Brillante, lleno de solvencia y musicalidad, son juicios con los que podemos calificar el concierto efectuado el pasado 30 de noviembre en el Palau de la Música Catalana. La ocasión permitió disfrutar del saber hacer de dos de los mejores músicos del momento: Leonidas Kavakos al violín y Vladimir Jurowski al frente de la Rundfunk-Sinfonieorchester Berlin.

El programa, integrado por la obertura al Don Giovanni de Mozart, continuó con el concierto para violín y orquesta en Re mayor, op. 77 de Brahms, concluyendo con la Sinfonía en Do mayor, D. 944, “La grande” de Schubert.

Los más melómanos con seguridad se habrán extrañado que la  Rundfunk-Sinfonieorchester Berlin,  se presentara con un programa tan conservador incluso en su estructura: obertura, concierto para solista y sinfonía final, pues precisamente esta orquesta, al igual que todas las orquesta de radio de Centroeuropa, se han distinguido por ser grandes intérpretes de obras de vanguardia y la orquesta berlinesa está entre las mejores. Pero lo cierto es que tal condición no les inhibe de presentarse con programas, dijéramos, más canónicos, e incluso, incursionar en zonas que hace unos años les estaban casi vedadas, como la música antigua, colaborando para ello, con nombres de referencia dentro del medio.

 

En el caso de nuestro concierto, el invitado fue Leonidas Kavakos, para muchos, entre los mejores violinistas del momento, que realizó una lectura realmente brillante de uno de los conciertos más complejos de la literatura violinística, en el que hay que aplicarse muy a fondo, no solo a nivel técnico que ya es decir muchísimo en este caso, si no, y quizás en mucha mayor medida, en lo estrictamente musical. Como casi todo en Brahms, la obra reclama todo del intérprete. Exige un nivel técnico altísimo para poder deslizarte por una obra que a ratos parece estar escrita en contra del instrumento. Brahms requiere que el violinista realice en su instrumento pasos de posición, acordes llenos de una incomodidad tremenda, giros melódicos a una velocidad de vértigo, y un largo y complejo etcétera, que problematiza hasta la extenuación la ejecución de la pieza. El que logra superar esas fronteras naturales que el instrumento le marca, accede a un mundo de expresión y calidez interpretativa, nunca escuchadas hasta su aparición en 1879

 

Kavakos conoce cada sonido, cada gesto, cada articulación de la obra y al sumergirse en ella, va uniendo todos esos complejos elementos, algunos quizás antagónicos o aparentemente inconexos y los une en un todo armónico y lleno de congruencia. Verle tocar con tanta seguridad y aplomo, luciendo una soltura apabullante, convenciéndote de que tú eso lo puedes tocar como quien toca el feliz cumpleaños una tarde de domingo, es quizás la mejor muestra de que estamos ante un músico de una altura inmensa. Lo más complejo y tortuoso lo entrega al escucha lleno de gracia y lustre, lleno de una sencillez que conquista, finalmente, te entrega la música en estado puro.

 

El caso de Vladimir Jurowski es particularmente interesante, pues comenzó con una obertura al Don Giovanni que no anunciaba en nada lo que escucharíamos en el otro extremo del programa, pues su Mozart fue frío, demasiado seco y tajante. Pese a ser una obertura llena de oscuridad, el sonido de la orquesta careció de esa generosidad necesaria para hacer que la obra corra y llene todos los espacios, las cuerdas en particular sonaron demasiado secas, con poca riqueza y ello redundó en un balance general muy precario.

Brahms parecía condenado en un principio al mismo parco destino, pero fue en el transcurso del primer movimiento, que el milagro comenzó lentamente a materializarse. La introducción al concierto lució una sonoridad mesurada y escasa muy poco lúcida, con una ostensible falta de profundidad, debido entre otras cosas, a la escasa presencia de los cellos y bajos, pero hacia la mitad del movimiento, el sonido comenzó a asentarse paulatinamente y ya para el Adagio, la orquesta era otra, las cuerdas se fundían más y más con el resto de la orquesta, en una calidez sonora, generosa, que acompaño felizmente al violín solista.

El movimiento final, con su energía sin límites, simplemente explotó en un raudal de vida y pasión. Algo casi misterioso logró que Jurowski conectara con sus músicos y el embrujo tuvo lugar tal y como ha sido descrito.

 

De gesto austero y actitud casi aristocrática Vladimir Jurowski es un músico consumado. Sus gestos casi hipnotizan a la orquesta y logra sacar de ellos un sonido seco y contundente. La mayoría de las veces es solo su mano derecha la que describe un pequeño compás, marcado muy claramente pegando su mano al pecho, pero, súbitamente, puede abrir ambos brazos y descargar casi con furia, un sonido arrollador en el escenario como si se tratara de un rayo en medio de la oscuridad en el campo. Tiene ante sus ojos, que suelen mirar al vacío, la obra en su totalidad y así, lentamente él, como artífice de ese momento estético, construye la obra de nueva cuenta, y la entrega a la audiencia que suele estar también casi hipnotizada. Sus maneras recuerdan vívidamente a nombres como Gennady Rozhdestvensky, pero sobre todo Yevgueni Mravinski, ambos, absolutos referentes de la escuela soviética y que, sin lugar a duda, encuentran en Vladimr Jurowski un heredero, pese a que este se formó en Alemania. Eso sí, bajo la influencia de su padre, Mijaíl, brillante director soviético, que en su momento fue asistente de Rozhdestvensky  en el Bolshoi y que en los años 90’s se trasladó definitivamente a Alemania, donde crecieron sus hijos Vladimir y Dmitri, este último, también director.

 

En Schubert, Vladimir Jurowski encontró el espacio idóneo donde construir su sortilegio. La sinfonía de las “Longitudes celestiales” según Schumann, permitió a Jurowski aplicarse a fondo y edificó un coloso inmenso, haciendo todas y cada una de las repeticiones indicadas por Schubert, lo que prolongó la ejecución de la obra a poco más de una hora, cuando lo habitual es que la escuchemos en 45 minutos, lo que desconcertó a varios en el público, al punto que a la hora de abandonar la sala se pudiera escuchar comentarios como “no sé en qué se me fue esta última hora, pero se me fue volando”. Jurowski había logrado sustraer del tiempo a muchos en esa sala y nos había llevado por longitudes celestiales como ya lo había anunciado Schumann en su momento. El arte es así, profundamente humano e íntimamente unido a lo cósmico y universal. Seguimos.