Un Requiem humano.

Un Requiem humano.

Tras la muerte de un ser amado, el ser humano se enfrenta a uno de los mayores misterios de la vida. Por paradójico que pueda sonar, la muerte, con su crueldad y su vacío, lo invade todo. El alma, el aliento de los que nos quedamos en este lado de la laguna Estigia, se hiela y todo, por momentos, sabe a vacío, y el pulso vital casi desaparece.

En 1856, Johannes Brahms sufrió la visita de la muerte en su vida. En febrero de ese año, vio morir a su amada madre, y unos meses después, en verano, el 29 de julio de 1856, falleció su gran amigo y protector Robert Schumann. Muy probablemente, estos sucesos lo impulsaron a concretar un proyecto que, al parecer, ya había contemplado desde hacía tiempo: la composición de un réquiem.

La obra, tal como fue concebida, se aleja diametralmente de una misa de difuntos tradicional, y más bien se trata de un inmenso motete donde su autor reflexiona profundamente sobre la vacuidad de la vida y el misterio insondable que esconde el porvenir de nuestra alma inmortal.

Desde el primer compás, Brahms plantea su Réquiem como una pieza profundamente consoladora, como un inmenso y reconfortante abrazo al alma del que sufre la pérdida, intentando curar el vacío inmenso que la muerte deja cuando nos arrebata lo más amado en este mundo.  Así, comienza con estas hermosas palabras del Evangelio de Mateo:

«Selig sind, die da Leid tragen, denn sie sollen getröstet werden.» (Bienaventurados los que padecen, pues ellos serán consolados).

La luz, el calor desde el inicio mismo lo inunda todo.

 

El texto confeccionado por el mismo Brahms, a partir de la Biblia luterana, se aleja, como ya habíamos mencionado, del texto tradicional para las exequias dentro del rito católico. Brahms pone énfasis en reflexionar sobre la vacuidad de esta vida, colocando su esperanza en una plenitud futura para nuestra alma inmortal. Este mundo es pasajero, los éxitos y honores, al igual que los inmensos dolores que nos encontramos en él, quedarán atrás y al morir, trascenderemos a una realidad mucho más plena y luminosa. La muerte es solo de la carne, que es como la paja o el papel, algo pasajero y transitorio; el alma pervivirá y encontrará su morada más allá de las estrellas.

El planteamiento  de la obra, alegada de un planteamiento litúrgico, le trajo problemas con el clero alemán, que puso muchas reticencias para su estreno en la catedral de Bremen en 1868, pues entre otros problemas,  el texto seleccionado para la obra por Brahms omite deliberadamente hablar sobre la muerte redentora de Cristo, llegando incluso a no mencionarlo en ninguno de sus movimientos. Carl Martin Reinthaler, organista de la catedral, encontró la solución al problema, sugiriendo insertar después del cuarto movimiento del réquiem el aria «I know that my Redeemer liveth» del “Mesías” de Haendel. Finalmente, el Viernes Santo de 1868, el 10 de abril, Brahms dirigió el estreno de su obra en su versión de solo 6 movimientos; el éxito obtenido en ese concierto marcó un antes y un después en la vida de Brahms, pues su prestigio creció notablemente y lo consolidó como uno de los mejores compositores del momento.

Un año después, tras revisar la versión de Bremen, Brahms escribió un nuevo movimiento para corregir una asimetría en su estructura, colocándolo como quinto número de la partitura. La soprano solista, con voz dulce, canta estas dulces palabras del Evangelio de Juan:

“Ihr habt nun Traurigkeit; aber ich will euch wiedersehen, und euer Herz soll sich freuen, und eure Freude soll niemand von euch nehmen.” (Ahora estáis afligidos; pero yo os volveré a ver, vuestro corazón se regocijará y nada podrá privarnos de vuestro gozo).

Nuevamente el consuelo, nuevamente la esperanza.

 

Thomas Hengelbrock fue el encargado el pasado 13 de febrero de presentar al frente de su Balthasar Neumann Chor & Orchester una austera, pero sensacional lectura del Réquiem Alemán de J. Brahms. La presencia de este aclamado director alemán llenó prácticamente la sala de conciertos del Palau de la Música, con el plus de que el Orfeó Català se uniría al Balthasar Neumann Chor, formando una masa coral de cien voces que lucieron simplemente espléndidas esa noche.

Thomas Hengelbrock mantiene desde hace años una buena relación con el Palau y con mucha frecuencia los barceloneses hemos podido disfrutar de su buen hacer, pero en esta ocasión se superó y mucho con su lectura del Réquiem brahmsiano. En tempos realmente vigorosos mostró un conocimiento muy profundo de la partitura, creando ya desde el inicio de la pieza un ambiente lleno de solemnidad y recogimiento. El sonido de la orquesta, preciso y muy controlado por su director, fue extremadamente austero y siempre se mantuvo en un papel de refuerzo de la inmensa masa coral. Jamás resaltó por encima de ella y, en los momentos de mayor dramatismo, brilló con rotundidad, complementando el color requerido por aquellos pasajes.

Hengelbrock es famoso por su enfoque historicista en su abordaje de obras como el Tannhäuser de R.Wagner, que en 2011 en el Festival de Bayreuth no gustó a los más puristas, sobre todo por sus tempos ligeros y texturas luminosas. Un caso similar pudimos encontrar en su lectura del Réquiem de Brahms, pues no fue una lectura donde los tempos reposados y los vibratos extremos adornaran la velada; en su lugar, Hengelbrock presentó a un conjunto perfectamente empastado, pleno de matices, con una inmensa capacidad de reacción y de gradación en el abordaje de sus partes, haciendo que la obra realmente se convirtiera en una pieza llena de luz y consuelo para los asistentes esa noche en la sala de conciertos.

