Lo que pudo no ser y fue.

Lo que pudo no ser y fue.

La que pudo haber sido una noche para olvidar, se transformó en una velada para el recuerdo.
El pasado 21 de noviembre, muchos aficionados esperaban la anunciada visita de Philippe Herreweghe, quien, al frente de la Orchestre des Champs-Élysées, nos proponía un monográfico en torno a la figura de L. v. Beethoven.

El Concierto para piano n.º 4 en sol mayor, Op. 58 y la hermosa Misa en do mayor, Op. 86 eran las dos obras programadas. Kristian Bezuidenhout era el solista invitado para abordar el concierto de piano, y la plantilla artística se completaba con el siempre impresionante coro del Collegium Vocale Gent, dirigido por Herreweghe desde su fundación en 1970.

Con semejante cartel, era de esperar que el público reaccionara abarrotando la sala de conciertos del Palau. Un programa de ensueño con intérpretes insuperables. ¿Qué podía ir mal? La respuesta a esta pregunta la dio la ola de frío que está cubriendo gran parte de Europa y que provocó que el aeropuerto de París-Charles de Gaulle suspendiera un total de 108 vuelos, dejando en tierra a 15 músicos de la orquesta francesa.

Al parecer, se manejó la posibilidad de cancelar el concierto, pero la dirección del Palau propuso llamar a varios músicos locales para que permitieran la ejecución de la Misa en do mayor, ya que, por los requerimientos técnicos de la obra, el concierto para piano parecía demasiado arriesgado de interpretar bajo estas condiciones.

Finalmente, se decidió que el concierto se daría, pero con un programa modificado. La primera parte estaría a cargo de Kristian Bezuidenhout, quien interpretaría una selección de piezas de Schubert y Beethoven para piano solo; y en la segunda parte se tocarían cuatro de los cinco números de la misa, excluyendo el exigente Credo.

Todo esto se gestó de prisa durante una tarde que debió de ser frenética tanto para la dirección del Palau como para Philippe Herreweghe y su equipo. Sobre las 19:45 horas, la gente se agolpaba en las puertas del Palau y se encontraba con que no se podía ingresar en la sala. Nadie entendía nada, y se comenzó a murmurar que el concierto se cancelaría. Al poco tiempo, se nos avisó que en esos momentos se estaba llevando a cabo un ensayo con los músicos que habían llegado de refuerzo y se pidió a los asistentes media hora más para terminar de ajustar el concierto.

Admiro profundamente que un artista, incluso en circunstancias como estas, no se refugie en su torre de marfil y decida no abandonar a los aficionados. Me revela respeto y consideración por las ilusiones de cientos de personas que llevan quizás mucho tiempo esperando para oírle. Tanto Kristian Bezuidenhout como Philippe Herreweghe pertenecen a ese grupo de músicos que hacen lo humanamente posible por no defraudar a sus seguidores.

El ambiente en general era de desconcierto, y a ello se sumó que muchos asistentes tenían un enorme interés por escuchar el concierto de piano. En su lugar, se tuvieron que conformar con un programa más bien íntimo, compuesto por un ramillete ciertamente delicioso de obras de Schubert. Las comparaciones son odiosas, ya lo sabemos, y entiendo que resulte decepcionante para muchos enterarse de que no podrán escuchar la obra de Beethoven, y que en su lugar les propongan un conjunto de piezas más discretas, aunque muy hermosas e inspiradas, pero en las antípodas de lo anunciado.

Lamentablemente, esto dio pie a varias muestras de incivismo o, peor aún, de mala educación por parte de ciertos sectores del público. Fue lamentable ver cómo varias personas se levantaban indignadas en medio del concierto porque se estaban aburriendo con lo que escuchaban. Ya se sabe, hay un sector del aficionado a la música clásica que lleva muy mal los cambios y, cuando estos suceden, suele reaccionar de manera inapropiada.

Kristian Bezuidenhout es un intérprete increíble del pianoforte, que abordó con enorme elegancia y musicalidad el repertorio propuesto. Una pena no haber podido disfrutar con más sosiego del trabajo de un artista tan encomiable.

