Noche de concierto, tras quizás meses de espera, hoy es esa gran noche.
Hay algunos enfermos que nos preparamos para la ocasión con horas de antelación. Todo ha de estar apunto. Pareciera que los que vamos a actuar fuéramos nosotros, (bueno, en algunas ocasiones es así, y sorprende lo diferente que es entonces el proceso de preparación). Llegamos al teatro en cuestión, y tras echar una ojeada por si algún conocido circula por el lugar, te preparas para entrar a la sala.
Algunos toman algún café previo o incluso algo más contundente como puede ser un poco de vino o cava, acompañado de algo sólido. Como sea, al final, estás dentro de la sala en posesión de tu butaca. Si vas acompañado, (siempre es más divertido ir acompañado. Se puede componer el mundo a placer, cosa que solo, no deja de ser más bien triste) uno comenta sobre el vestido de aquella señora de la butaca de enfrente, sobre lo afortunado del conjunto del caballero que, al pasar en busca de su butaca, te ha pisado de mala manera, etc. Se habla y se discute sobre los más diversos temas, sean sociales, musicales e incluso políticos.
Da casi ternura escuchar de soslayo al que, tras leerse una pocas líneas en la portada de un disco, está sentando cátedra con sus amigos y pontificará sobre todo a lo largo de la noche. Ahora bien, también hay (lamentablemente cada vez menos) los que muy humildemente dan su parecer, frecuentemente bien informados, gracias a años y años como melómanos de hueso colorado. Así son las cosas, en este curioso y por qué no decirlo, entrañable ritual social previo al concierto, que lleva siglos dándose a lo largo de todo el mundo.
Y de pronto, se apagan las luces, y salen los músicos de la orquesta, normalmente de manera más bien desenfadada. Toman su lugar, calientan sus instrumentos y tras unos minutos, sale el concertino que efectúa otro curioso ritual, el de la afinación de una orquesta. Modos y maneras de hacerlo, hay varias, lo cierto es que al final la orquesta debe estar perfectamente afinada.
En ese momento, se abre una puerta al costado del escenario y aparece el director. Usualmente de frac, (los tiempos modernos nos llevan a la extinción de tan anacrónica vestimenta.) y con batuta en mano, hace poner en pie a los músicos. Suele aparecer sonriente, y justo antes de subir al estrado o pódium, da un apretón de manos al concertino, en señal de respeto a los músicos allí reunidos. Ellos serán a partir de ahora su instrumento.
Se efectúa en ese momento algo misterioso, casi mágico, todos en aquel lugar, con la mirada fija, esperan a que ese hombre dé la señal para poder empezar con la música. Algunos maestros dilatan ese momento, dando aún más la sensación de misterio. Otros, por el contrario, solo subir al pódium comienzan con el sortilegio que allí se efectuará.
Tenemos ante nosotros a un músico, que en ese momento no toca ningún instrumento. Y siendo así, ¿de dónde le viene a él la autoridad para que el resto de músicos lo sigan y se dejen guiar por él? ¿Por qué dentro del mundo de la música, la figura del director tiene una carga simbólica tan acusada? ¿Por qué el director es alguien tan odiado por tantos sufridos músicos, o profundamente admirado, ya no solo por ellos, si no por masas de gente que llena teatros para verle batir sus brazos al viento?.
Estas y otras muchas preguntas, serán respondidas en nuestro próximo post.