 

La soprano Eleanor Lyons tuvo una participación más bien desigual. Con unos graves potentes, al momento de abordar el registro agudo mostró un vibrato que, aunque muy discreto, no se correspondía con el estilo de la obra y llegaba a ser inquietante, restándole belleza a su intervención. Su línea melódica no terminó de correr con naturalidad por la sala y, pese a que no podemos hablar de ningún fallo objetivo en su lectura, estos pequeños detalles enturbiaron su intervención.

El barítono esloveno Domen Krizaj tuvo una noche simplemente sensacional. De timbre poderoso, con unos graves rotundos y muy bien trabajados, y un control muy notable de todos sus registros, bordó una lectura de los dos momentos a él encomendados. Su timbre oscuro nos llevó a una profunda reflexión sobre lo pasajero de la vida en “Herr, lehre doch mich” y nos sobrecogió en “Denn wir haben hie keine bleibende Statt”, previo a la dramática entrada del coro, que declara la derrota definitiva de la muerte sobre nosotros.

Era imposible no sentirse profundamente conmovido por lo vivido al finalizar la velada. Finalmente, cada uno de nosotros tiene en su historia personal alguna sentida pérdida, algún íntimo dolor, y esta música fue sin duda un verdadero bálsamo para ese tipo de heridas. La vida en su devenir nos lacera profundamente, pero así como nos lastima , nos da pequeños remedios para el daño  infligido, y sin duda el Réquiem Alemán de J. Brahms es uno de esos bálsamos curativos del alma. Seguimos.

 

 

 

González y Filarmónica de Dresde, un matrimonio afortunado.

González y Filarmónica de Dresde, un matrimonio afortunado.

El inicio de año nos trajo a los aficionados barceloneses, como si fuera un regalo de reyes muy atrasado, un magnífico concierto. Uno de sus protagonistas fue un músico al que, mientras estuvo entre nosotros, en mi humilde opinión, no se le apreció ni se le cuidó en lo que vale. Me refiero al maestro Pablo González, que fue director titular de la OBC entre los años 2010 y 2015 y que, en más de un sentido, se le maltrató mientras estuvo al frente de dicha orquesta. Superada esa etapa, el asturiano ha continuado con una brillante carrera internacional y el pasado 22 de enero inició una gira por España al frente de la Filarmónica de Dresde, precisamente en Barcelona.

 El programa que formaba parte del ciclo Palau 100 era realmente interesante, comenzando con el Concierto para piano núm. 25 en do mayor, KV 503 de W. A. Mozart, continuando con el Adagio de la Décima sinfoníade G. Mahler y concluyendo con el poema sinfónico Muerte y transfiguración, op. 24 de R. Strauss. La parte solista del concierto mozartiano corrió a cargo del espléndido pianista suizo Francesco Piemontesi, que tuvo una noche verdaderamente fantástica, regalando a la concurrencia una lectura simplemente redonda de uno de los conciertos más luminosos del genio de Salzburgo.

 Ya había visitado nuestra ciudad Piemontesi y siempre ha dejado una gratísima impresión, por su extremo cuidado en los detalles y su musicalidad exquisita. La obra que en esta ocasión presentaba no es un bocado sencillo de digerir, pues estamos hablando de un concierto en el que Mozart da mayor peso a la orquesta y en el que el solista ha de mantener un cuidado equilibrio con ella. La inclusión de trompetas y cornos da una sonoridad luminosa al aparato orquestal y ello exige al solista brillar también, pero sin caer en los excesos. Piemontesi lució brillante y contundente en el Allegro maestoso inicial, articulando con mucho esmero en una sonoridad redonda y muy hermosa. El Andante fue un puro regalo de delicadeza y buen gusto; fue donde quizás Piemontesi pudo lucir mejor sus enormes dotes de relojero suizo para tejer con sumo esmero finísimas frases, donde cada nota es como una perla delicadamente colocada en el todo.

El Allegretto final, pese a estar escrito en modo menor, es una obra llena de vitalidad y fantasía, donde el maestro remató con autoridad una deliciosa lectura de la obra, que fue pertinentemente acompañado por una orquesta que, a ratos, se notó opaca y sin imaginación y que al final de la pieza finalmente encontró el camino y brilló con el solista.

Escuchar el Adagio de la Décima sinfonía de Mahler es como asomarse al abismo, un abismo impregnado de nostalgia y desesperación, las mismas que acompañaron a su autor en sus últimos días. Este movimiento fue el único que el maestro logró concluir de su malograda Décima sinfonía, y en él experimentó muy hábilmente con nuevas sonoridades y atrevidas combinaciones tímbricas, pero guardando y fortaleciendo las estructuras tradicionales. Es una obra que se asoma al futuro de manera evidente y audaz, pero sin perder su punto de apoyo en un glorioso pasado.

Pablo González, más allá del parecido físico que guarda con Mahler y que ha motivado más de una broma al respecto, es un director que entiende muy bien al compositor bohemio y supo hacerse con la orquesta a la que le imprimió su autoridad desde el inicio de la pieza. Mostrando una solidez conceptual envidiable, además de una sutileza y un saber hacer de altos vuelos, construyó una lectura impactante tanto en su delicado balance tímbrico como en su profundidad y solidez formal. González es, sin duda, una de nuestras mejores batutas nacionales y verlo al frente de una orquesta del nivel de la Filarmónica de Dresde reconforta, sobre todo por los buenos resultados obtenidos.