Tras un intermedio, muchos aficionados al menos en parte se vieron recompensados. Si bien es cierto que no pudimos escuchar toda la Misa en do mayor, la belleza del Kyrie inicial estremeció a todos los que estábamos en la sala y nos hizo desconectar del estado de tensión anterior. Fue sencillamente impresionante escuchar al coro del Collegium Vocale Gent interpretar esta obra, lamentablemente tan poco ejecutada de Beethoven.

Al ser ya de por sí una partitura no demasiado extensa, con la supresión del Credo, la ejecución de los cuatro números que sí se presentaron se nos escapó casi como agua entre las manos. A muchos nos hubiera encantado poder escuchar por más tiempo tanto al coro como a la orquesta, que, pese a las duras circunstancias en las que tuvo que bregar, sonó espléndidamente.

Aquí quiero destacar y aplaudir el alto nivel de los músicos catalanes que con apenas unas horas supieron adaptarse a las enormes exigencias de un grupo muy consolidado como lo es la Orchestre des Champs Élysées  y ,además saber dejarse guiar por un director tan especial como Philippe Herreweghe que con el paso de los años ha ido reduciendo su técnica de dirección concentrándola en  pequeños movimientos que hace que sea muy fácil, si no estás habituado, perderte.

Creo que uno de los gestos más encomiables y que retrata de cuerpo entero a Philippe Herreweghe fue cuando, al final del concierto, mientras el público lo ovacionaba, pidió el uso de la palabra y se disculpó ante los asistentes por todo lo ocurrido, destacando  que estaba muy feliz de haber podido trabajar con músicos de la tierra y  pidiéndole a   cada uno de ellos se pusiera de pie para que fueran reconocidos por el público.

Acto seguido, alabó la hermosa arquitectura del Palau y, deseoso de seguir disfrutando de su acústica, nos regaló una nueva ejecución  del Kyrie antes mencionado, que, debido a la emoción del momento, resonó con mayor brillo que antes.

Tal como mencionamos al inicio de esta crónica, la noche comenzó quizás de la peor manera posible, pero gracias al trabajo serio del equipo del Palau de la Música y la inmensa calidad artística y humana de los artistas  involucrados, finalmente la velada, creo yo, terminó siendo una noche para recordar. Seguimos.

Trabajo a carbón

Trabajo a carbón

Al frente de la orquesta belga Anima Eterna Brugge, regresó el pasado 29 de octubre al Palau de la Música el director granadino Pablo Heras-Casado, obteniendo un sonado éxito. El programa era suculento: en la primera parte, la mezzosoprano Sarah Connolly, que tantos y tan buenos momentos nos ha hecho pasar, interpretó los Rückert-Lieder de Gustav Mahler. Tras la pausa, como plato fuerte de la velada, pudimos disfrutar de la primera versión de la Tercera Sinfonía de Anton Bruckner.

Heras-Casado ha construido su brillante carrera sin especializarse en un repertorio específico. Colabora desde hace ya tiempo con el conjunto belga, que aborda con fortuna tanto autores del siglo XV como proyectos de vanguardia. En cada una de estas aventuras, la máxima es apegarse lo más posible a la sonoridad y al universo musical en el que fueron creados los diferentes repertorios. Estas particularidades sonoras, en el caso de las sinfonías de Bruckner, pasan por una plantilla instrumental muy distinta, sobre todo en la sección de vientos metal. Pongamos por ejemplo los trombones con los que el maestro trabajó: aquellos  trombones de pistones no contaban con la sonoridad expansiva y potente de los modernos trombones de vara. Sucede algo similar con las trompas y la tuba que el Bruckner conoció.

