interesante, llena de detalles colorísticos y luminosos de gran mérito, aunque carente del trazo amplio que una obra de esta envergadura requiere. En Bruckner, el equilibrio y los matices orquestales son elementos cruciales. Heras-Casado dedicó todos sus esfuerzos a trabajar estos aspectos, pero en el proceso dejó de lado la unidad y la congruencia necesarias para integrar cada uno de esos detalles. El resultado fue una hermosa colección de momentos memorables, aunque inconexos entre sí. Una pena, ya que el final no estaba en el principio.
Por su parte, Sarah Connolly realizó una hermosa y muy sentida interpretación de los Rückert-Lieder de Gustav Mahler. Particularmente conmovedora fue su interpretación de Liebst du um Schönheit («Si estimas la belleza»), canción que Mahler dedicó a su entonces prometida Alma, con estas tiernas palabras: «Si me amas por la belleza, la juventud o la riqueza, entonces no me ames; pero si me amas por el amor, entonces sí, ¡ámame para siempre, tú, a quien siempre he amado!». Connolly supo imprimir en el color de su voz el anhelo de todo corazón de ser amado sin condiciones, sin límites, sin medida. Primero cantando con un color velado, mustio, sin apenas brillo, que se transformó en las frases más intensas del lied en pura luz y color, reflejo de la plenitud y la verdad del amor.
Concierto interesante por varios motivos y que dejó un buen sabor de boca en general a la concurrencia. Una pena la elección de la versión de la sinfonía, lo que no desmerece la enorme calidad de la orquesta Anima Eterna Brugge. Un inmenso placer disfrutar de una agrupación tan interesante como esta. Esperamos poder escucharla pronto. Seguimos.