La velada culminó con ‘Muerte y transfiguración’, op. 24 de R. Strauss, una obra mítica de la literatura orquestal romántica y toda una prueba de fuego tanto para el director como para la orquesta. Pablo González supo cabalgar con determinación este brioso corcel y firmó una potente interpretación del poema straussiano. Así, por ejemplo, guió con decisión al grupo orquestal en el primer ‘allegro molto agitato’, construyendo sabiamente las tensiones exigidas por el pasaje y manteniendo y moldeando eficientemente las combinaciones tímbricas del mismo.

 La Filarmónica de Dresde sonó poderosa y llena de garra a lo largo de la obra, desplegando una sonoridad compacta y bien trabajada. Los solistas de las maderas brillaron todos por su musicalidad, a pesar de un pequeño y casi imperceptible error en la parte del oboe que nos hizo sufrir a algunos durante unos segundos. Las cuerdas, robustas y firmemente cimentadas en unos graves muy sólidos, fueron la base sobre la cual todo el aparato orquestal hizo justicia a una joya muy brillante del romanticismo alemán. Mención muy especial merece la sección de las violas, que sonaron llenas de un brío y un poder realmente remarcables.

Lamentablemente, tanto en el Adagio de Mahler como en el poema sinfónico, el nerviosismo por aplaudir intempestivamente justo al terminar las obras no permitió ese gozoso momento de resonancia en que el sonido queda como suspendido en el ambiente y uno puede casi aspirarlo como si fuera una delicada fragancia. Hay demasiados aplaudidores precoces en los momentos menos adecuados, cosas de esta manera de entender la vida actual en que todo es rápido y de cara a la galería. Las cosas caducan al segundo de pasar por el aquí y el ahora; las inmanencias trascendentales son paparruchas de algún intensito que nos quiere aguar la diversión.

Un éxito absoluto el conjunto de la velada y donde me encantaría remarcar la fantástica labor del maestro González, además de, evidentemente, la de la orquesta. Un gusto ver a Pablo González tan en forma y un placer absoluto disfrutar de una agrupación como la Filarmónica de Dresde. Seguimos.

Eugeni Kissin, simplemente inmenso.

Eugeni Kissin, simplemente inmenso.

A inicios de 2023, una fuerte gripe padecida por uno de los más brillantes pianistas del momento privó a los aficionados de Barcelona de disfrutar de un concierto largamente esperado. Eugeni Kissin, que acababa de dar un maravilloso concierto en Madrid el 13 de febrero del pasado año, anunciaba unos días después que le era físicamente imposible presentarse en Barcelona el día 17, pues se encontraba severamente enfermo. Asimismo, se anunció por parte de BCN Clàssics que el maestro buscaría una nueva fecha para que los aficionados catalanes pudieran escucharlo en vivo. Ya se sabe que con artistas de este nivel, buscar una nueva fecha no es cosa de unas semanas, sobre todo si pensamos que este tipo de músicos vive con su vida planificada a varios años vista. Así que, una cierta desilusión nos invadió a varios.

 

Con mucho agrado descubrimos que en la presente temporada de conciertos 2023-2024, BCN Clàssicsfinalmente había logrado programar a Eugeni Kissin, que por cuarta ocasión colabora con ellos, efectuando tal concierto el pasado 8 de enero. Con un Palau de la Música absolutamente lleno, Barcelona se rindió a uno de los mejores pianistas de las últimas generaciones.

 

El programa del recital se abrió con la Sonata nº 27 op. 90 de L. van Beethoven, a la que siguió el Nocturno op. 48 nº 2 y la Fantasía en Fa menor op. 49 de F. Chopin. Tras un intermedio de veinte minutos, la segunda parte continuó con las 4 Baladas op. 10 de J. Brahms para concluir con la Sonata nº 2 de S. Prokófiev. Un programa realmente exigente y muy variado, que le permitió desplegar ante el público barcelonés un amplio abanico de posibilidades tanto técnicas como estilísticas, que dejaron claramente el extraordinario artista que es sin duda Eugeni Kissin.

 

Hablar de Kissin a estas alturas del partido es hablar de un artista al que acompaña una mística muy especial, pues en él confluyen numerosos elementos que lo hacen sencillamente excepcional, entre ellos están: una apabullante perfección técnica; una facilidad casi milagrosa para casi cualquier pasaje endiablado que se materializa con una naturalidad pasmosa; una solidez conceptual preclara a la hora de construir cada una de las obras que aborda; una sonoridad siempre balanceada, sin el más mínimo atisbo de exceso. A esto se suma una sobrecogedora capacidad expresiva en sus matices, pues lo mismo logra atronadores fortísimos, como delicados pianissimos; un escrupuloso y siempre atinado gusto por la articulación correcta y el fraseo adecuado; en fin, ya lo ves, querido lector, la lista es larga, pero muchos son los méritos del maestro y es que cuando se está ante un artista de semejante categoría, uno se siente irremediablemente impelido a decir y glosar los enormes méritos que le adornan.

Imagen ANTONI BOFILL

El programa prometía mucho desde la primera obra, que en este caso fue la Sonata nº 27 op. 90 de L. Van Beethoven, sonata de transición en la obra del maestro de Bonn, donde su lenguaje pianístico se vuelve más experimental e íntimo, nutriéndose de texturas nunca antes exploradas. La música gana en complejidad armónica y densidad sonora. Beethoven, tras varios años sin componer una sonata para piano, inicia el camino que conducirá a obras tan icónicas como la Hammerklavier o la Op. 111.