Todo esto hace que, al abordar este repertorio, la posición del intérprete cambie radicalmente, ya que la respuesta  real de la orquesta obliga a repensar tempos, articulaciones y fraseos que la tradición interpretativa consolidó, sobre todo durante el siglo XX. A esto se suma que Bruckner, siempre perfeccionista, revisó obsesivamente casi todas sus sinfonías, de modo que en el caso de la Tercera Sinfonía existan hasta nueve versiones. Centrándonos en la llamada Sinfonía “Wagner”, así denominada por estar dedicada al maestro de Bayreuth, la versión que fue aceptada y grabada a lo largo del siglo XX es la última revisión que Bruckner realizó entre 1888 y 1889, ayudado por su alumno Franz Schalk y editada en 1959 por Leopold Nowak. En ella, la orquestación y los procesos compositivos están ya muy asentados, revelando a un compositor maduro, con una paleta expresiva refinada. Esto hace que la Tercera Sinfonía suene perfectamente estable, que sea una obra sencillamente genial, pero, sobre todo, que guarde una profunda comunión con las últimas sinfonías de Bruckner, ya que fue revisada mientras él creaba esas piezas.

La versión que escuchamos el pasado 29 de junio en el Palau de la Música fue la originalmente escrita por Bruckner en 1873, la misma que envió a Wagner en diciembre de ese año. En este estado, la obra tuvo muy poca suerte: solo fue ensayada una vez por la Filarmónica de Viena y luego descartada para su estreno. Fue la versión de 1877-1878 la que finalmente pudo estrenarse en Viena en diciembre de 1877, y, tras una larga investigación, fue editada por Nowak en 1980 como versión definitiva. La versión de 1873 es probablemente la menos lograda de todas las versiones de esta sinfonía, y si la comparamos con la de 1889, que es la que estamos acostumbrados a escuchar, la diferencia es notable. La decisión de apelar al texto original —siguiendo el criterio de Anima Eterna Brugge y de Pablo Heras-Casado— dio como resultado, en mi opinión, la lectura de una obra aún por terminar, lo cual se confirma por el cúmulo de trabajo que Bruckner aún invirtió en ella para darla por concluida. Lo que escuchamos esa noche  fue una colorida ejecución de un esbozo que, años después, se transformó en una gran obra.

Para más inri, este dato fundamental aparece solo de manera indirecta en los textos del programa de mano, no en el listado de obras, donde debería haber quedado claramente estipulado qué versión se interpretaría. Es un poco tramposo anunciar una obra y luego interpretar una versión que nunca se toca y que tú y  solo tú consideras definitiva, basándote en el argumento de que es la versión original del autor. Aplaudo la iniciativa de presentar al gran público este amplio abanico de posibilidades que ofrece la obra de Bruckner, pero hay que tener el cuidado de comunicarlo claramente al público.

La lectura de la sinfonía fue sin duda muy interesante, llena de detalles colorísticos y luminosos de gran mérito, aunque carente del trazo amplio que una obra de esta envergadura requiere. En Bruckner, el equilibrio y los matices orquestales son elementos cruciales. Heras-Casado dedicó todos sus esfuerzos a trabajar estos aspectos, pero en el proceso dejó de lado la unidad y la congruencia necesarias para integrar cada uno de esos detalles. El resultado fue una hermosa colección de momentos memorables, aunque inconexos entre sí. Una pena, ya que el final no estaba en el principio.

Por su parte, Sarah Connolly realizó una hermosa y muy sentida interpretación de los Rückert-Lieder de Gustav Mahler. Particularmente conmovedora fue su interpretación de Liebst du um Schönheit («Si estimas la belleza»), canción que Mahler dedicó a su entonces prometida Alma, con estas tiernas palabras: «Si me amas por la belleza, la juventud o la riqueza, entonces no me ames; pero si me amas por el amor, entonces sí, ¡ámame para siempre, tú, a quien siempre he amado!». Connolly supo imprimir en el color  de su voz el anhelo de todo corazón de ser amado sin condiciones, sin límites, sin medida. Primero cantando con un color velado, mustio, sin apenas brillo, que se transformó en las frases más intensas del lied en  pura luz y  color, reflejo de la plenitud y la verdad del amor.

