Es curioso como a un mismo evento, dos personas pueden darle una lectura absolutamente diferente. Me ocurrió hace algún tiempo con un estimado alumno, en un concierto en el Palau de la Música. Aquella había sido una gran velada.  Aquel distinguido artista había realizado un memorable concierto y había conmovido en extremo nuestra almas. A la salida, en las inmediaciones del bar del Palau vi  la imagen del mencionado alumno, que al reconocerme, contestó a mi saludo e hicimos por contactar. Yo le manifesté mi absoluto entusiasmo por lo vivido hacía unos pocos minutos y él se unió a mi apreciación, pero, lo hizo  con un velo de cierta tristeza que me sorprendió. Seguimos charlando entusiasmados y cuando llevábamos ya un rato, me confesó : “me ha gustado tanto, que me ha hecho preguntarme sobre lo que estoy haciendo en el piano”. Aquello me dejó frío cuando lo escuché.  El chico continuó explicándome que estaba muy frustrado, porque se había dado cuenta de que él jamás tocaría así de bien. La sensación de estar perdiendo lo invadia, pues sentía que jamás lograría ni el nivel técnico, ni mucho menos el musical, de aquel celebérrimo artista del que habíamos disfrutado un espléndido concierto.  Al final, incluso deslizó la idea de dejar el piano.

Confieso que me dio mucha tristeza escucharle tan acongojado. Ese tipo de dudas, dijéramos ontológicas, las hemos tenido  muchos, por no decir todos en este oficio y creo que podríamos extenderlo a muchos otros ámbitos de la vida. La condición humana es así:  en perpetua insatisfacción por lo que se tiene, en una constante huida hacia adelante.  Pero aquí lo realmente interesante,  es  preguntarse en qué momento uno está de acuerdo en renunciar a su propia capacidad de expresión, para que otros,  que al menos en apariencia parece que lo hacen “ mejor” que tú, lo hagan por ti.

Un poco para destensar el ambiente, en ese momento le sugerí que uno no hace las cosas para ser el mejor siempre. Ciertamente la música es a lo que él quería dedicarse y aquí es razonable  intentar ser lo mejor posible. Pero una cosa es ser mejor cada día, en una actitud de autosuperación, en la que la medida es uno mismo, y otra es la de ser “ el mejor” y ahí querido lector, es que creo que hemos pinchado en hueso.

Esta carrera  a ninguna parte, carrera de la que ya antes os he hablado,  es parte de una manera de ver la vida muy propia de nuestra sociedad y del tiempo en que nos tocó vivir. Ahora se sale a la vida para ser “el mejor”.  Nos dicen: si  lo deseas lo puedes lograr  y si no lo eres ya,  es porque no estás haciendo todo lo que podrías hacer para realizar tu sueño. Yo voy todos los días al gimnasio y no espero ni  en mis más trasnochados sueños, llegar a  ser un Mathew Fraser. Suelo cocinar en casa y jamás he soñado con obtener una estrella Michelin. Seguramente tú, querido lector, también haces  muchas cosas de manera más que solvente y jamás has soñado con ser «el mejor», el referente mundial de aquello que haces. Aquí se trata de poner los pies en la tierra y asumir que cuando uno hace las cosas, las que sean, procurará en la medida de lo posible, hacerlas lo mejor que se puedan.

Por otro lado, hasta la aparición de las grabaciones, la relación que se mantenía con la música era mucho más directa.  La gente por lo normal, tocaba algún instrumento por humilde que este fuera. No había necesidad de ser rico y tener un espléndido piano en la sala de nuestra casa para hacer música,  pues se podía cantar  la melodía de moda, o se podía incluso fabricar el instrumento en cuestión; solo hay que recordar la de flautas y demás objetos ululantes que nuestros abuelos se fabricaron con modestas cañas o carrizos para entretener las horas de su infancia o juventud.  La gente hacía la música que consumía. La gente de aquellos años, demostraba que la música es fundamentalmente un verbo, pues  es una actividad que estaba constantemente en sus vidas. Desde el sarao aristocrático en que la tía Eduviges mostraba sus dotes como consumada pianista a  la familia y un grupo de amigos una tarde de domingo, hasta la humilde pachanga de pueblo en la que un par de campesinos  tocaban alguna bandurria y una guitarra. La música era hecha por y para  la gente y eso, lamentablemente, se  rompió hace ya algunos años. Las personas se auto abastecían de música en su vida, hacía suya la música que estaba en su vida.

Las grabaciones que han logrado popularizar a un grado inmenso la música clásica, también han transformado este vínculo. Ahora esperamos que otros nos surtan de este bien, ahora transformado como diría  Theodor Adorno, en una mercancía. Son otros, los que al convertirse el medio musical profesional en un inmenso mercado, usurpan ese lugar antes cultivado por nosotros mismos. Esto, en mi opinión, nos ha hurtado de la mitad del maravilloso proceso que es el disfrute musical. Sentarte a escuchar una obra nos hace enormemente felices,  pero también y no menos importante, es el gozoso acto de tocar esa obra. Es como si nuestra época sólo se hubiese quedado con la parte que puede comercializar y hubiera desechado la otra, igualmente importante y que es absolutamente complementaria.

Ahí es donde creo que podemos comenzar a entender a mi atribulado alumno, que en su deseo de ser «el mejor» junto con millones y millones de aspirantes a artistas, ha olvidado algo mucho más importante: el deseo personal, la urgencia absoluta de cantar con voz propia. Quizás esa voz sea modesta, insignificante, pero es única e irremplazable  en tanto que personalísima. Nadie en este mundo podrá suplir tu voz si se tiene esa necesidad casi física, de entonar un canto de manera personal y autentica, y es por eso que descorazona tanto ver que muchos siguen pensando, no  en disfrutar del humilde, pero mágico momento de hacer música, si no en  participar de  aquella carrera que los llevará a un lugar de constante desesperación.

Pero, ¿en qué momento se nos fue la pinza a los artistas? ¿Cuándo a los músicos nos dio por ser la última Coca- Cola del desierto? De eso querido lector hablaremos la próxima vez. Seguimos.