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Kissin supo abordar los dos movimientos de la obra con una serenidad y una musicalidad casi sobrecogedoras. Penetró en la compleja madeja de pasajes contrapuntísticos que la constituyen, manejando con absoluto control las tensiones y distensiones necesarias para articularlas en algo sólido y conmovedor. Diferenciando con una sonoridad precisa y clara, pero sin caer en estridencias, el matiz y el sentido de cada una de las voces de esta pieza, y a su vez aglutinándolas cuando así lo requería la música. Nos llevó del brillo y la alegría del inicio de la sonata a la relajación y la paz del final, pero pasando por un mundo de tensiones y emociones.

 

Chopin es un autor al que Kissin ha dedicado grandes momentos de su carrera. Sus interpretaciones tanto de los nocturnos, valses, conciertos y en general de toda la obra del maestro polaco son simplemente referenciales. La noche del 8 de enero maravilló al público de Palau con dos hermosas interpretaciones del Nocturno op. 48 nº 2 y de la Fantasía en Fa menor op. 49, obras que entre ellas guardan una estrecha relación, al ser escritas en la misma época vital del maestro, pero que discurren por caminos diferentes.

 

El nocturno es una obra que, pese a su inmensa expresividad, se mantiene dentro de unos límites bien marcados por la misma forma del nocturno. Chopin maneja deliciosamente las posibilidades que esta estructura le aporta y juega con los cromatismos internos de la armonía, para sobre ellos desplegar una hermosa y lírica melodía en la primera parte de la pieza. La distensión y un cierto aire de candor llenan la música en su segunda parte, que contrasta con la primera, a la que volverá después de que esta concluya, llenando nuevamente el ambiente de una exquisita y delicada melancolía.

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La fantasía, por el contrario, tiene sólo como margen la misma imaginación del creador. Chopin en este caso, pese a lo difuso de los límites formales que la estructura parece darle, concibe un entramado formal muy sólido y nítido, para que ello sirva de contenedor de una de las obras más vehementes y dramáticas de su catálogo.

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Kissin bordó ambas partituras, mostrándose delicado y comedido en la primera; cuidando mucho los matices y los delicados contrastes, además de lucir un fraseo perfecto, regalando a la concurrencia una lectura simplemente deliciosa por su elegancia y elocuencia. Para la fantasía el reto fue mayor y las tensiones y todo el dramatismo que la obra encierra, se desplegó libremente. Así, tras, por ejemplo, la lenta y pausada introducción en fa menor, sorprendió enormemente el impetuoso agitato siguiente, al que Kissin imprimió una fuerza muy notable, apoyando su despliegue armónico en unos sólidos y robustos bajos que cimentaron todo el pasaje, para dar paso a un etéreo lento sostenuto, que abordó con calma y serenidad, embriagando a la sala con la delicadeza de una música casi beatífica. El regreso de las convulsiones y el dramatismo de uno de los pasajes más apasionados de la obra nos llevó al delicado final con que concluye esta partitura que Kissin conoce tan profundamente.

 

Tras la media parte, el turno fue para las Cuatro Baladas op. 10 de J. Brahms, fantásticas muestras del inmenso talento de un joven Brahms que acababa de trabar relación muy estrecha con el matrimonio Schumann, con todo lo que esto trajo tanto para él, como para el ya consagrado Robert Schumann y su esposa, la genial Clara Wieck. Cada una de las cuatro baladas muestra a un Brahms que, pese a su juventud – apenas 21 años-, es ya un compositor con un lenguaje muy personal, poseedor de un oficio consumado y que conoce todos los secretos del piano.

 

Las Cuatro Baladas pertenecen al primer período creativo del maestro dentro de su obra pianística. Están por llegar obras tan brillantes y virtuosísticas como las Variaciones y fuga sobre un tema de Händel, op. 24 o los profundamente reflexivos Tres intermezzi per a piano, op. 117. Las Baladas son obras de una belleza sobrecogedora, destacando por su sereno lirismo y su inspirada profundidad.

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Sin menoscabo del resto, la cuarta de ellas, el  Andante con moto,  fue donde el maestro, alcanzó uno de los momentos más conmovedores de la noche, pues con un «touché» preciso y sutil hizo cantar la melodía evocadora que, marcada por Brahms con esta precisa indicación «col intimissimo sentimento ma senza troppo marcare la Melodia»,  Kissin conmovió a todo su auditorio, por la delicadeza, la belleza, la sutileza con que abordó el pasaje, en un ejercicio de pura filigrana y musicalidad exquisita

 

 

Tras las mieles de tan delicada obra, siguió la rotunda y colosal Sonata nº 2 de S. Prokófiev, obra igualmente juvenil de su autor, que en el momento de su escritura era ya un absoluto virtuoso del piano, conocedor de todos los mecanismos y los resortes más íntimos del instrumento. La Sonata nº 2 es una obra trepidante, llena de enormes retos técnicos para su interpretación. Donde confluyen y se reconcilian felizmente elementos aparentemente disímiles y que formarán parte del sello distintivo de su autor. Así, bajo una estética evidentemente neoclásica, escuchamos ritmos frenéticos, contrapuntos que se mezclan chocando unos con otros, tejiendo una urdimbre compleja y delirante por momentos.

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Kissin, gran conocedor de Prokófiev, desplegó todo su arsenal técnico y firmó una colosal lectura de la pieza, culminando el concierto por todo lo alto. El cuarto movimiento, en particular, fue simplemente sorprendente, pues abordó esta tocata llena de furia, con un brío contagioso. Desplegando los arpegios, saltos, adornos, acordes y ritmos martilleantes con una precisión pasmosa, siempre manteniendo el fuego y el brío marcado desde el inicio. Así, al concluir la obra, remató la velada con un final absolutamente trepidante que arrancó una rotunda ovación en el público congregado en la sala del Palau de la Música.