Concierto interesante por varios motivos y que dejó un buen sabor de boca en general a la concurrencia. Una pena la elección de la versión de la sinfonía, lo que no desmerece la enorme calidad de la orquesta Anima Eterna Brugge. Un inmenso placer disfrutar de una agrupación tan interesante como esta. Esperamos poder escucharla pronto. Seguimos.

Viaje Caleidoscópico al fin del mundo

Viaje Caleidoscópico al fin del mundo

La Tonhalle-Orchester Zürich, bajo la dirección de su titular Paavo Järvi, fue la encargada de dar inicio a una nueva temporada de conciertos de BCN Clàssics. El Palau de la Música fue el escenario donde, la noche del pasado 28 de octubre, pudimos disfrutar del trabajo de esta extraordinaria orquesta suiza de gira por algunas ciudades de nuestro país.

La velada comenzó con el Concierto para violín y orquesta núm. 2 en Sol menor, op. 63, de S. Prokofiev, interpretado por la violinista georgiana Lisa Batiashvili, quien cosechó un rotundo éxito.Tras el preceptivo intermedio, continuó la Sinfonía núm. 7 en Mi menor de G. Mahler, monumental trabajo sinfónico que desde su inicio pone al límite de sus capacidades a cualquier orquesta que la aborde.

Lisa Batiashvili dio una clase magistral de musicalidad y elegancia con su interpretación del concierto de Prokofiev. Originalmente planteada más como una sonata concertante, con una orquesta de no grandes dimensiones y en un lenguaje más expresivo,  evolucionó a un concierto quizás más ambicioso que en su planteamiento original, pero sin perder esa vena expresiva que lo hace sencillamente seductor.

Imagen ANTONI BOFILL

Batiashvili conocedora profunda de  la partitura  la desgranó con sabiduría. Paso a paso, supo abordar con brío y autoridad los pasajes más complejos, y resolverlos con absoluta solvencia y musicalidad. Pero donde fue sencillamente magistral fue al hacer «cantar»  a su instrumento en los pasajes, digamos, más líricos de la pieza. Me refiero, evidentemente, al segundo movimiento, el Andante assai, centro expresivo de la obra sin ninguna duda, y que lamentablemente muchos intérpretes menosprecian por no tener suficientes escalas o pasajes complejos en los que lucir su “alta escuela interpretativa”.

Batiashvili bordó su lectura de todo el concierto, rozando la genialidad en el segundo movimiento. Sus frases de largo aliento se sustentaban en una claridad de ideas luminosa y en  un manejo asombroso de los colores que el instrumento ofrece. A ello se sumó  un  conocimiento profundo de los pesos y contrapesos de la obra, logrando dotar a su lectura de una congruencia fantástica . Paavo Järvi, director sabio y elegante donde los haya, la secundó siempre y dialogó con la solista, regalando a la audiencia una interpretación redonda y sólida de esta deliciosa perla que es el concierto de Prokofiev.

A una obra íntima y personal siguió una sinfonía estremecedora. Mahler, en su Séptima Sinfonía, lleva al límite la paradoja de la existencia humana. De dimensiones colosales, hace coincidir en este trabajo elementos absolutamente disímbolos, haciéndolos coexistir en un mismo espacio sonoro congruente. En esta obra, como en ninguna otra, el maestro es particularmente esquivo a entregar su mensaje expresivo; juega con el oyente y lo hace transitar por realidades caleidoscópicas alucinantes.

La obra inicia con un tema trágico y oscuro a cargo de la tenorhorn, que toca una música pausada y solemne, para concluir ochenta minutos después en un rotundo y bestial rondó. Movimiento  que canta eufóricamente su triunfo sobre la fatalidad, salpicado en este éxtasis casi dionisíaco con  pasajes abiertamente vulgares.

Al igual que en el resto de sus sinfonías, Mahler planteó una obra extraordinariamente exigente para cualquier intérprete. Al inmenso esfuerzo técnico que ya supone su ejecución , con toda clase de intrincados pasajes de una dificultad alucinante, se suma un planteamiento conceptual de muy compleja realización. En medio de una inmensidad de comprometidos solos y soberbias mixturas tímbricas, el director debe moldear, como virtuoso orfebre, la colosal escultura que es esta sinfonía. Uno de los inmensos riesgos que esta obra encierra es el de degenerar en un pandemónium sinfónico, donde la pieza naufrague y se arrastre lamentablemente durante ochenta minutos.

Järvi dejó clara su  estatura musical al enfrentar con sobrada autoridad el reto de presentar esta obra. Director inteligente y muy elegante, desde el comienzo de la pieza construyó un discurso firme, sólido y muy fluido, en el que supo combinar sabiamente las partes contradictorias que la obra encierra. Tempos perfectos, fraseos bien realizados, pasajes endiablados resueltos con primorosa limpieza e inspirada musicalidad, son solo algunas de las características del trabajo que realizó Paavo Järvi al frente de la Tonhalle-Orchester Zürich, orquesta que dirige como titular desde 2019 y con la que ha logrado un tándem perfecto.

La orquesta, sencillamente soberbia, sonó y resonó profundamente en el interior de cada uno de los asistentes al concierto, dejando claro su enorme talla musical. Es, sin lugar a dudas, una de las mejores agrupaciones que nos han visitado en los últimos tiempos.

Un Mahler sencillamente fantástico, bien planteado y primorosamente ejecutado por una orquesta de ensueño, dirigida por uno de los mejores directores del momento. De este modo podemos resumir la ejecución de esta enigmática partitura, que tan grato sabor de boca dejó entre la estimable concurrencia.

Gran estreno de temporada para BCN Clàssics. Enhorabuena por ello. Habrá que estar atentos a lo que viene, pues promete darnos en futuras fechas grandes satisfacciones. Seguimos.

Imagen ANTONI BOFILL

 

Fotografías cortesía de bcn classics. Fotógrafo Antoni Bofill

 

 


Tolomeo, re d’Egitto

Tolomeo, re d’Egitto

Tolomeo es, en el catálogo de Händel, una obra que marca el fin de un periodo muy feliz en la vida creativa del maestro. Estrenada en 1729 en el King’s Theatre, es el último título que compuso para la Royal Academy of Music, a la que estuvo vinculado durante ocho años. El escándalo y un ambiente absolutamente enrarecido acompañaron la aparición de esta magnífica obra, que lamentablemente ha pasado más bien desapercibida para el gran público.

Ciertamente, el libreto de Nicola Francesco Haym no es precisamente un texto notable a nivel dramático, pero es que tampoco lo pretendía. Estamos hablando de ópera barroca, donde lo que importa es que la trama permita la inserción de una buena cantidad de arias hermosas, medianamente hilvanadas, con una historia más o menos creíble y con unos personajes más o menos verosímiles. Nada más, pero también nada menos.

Este es el espacio donde Händel logró verdaderos prodigios musicales, conquistando a un público, en este caso el londinense, que siempre había mantenido una relación muy reacia con el mundo de la ópera. El maestro había sabido pulsar la tecla, remover las conciencias y seducir los oídos con títulos como Giulio Cesare, Rodelinda o Tamerlano. La belleza de su música  fue el bálsamo que abrió los corazones británicos, y  supo además rodearse de un elenco de grandes cantantes a los que atrajo a la capital británica, manejándolos hábilmente durante un buen tiempo, hasta que todo saltó en mil pedazos.

La Royal Academy, que gozaba del apoyo de la alta nobleza y de la corona, pudo pagar exorbitantes sueldos a estrellas operísticas como Senesino, el gran castrato italiano, o las sopranos Francesca Cuzzoni y Faustina Bordoni. Esto a la larga marcó parte de su defenestración, pues los números no cuadraron y los egos, una vez inflamados, se desbordaron, llegando a peleas públicas entre las dos divas, lo que a su vez acarreó el descrédito de la compañía y el rechazo casi unánime de la alta sociedad londinense.