Imagen ANTONI BOFILL

Generoso, agradeció el calor del público catalán y regaló varios bises: primero escuchamos la Mazurka en Do sostenido menor op.63/3 de Chopin, posteriormente la Marcha de Prokófiev, concluyendo la noche con el Vals núm. 15 en La bemol mayor op.39, de Brahms.

 

Esperamos ya de nueva cuenta poder escuchar a   Eugeni Kissin por Barcelona. Por el momento, para los interesados, para el 19 de marzo hay la oportunidad de escucharle en Madrid en dúo con el barítono Matthias Goerne. Siempre valdrá la pena hacer un viajecito a la Villa y Corte para disfrutar de un concierto de semejantes músicos y de paso hacer alguna escala, quizás por el Prado. No suena nada mal. ¿Os animáis? Seguimos.

 

Fotografías cortesía de bcn classics. Fotógrafo Antoni Bofill

 

«El Rey Daniil»

«El Rey Daniil»

El origen de los actuales recitales pianísticos lo podemos encontrar, como tantas cosas de nuestra actual práctica musical, en el siglo XIX. Parece ser que fue Liszt quien, a partir de las bohemias tertulias poético-musicales que solían darse en aquellos años, y en las que el virtuoso maestro solía embriagar a sus asistentes con toda clase de sortilegios musicales, depuró la idea de encontrar un espacio privilegiado en el que un solista y su público tuvieran acceso a un lugar donde la magia de su piano desplegara todos sus encantamientos.

El recital de piano moderno nace de esta idea: transportar, afectar hasta la médula a sus asistentes, con la ejecución de un programa en el que el artista protagonista permitiera a los oyentes el acceso al jardín del Elíseo a los congregados para escucharle.

Este esquema ha ido pasando con los años y, con mayor o menor fortuna, se ha mantenido casi intacto. Dependiendo del pianista en cuestión, la velada podía ser una privilegiada cita con las musas o una amigable entrega a Morfeo, pero dentro de la práctica musical actual, el formato del recital, pese a todo, no tiene visos de evolucionar hacia una propuesta diferente.

Ahora bien, para que un recital de piano hoy día subyugue realmente, las cualidades del pianista deben ser muy notables. No es fácil mantener inmerso a un público como el actual, rodeado de constantes estímulos (hiperactividad, móviles, redes sociales, etc.) y acostumbrado a estos estímulos frenéticos a lo largo del día. De nada sirven las vehementes súplicas de los auditorios en todo el mundo para apagar el móvil y encontrar un pequeño paréntesis de tranquilidad. Siempre, siempre, hay algún «distraído» que se olvida de apagar el móvil y que, además, tiene la «mala suerte» de que le llamen en el momento menos oportuno para el resto de la concurrencia, rompiendo muchas veces ese sacrosanto momento de silencio beatífico que se había creado.

Así, con un auditorio hiperestimulado y con una capacidad de concentración más bien baja, plantear un programa de poco más de dos horas de música para piano solo es, sin duda, una proeza. Querido lector, espero poder ser bien entendido, no estoy hablando de pasar de algún modo más o menos atento dos horas sentado en una butaca de un hermoso auditorio o teatro, escuchando un poco por encima la agradable música que un señor con notables dotes musicales hace. En absoluto, me refiero a pasar casi con embeleso dos horas de nuestras vidas de una manera absolutamente inmersos y sin posibilidad de escapar, en un estado casi de gracia, y eso, querido lector, en la actualidad es cada vez más difícil de lograr, por las causas, entre otras muchas, que mencioné antes.

Daniil Trífonov lleva tiempo demostrando que es capaz de afrontar con absoluta solvencia el reto de realizar recitales de piano solo y lograr aquellas ensoñaciones cuasi mágicas que Liszt había planteado en los orígenes de esta práctica. Lo que lo constituye en casi un taumaturgo del piano, pues obra en su público verdaderos milagros internos, además de crear absolutos  prodigios musicales, solo accesibles a unos pocos en la historia.

Escuchar a Trífonov en vivo es, sin duda, toda una experiencia que hay que vivir para entender cabalmente lo que es un artista con mayúsculas. Pese a sus escasos 32 años, Trífonov ha logrado crear ya en torno suyo una cierta mística, que lo une a nombres como Sokolov o Kisin, aunque al oírlo tocar y analizar su abordaje de las obras, el recuerdo más marcado es sin duda el de Horowitz. Todos rusos, cierto, y todos unidos por una colosal y sólida tradición de hacer y vivir la música.

 El pasado 29 de noviembre, en el Palau de la Música de la ciudad de Barcelona, Daniil Trífonov presentó un programa sorprendente, extenso y muy variado, que permitió disfrutar de la enorme paleta expresiva y demostrar que es un todo terreno. Hacer convivir en un mismo programa la Suite en la menor de las Nouvelles Suites pour le clavecín de Rameau con la Hammerklavier de Beethoven no es tarea fácil, y Trífonov logró leer en lo más profundo de cada una de las cuatro obras seleccionadas y, siendo fiel a sus autores y al mensaje encontrado en ellas, transmitirlo a los congregados en la sala de conciertos.

No es mi deseo aburrir al paciente lector que lee estas letras y por ello no abundaré en detalles demasiado técnicos de cada uno de los movimientos de las obras, aunque materia hay y mucho, porque en cada una de las piezas, Trífonov realizó una lectura profundamente personal, y es justo ahí donde radica parte de la magia de este pianista, que se toma algunas libertades interpretativas, y en Rameau lo hizo y mucho, pero lo hace con tan sólidos argumentos musicales que la obra no sufre en su constitución más elemental, sino que surge al oído del oyente llena de vida y robustecida por la lectura que hace.