Ya el maestro en la misma dedicatoria de Tolomeo habla de que el mundo de la ópera estaba en franca decadencia, pero a pesar de ello, una vez concluida su relación con la Royal Academy, al año siguiente se convirtió en el gerente adjunto del King’s Theatre. Para este teatro, fundado en 1705 por el arquitecto y dramaturgo John Vanbrugh, Händel escribió siete óperas más, entre las que se encuentran Sosarme (1732) y Orlando (1733). Finalmente, tras muchos sinsabores en una nueva aventura en el Covent Garden Theatre, en 1741 con Deidamía, una ópera que pasó sin pena ni gloria y que solo pudo representar solo tres veces, el maestro dejó definitivamente el veleidoso mundo de la ópera y probó suerte en el oratorio, género que ya venía tanteando desde 1733 cuando compuso Athalia.

El caso de Tolomeo es el de una buena obra, no de las mejores ciertamente, que muestra con bastante claridad la amplia paleta expresiva de nuestro compositor. Händel, en sus casi 50 óperas, siempre tuvo la inmensa habilidad de dar sangre y corazón a textos más bien mediocres a nivel dramático, valiéndose de una mezcla muy sabiamente trabajada entre una pasmosa habilidad para construir melodías profundas y muy expresivas, con una pulida técnica contrapuntística y armónica que reforzaba el dramatismo de los textos que abordaba. Donde antes había un texto convencional, que cumplía con una serie de atavismos casi ridículos, la música del maestro le insuflaba una vida y una pasión que antes ni por asomo tenía. Tolomeo es una buena muestra de ello. Contiene un puñado de arias memorables, destacando mucho «Stille amare» del tercer acto, escrita para el protagonista, que cree estar entregando su vida para salvar la de su amada esposa, cuando realmente solo está bebiendo un potente somnífero. O el conmovedor dueto entre Tolomeo y su amada Seleuce, «Se il cor te perde«, en el que la pareja, al verse asediada por un cúmulo de infortunios que los separan, se dice desde lo más hondo del alma un conmovedor “adiós, amor mío”. Decir que Tolomeo es una ópera más, o que no cuenta con ninguna aria de interés como he podido leer estos últimos días, es no entender ni la obra, ni el estilo, ni la ópera del periodo.

Barcelona tuvo el gusto de poder disfrutar este hermoso título operístico como cierre de esta temporada  del ciclo Palau Òpera, evidentemente en versión concierto, donde la calidad estaba de sobra garantizada pues el director de todo el espectáculo era el milanés Giovanni Antonini, director desde su fundación en 1985 del Giardino Armónico, conjunto instrumental de referencia en el mundo de la interpretación históricamente informada. A ellos se sumaron los efectivos de la Kammerorchester Basel, otro extraordinario grupo que hizo las delicias de los reunidos en la sala del Palau de la Música de Barcelona el pasado 29 de mayo.

 

Originalmente, en el rol de Tolomeo, el rey que se esconde bajo el aspecto de un simple pastor estaba anunciado el contratenor argentino Franco Fagioli, pero un padecimiento en su voz le hizo cancelar la fecha, motivo por el cual se llamó al canadiense Cameron Shahbazi, quien defendió con bastante solvencia el papel. Shahbazi, pese a su juventud, está sabiendo construir una prometedora carrera que estamos seguros será muy brillante. Tiene importantes proyectos en puerta y la solvencia con que salvó el compromiso de suplir a alguien tan prestigioso como Fagioli no es poca cosa, pero su voz aún tiene mucho por desarrollar. Su timbre es muy hermoso y cuenta con una voz plena y potente en el registro medio, pero sus agudos pierden brillo y agilidad, y sus graves en algunos casos son pobres. Además, se le ve aún inseguro a la hora de ornamentar con más potencia en la reexposición de sus arias. En las arias di bravura, momentos donde los divos del momento solían hacer verdaderas virguerías, se requiere de mucha más garra y aplomo para poder terminar de rematar su impacto y con ello encontrar la cuadratura del círculo que todo aficionado espera de un papel protagonista. Ahora, siendo justos, tuvo una gran noche. Cumplió, repito, con mucha solvencia con su papel. Así, por ejemplo, su aria estelar, la ya mencionada “Stille amare”, fue un hermoso momento de la velada. Su línea vocal fue constante y hermosa; supo administrar el tiempo y la tensión que el aria crea y muy poco a poco su voz se fue apagando, simulando muy efectivamente cómo la muerte envolvía al protagonista de nuestra ópera.