Un ejemplo claro de lo anterior, como lo hemos mencionado, fue su interpretación de la obra de  Rameau, que a los más puristas quizás pueda parecerles demasiado afectada o que no respeta ciertas tradiciones interpretativas de la época, pero es que ya el solo hecho de tocar estas obras en piano, estamos casi hablando de una transcripción; los recursos expresivos del piano modernos nada tienen que ver con los del clave que conoció Rameau. Así, Trífonov abordó la pieza, ya desde la allemande inicial en un tempo muy amplio, deleitándose en profusas ornamentaciones que la obra requiere y que son el corazón expresivo de la misma. Esta música, en su concepción original, al ser tan delicada en su sonoridad, requiere que sus finas líneas melódicas, al exponerse, sean primorosamente ornamentadas, y en su conjunto, las diferentes danzas son una constante exigencia de control técnico y de balance en cada una de sus articulaciones. Trífonov logró sobradamente construir un paisaje perfectamente sobrio, sereno, en el que cada una de las partes estaba justamente en su lugar; cumpliendo su función, sumándose al todo y generando un conjunto realmente conmovedor.

Una de las sonatas maduras de Mozart, en concreto la escrita en fa mayor con el número de catálogo K 332, fue la obra que permitió apreciar la agilidad casi acrobática de Trífonov. Sobre todo en los dos movimientos extremos de la sonata, que  fueron abordados en tempos muy rápidos y decididos y ello no mermó en nada las posibilidades en cuanto a precisión y perfección técnica de su lectura. Dejándonos con un grato sabor de boca, al finalizar el Allegro assai final, sobre todo por su frescura y su saber crear los pertinentes contrastes entre los fortes y los pianos marcados por el compositor; todo esto dentro de una perfecta observancia de un depurado y elegante estilo interpretativo.

Las Variaciones serias op. 54 de Mendelssohn fueron la obra con la que cerramos la primera parte del concierto. Pieza llena de elegancia y virtuosismo a partes iguales, fue abordada con maestría por Trífonov, que logró una lectura simplemente fulgurante de ella. Trífonov tuvo en estas 17 variaciones la posibilidad perfecta de desplegar toda la intensidad de sus recursos técnicos, en las partes más rápidas y virtuosísticas, así como deleitarse con comedidos legatos, haciendo cantar con delicadeza las melodías más sublimes que esta obra encierra. Casi al final de la partitura, en la última variación, supo construir muy sabiamente la tensión necesaria, para que el final de la pieza, marcado en Presto, explotara en toda su dimensión, dejando un hondo impacto en la audiencia congregada.

El plato fuerte de la sesión, y hay que ver que lo que hasta ahora hemos escuchado no eran en ningún caso naderías o piezas de gabinete, fue la inmensa sonata «Hammerklavier» de Beethoven. Obra axial en la historia de la literatura pianística, en tanto que tras su publicación en 1819 esta sonata se transformó para las generaciones venideras en un verdadero eje, en un punto de referencia en cuanto a la verdadera comprensión del arte de tocar el piano. Fue precisamente Liszt, el «creador» del recital pianístico del que antes hablábamos, quien pudo abordar la obra plenamente por primera vez, al parecer en París en 1836, pues tras la muerte de Beethoven, ningún pianista había podido enfrentar el reto de interpretar  la obra.

 La «Hammerklavier» lleva al límite todos los recursos tanto técnicos como expresivos de sus intérpretes y Trífonov no defraudó, dando todo y más durante los más de cuarenta y cinco  minutos que dura la obra. La intensidad emocional, el absoluto dominio del instrumento y una concepción profundísima del sentido más hondo de la obra, son algunos de los elementos que podemos destacar de una interpretación simplemente pasmosa de esta colosal partitura.

Casos muy destacados fueron sin duda los dos movimientos finales de la sonata. El Adagio sostenuto  fue escalofriante. Escuchar la profundidad, la hondura y el inmenso sentimiento con que Trífonov se sumergió en este maravilloso movimiento cortaba la respiración. Era imposible escuchar aquello y no sentirse hondamente conmovido con aquella música, lo que además, siendo Trífonov muy amigo de los tempos trepidantes, sorprendió aún más, por lo reposado de su concepción de este movimiento.

La llegada del Allegro risoluto resonó en toda su contundencia y compleja estructura contrapuntística en manos de Trífonov lleno de un extraño sortilegio y cuyo apabullante final fue la palmaria muestra de la inmensa categoría artística de uno de los más grandes pianistas de la actualidad. La fuga final, pasaje de una complejidad absolutamente  endiablada, fue resuelto con una autoridad y una solvencia tanto técnica como musical arrolladora, causando en la concurrencia, al llegar el final, una atronadora aclamación a un artista de tal categoría.

Tras la inmensa ovación, pese a lo extenso y agotador del programa, Trífonov regalo dos propinas, ambos arreglos del mismo Trífonov al parecer de música del pianista de jazz Art Tatum.

Un increíble concierto que logró alturas celestiales en su segunda parte, motivo por el cual, cabe perfectamente el juego de palabras, teniendo como referente al antiguo testamento, con lo que  podríamos hablar ya del «Rey Daniil», que esperemos reine sobre el piano largos y venturosos años. Seguimos.

 

 

Foto de portada: Steve Pisano
MUSIC – Daniil Trifonov – Carnegie Hall
October 28, 2017, Carnegie Hall, New York, NY

Capuçon, o el arte de hacer hervir el agua tibia.

Capuçon, o el arte de hacer hervir el agua tibia.