La soprano veneciana Giulia Semenzato, encargada del papel de Seleuce, fue indiscutiblemente una de las grandes triunfadoras de la noche. Con una presencia escénica poderosa y una voz de ensueño, muy ágil y ligera, su técnica vocal robusta y consolidada le permite utilizar su instrumento con absoluta solvencia. Además, destaca por su facilidad y buen gusto para ornamentar libremente las arias que se le encomiendan. Estos son solo algunos de los adjetivos que este cronista tiene para describir la actuación de esta fenomenal cantante, figura indiscutible en el mundo de la mal llamada música antigua, y que cada vez ocupa más y mejor espacio en los escenarios de todo el mundo.

La mezzosoprano piacentina Giuseppina Bridelli, que cantó el papel de la despechada Elisa, fue junto a Semenzato la otra absoluta estrella de la noche. Con voz más carnosa y robusta, tiene una habilidad inmensa para abordar las arias más complejas con mucho ímpetu y ornamentarlas con gusto y elegancia. En todos sus números, ya fuera en un hermoso legato o con alguna ágil escaramuza virtuosística, Bridelli convenció y gustó mucho a la audiencia por la maestría al defender su papel.

Los dos restantes personajes, Alessandro y Araspe, fueron encomendados al contratenor Christophe Dumaux y al bajo Riccardo Novaro, respectivamente. Ambos roles son secundarios dentro de la trama y, por ello, tienen mucha menos carga y menor presencia. Händel redujo deliberadamente la importancia de Alessandro en la trama, de manera que toda la tensión se concentrara en los tres papeles principales, pero ello no evitó que el maestro escribiera para él arias tan hermosas como «Non lo dirò col labbro» o «Pur sento, oh Dio». En ambos casos, arias sin alardes innecesarios, efectivas, muy elegantes y con una belleza melódica que atrapa al escucha. Dumaux, cantante con un inmenso gusto, supo gestionar muy bien sus recursos vocales que son más que notables y dejar un muy grato sabor de boca.

Araspe, el villano de la historia cuenta con arias tan hermosas como «Respira almen un poco» o «Sarò giusto»,que fueron abordadas por Riccardo Novaro con enorme fortuna. Cantante con garra,  voz potente y espléndido recorrido vocal, sabe moverse muy bien en los momentos de intensidad y potencia, así como rematar con exquisitez los pasajes donde la finura y la filigrana hacen falta. Muy efectivo sobre todo en la zona grave, pero con una homogeneidad entre el resto de sus registros muy bien trabajada.

La parte orquestal fue quizás, con mucho, lo más grato de la ocasión. Antonini es un músico enérgico y muy comprometido que supo sacar lo mejor de un conjunto orquestal integrado por dos de las mejores agrupaciones del momento. Perfectamente empastados, con un sonido muy rotundo y una garra que estremecía al escucharlos, acompañaron primorosamente a los cantantes de una manera siempre flexible y fluida. Partiendo de una nueva edición crítica de la obra, realizada por el musicólogo Clemens Birnbaum, y que recupera la orquestación original de 1729, Antonini supo encontrar la sangre y el corazón de una música que, a casi 300 años de su estreno, sigue haciéndonos vibrar y soñar por la verdad que hay en cada una de sus notas. Seguimos.

Koopman, orfebre musical

Koopman, orfebre musical

Bach, hacia el final de su vida, fue dedicando cada vez más sus esfuerzos a la composición de obras que actualmente son clasificadas como «doctas». El mencionado repertorio, en el que se encuentra en un lugar muy destacado la Ofrenda Musical BWV 1079, busca superar el gusto o la moda de un determinado momento histórico a la hora de escribir música, para poner de manifiesto las bases sobre las que se cimenta el arte de la composición vista de este modo como ciencia, como manifestación en el tiempo del número entendido en términos pitagóricos. Bach ya no busca agradar oídos, ni atraerse canonjías con esta música, su compromiso en estas obras es con el arte mismo. Ello queda demostrado con el despliegue de toda una inmensa variedad de recursos compositivos que muestran al oyente atento la quinta esencia del arte del maestro de Leipzig, la clave de bóveda de su supremo arte, que está cimentada en toda una vida de trabajo absolutamente entregado a la música.