Que esté todo en su lugar, no garantiza ese plus de algo más que hace que una interpretación sea extraordinaria. Cuantas veces, sobre todo en este mundo en que la perfección técnica es cada vez más frecuente en muchos músicos, uno escucha la lectura de una obra que podríamos calificar de «correcta», «profesional», fiel al texto del autor y sin embargo, quedarte como aquel que dice, ni frio ni calor.  Y es que querido lector, ya lo decía Mahler, y un servidor lo cita con profusión ya lo sé: “en la partitura está todo, menos lo más importante” y diría más, que para que suceda eso tan importante, o sea la música, hay que no solo leer lo que está escrito, si no percibir e integrar lo que no se puede escribir  en el texto y que sin embargo, está implícito y permite que la magia suceda al mezclarse con lo anotado en el mismo.

Un gran intérprete es no solo un músico que lee fielmente un texto, si no que recrea lo vivido y sentido por el autor de aquellas notas. El que trae al presente, al aquí y al ahora algo solo apuntando en un papel; el que, de nueva cuenta, en un escenario, permite que aquellos sonidos estallen en nuestro interior y nosotros percibamos el sentido profundo que estos tienen.

Mozart es un autor que suele retratar de cuerpo entero a sus intérpretes. Sus obras, son lo suficiente exigentes en todos los sentidos, para que el musico en cuestión al abordarlas, deje muy claro su nivel técnico y musical. Un claro ejemplo de lo  anterior, son los conciertos para violín del maestro. Obras de una magia y una frescura indescriptibles, que permiten apreciar con nitidez  la afinación, el manejo del arco, la manera de articular, la precisión en el fraseo, el sonido y su balance con la orquesta, entre otros muchos aspectos del solista que los aborda  y lo hacen de una manera descarnada, sin posibilidad de esconderse; por ello resultaba muy atractivo ver  que el programa presentado el pasado 16 de noviembre en el Palau de la Música por el violinista francés Renaud Capuçon en su doble papel de solista director de la Orquesta de Cámara de Lausanne comenzaba con el Concierto para violín n.º 5 en en La mayor, K. 219 del genio de Salzburgo, pues siempre se agradece enormemente la posibilidad de disfrutar la lectura de obras como estas, en manos de grandes maestros como Capuçon.

Capuçon es un fantástico violinista que cuenta con una carrera muy sólida y un prestigio muy bien ganado, lo que hacía, como habíamos apuntado, realmente muy interesante el poder escuchar su lectura de una obra tan notable como el concierto “ Turco” de Mozart.  Ya desde el inicio pudimos apreciar que estábamos ante una interpretación correcta e impecable, pero donde los contrastes y las tensiones que la obra tiene y de qué manera, no aparecían por ningún lado. Capuçon en su papel de solista, desplegó un sonido aterciopelado, elegante y bien timbrado, que delata su inmensa categoría violinística, pero, pese a que la música fluía con naturalidad, lo hacía de una manera más bien anodina, sin desplegar toda la magia que ella encierra. La orquesta, estupenda, integrada por músicos realmente brillantes, se mantuvo siempre comedida, sosteniendo un perfil subordinado a Capuçon y acompañándolo hasta el límite de nunca cubrirlo o ensombrecerlo en su discurso musical, con un sonido contenido, como si estuviera cubierta por un velo que nunca permitió que mostrara el brillo que una obra así requiere. En resumen, nos encontramos ante una interpretación correcta, muy solvente, limpia y elegante, pero que pasó sin pena ni gloria y que nos dejó un regusto de cierta decepción.

Imagen ANTONI BOFILL

Después de las alturas celestiales de un Mozart a las que no pudimos acceder del todo, como ya hemos descrito, fuimos conducidos a la intensidad y la insondable profundidad de una obra como Metamorfosis de R. Strauss. Compuesta en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, desde sus primeras notas, atrapa al oyente y lo conduce lentamente  por los desoladores parajes internos  de un  hombre, moralmente devastado, que ve como todo en lo que ha creído y para lo que ha trabajado en su vida, ha  dejado de existir; pervertido primero en manos de un régimen criminal como el nazi, y después, arrasado por una guerra que lo ha devastado todo.

Capuçon, condujo desde el atril de primer violín, a un grupo de espléndidos músicos de la orquesta suiza, que realizó una estremecedora lectura de esta partitura. El grupo muy bien ensamblado, alcanzó momentos de una intensidad increíbles y por momentos costaba creer, que estuviéramos  escuchando al mismo grupo orquestal que en la obra anterior, pues donde antes hubo contención, ahora escuchábamos intensidad sin límites y lo que antes fue un conjunto contenido y más bien anodino, ahora era literalmente un volcán sonoro en medio de la sala del Palau.  ¿Cuestión de afinidades artísticas, quizás? O quizás, la magia de la noche o del lugar; lo que es cierto es que al llegar al final de la obra, un final que se desvanece como la vida misma, el público supo acompañar al grupo orquesta en ese largo, largo silencio que hay entre la última nota dada y el primer y tímido aplauso que se escuchó en el recinto, y ello, es sin duda parte del sortilegio que contiene esta obra.

Imagen ANTONI BOFILL

Tras la media parte, el optimismo y la fuerza de la Sinfonía n.º 1 en Do mayor, op. 21  de L. V. Beethoven inundó el lugar, en una buena interpretación de Capuçon, que pese a no tener buenos recursos técnicos como director, pues su gestualidad era parca y desconcertante, supo pese a ello, trasmitir bien a los músicos su concepción de la obra  y construir una buena lectura de la misma. Tempos rápidos y muy bien mantenidos, fraseos bien realizados, contrastes muy bien abordados, son solo algunos elementos que permitieron a Capuçon construir una muy solvente interpretación de una sinfonía, en la que pudimos disfrutar ahora si, de la fuerza y el bien hacer de una espléndida orquesta como lo es la Orquesta de Cámara de Lausanne, pues en esta obra, afortunadamente Capuçon permitió que todas las aristas que jalonan esta primer sinfonía de Beethoven salieran a la luz y chocaran entre ellas. La orquesta se mostró espléndida, desplegando un sonido potente y muy bien balanceado, construido sobre la base de una cuerda que no abusó nunca del vibrato y acortó el uso de los arcos, permitiendo las articulaciones ligera y precisas y con ello el abordaje de los tempos rápidos  antes descritos.

 

El público congregado en el Palau ovacionó entusiasmado a los artistas y como regalo de estos al respetable, escuchamos una hermosa obra de Faure: su obertura de la suite Masques et bergamasques, obra llena de una extraña inocencia y frescura, con la que la velada concluyó agradablemente. Seguimos.

Imagen ANTONI BOFILL

Fotografías cortesía de bcn classics. Fotógrafo Antoni Bofill

Also sprach Pappano

Also sprach Pappano

Continuando con una gira de conciertos por nuestro país que arrancó en Madrid los días 24 y 25 de octubre y que continuó el 26 en la ciudad condal, se presentó ante el público barcelonés la London Symphony Orchestra, dirigida por su nuevo director principal designado, el británico Antonio Pappano. Además de Madrid y Barcelona, la agrupación británica se presentó en Zaragoza el día 27 y finalizó su visita a España en Alicante la noche del 28 del presente mes.

En Barcelona ofreció un  programa que mostró por qué, para muchos, la London Symphony es una de las mejores orquestas a nivel mundial. En una primera parte y tras su estreno absoluto el 10 de octubre en el Barbican Hall de Londres, pudimos escuchar «O flower of fire», pieza encargada por la misma orquesta británica a la compositora Hannah Kendall, la cual fue bien recibida por el público asistente. La velada continuó con la celebérrima «Totentanz, S.126» de F. Liszt,  primorosamente interpretada en su parte solista por la maestra Alice Sara Ott, quien cosechó un rotundo éxito ante la afición barcelonesa.

Tras la media parte, llegó lo que sin duda era el plato fuerte de la velada. Me refiero al increíble poema sinfónico de R. Strauss, «Así habló Zaratustra», donde la orquesta se aplicó a fondo, regalando una lectura memorable de esta obra icónica de la literatura sinfónica.

Si algo distingue a la agrupación británica es su flexibilidad y su enorme habilidad para adaptarse a cualquier tipo de repertorio, siempre presentando una lectura de altísima calidad, apegada en todo momento al estilo requerido por el autor y con una musicalidad a flor de piel.

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La llegada de Pappano al podio de la London ha reacomodado sinergias al interior de esta histórica orquesta, que manteniendo siempre la marca de la casa,  presenta en sus actuaciones  un color diferente resultado de los procesos  de cambio iniciados.  Pappano, que ha pasado muchos años vinculado al mundo de la ópera, le está aportando una nueva manera de abordar el repertorio. Al maestro le gusta abordar las obras en tempos vigorosos y vivos, marcando intensamente los fraseos del registro grave para dar estabilidad al aparato orquestal. La gesticulación de las manos, la colocación del cuerpo, lo afectado de su rostro y, en resumen, la pasión con que aborda su labor, delata una pasión interna que se ve fielmente reflejada en la sonoridad que logra arrancar de la orquesta, un instrumento muy sensible en sus manos.

Una inmensa sorpresa fue disfrutar del trabajo de Alice Sara Ott, brillantísima pianista alemana-japonesa, que, pese a ciertos padecimientos físicos, demostró la noche del 26 de octubre estar en plena forma, realizando una asombrosa lectura de una de las obras más complejas del repertorio pianístico. La «Totentanz» de Liszt es una pieza que exige de sus intérpretes una increíble habilidad técnica, que les permita no solo hacer acrobacias asombrosas sobre el teclado, sino también mostrar un lirismo y una delicadeza infinitas, cambiando de registro en cuestión de segundos, manteniendo este esfuerzo durante unos 18 minutos.

Pocos, muy pocos, han logrado llegar a abordar con solvencia esta obra.Ott, pese a su apariencia frágil y delicada, abordó desde el inicio la obra con una fuerza y una intensidad remarcables. Sus dedos, literalmente, volaban por el teclado; no había malabar o pirueta técnica que no lograra resolver con absoluta solvencia. Pero donde demostró su inmensa estatura artística fue en los pasajes de lirismo y sosiego que la obra contiene, donde Ott fue simplemente excelsa y donde además se le vio profundamente imbuida por la obra.

Mención aparte merece la pieza de estreno: «O flower of fire» de Hannah Kendall, que destaca mucho por cómo trabaja los colores orquestales, combinando no solo las secciones tradicionales de una orquesta con mucha inteligencia, sino ampliando su paleta sonora con la inclusión de cajas de música, armónicas, anillos de metal, raspadores africanos que, al mezclarse, aportaban una sonoridad muy rica que la compositora ha sabido unir perfectamente. La obra se mueve creando atmósferas diversas que van fluyendo lentamente, creando tensiones y distensiones orgánicas y naturales, logrando en conjunto una pieza bien cohesionada y resuelta.

Tras la brillante actuación de la orquesta en Zaratustra, el público ovacionó merecidamente a la orquesta y su nuevo titular, que regaló al respetable una hermosa lectura de la «Danza húngara Nº 1» de J. Brahms, repertorio en el que Pappano se siente más que cómodo. Grandes sorpresas nos esperan en esta temporada, y una, de la mejores, fue este fantástico concierto. Seguimos.