La historia nos cuenta que la ofrenda surgió del encuentro entre el maestro y Federico II de Prusia, gran aficionado a la música y que de hecho interpretaba con bastante solvencia la flauta traversa. Federico, en mayo de 1747, convoca a Bach a su palacio de Potsdam cuando se entera de que el compositor está de visita en Berlín. Bach al parecer, había llegado hacía apenas unos días a ver a su hijo Carl Philip que era músico de la corte del rey prusiano, cuando llegó la invitación de su majestad. La historia continúa diciendo que Federico retó a Bach a que improvisara en el momento una fuga a seis voces sobre un misterioso tema sugerido por él mismo y que tal desafío fue sorteado con maestría esa noche. Pasado el tiempo, Bach decidió dejar aún más claro al rey que su misterioso tema podía ser tratado de muy diversas maneras y ello lo llevó a escribir la Ofrenda musical BWV 1079 en el que explora muy a fondo las posibilidades contrapuntísticas del mencionado tema real como punto de partida.

En una serie de ricares y cánones a varias voces, Bach transforma y construye un mundo de posibilidades musicales, donde además, a manera de acertijo, colocó indicaciones en latín sobre su realización. Es como si el maestro se divirtiera con los ejecutantes y el público y nos tendiera pequeñas trampas musicales, cuyo premio es una música que guarda un balance impresionante entre el más acabado oficio compositivo y la más profunda inspiración.

El pasado lunes 29 de abril, la Orquesta Barroca de Ámsterdam, bajo la dirección de Ton Koopman, presentó en Barcelona como primera obra de un hermoso programa consagrado a la obra del cantor de Leipzig, la mencionada Ofrenda Musical, BWV 1079. Ton Koopman, que es sin duda alguna una referencia absoluta en lo que refiere a la interpretación de la obra de Bach, en esta ocasión no defraudó y desde el inicio de la obra, mostró sus enormes dotes como clavecinista al ejecutar el ricercare a 6 para clavecín solo, con que arranca la partitura. La lectura de los siguientes 10 cánones a diferentes voces estuvo a cargo de Kate Clark a la flauta traversa, Catherine Manson y David Rabinovich al violín, John Crockatt en la viola, Werner Matzke en el violonchelo y en el ricercare final, colosal pieza que concluye con broche de oro la obra, se unió Michele Zeoli al contrabajo.

Era simplemente maravilloso disfrutar del balance y la complicidad que en todo momento mantuvieron todos los músicos durante toda la lectura, destacando mucho desde el violín primero Catherine Manson por la belleza y elegancia de su sonido, sumando a ello, un extraordinario buen gusto a la hora de ornamentar su líneas melódicas y un delicado modo de articular cada frase ejecutada. Siempre pendiente de las indicaciones que Koopman daba desde el clave, lideró con autoridad a sus compañeros con una actitud siempre cómplice y abierta.

Imagen ANTONI BOFILL

Deliciosa la ejecución de la Sonata Sopra Il Soggetto Reale a Traversa, Violino e Continuo, que Bach inserta en la obra, a manera de reto ahora del compositor al rey, que como habíamos mencionado era un competente flautista, y que muy probablemente no encontró en absoluto sencilla la ejecución de la sonata, sobre todo en su movimiento final, que es una Giga endiabladamente difícil para cualquier flautista y que aun en la actualidad hace sufrir a muchos profesionales cuando la abordan. Kate Clark realizó una brillante lectura de la pieza. Con un sonido robusto y muy ligero, hizo cantar inspiradamente a su instrumento, sorteando todo el cúmulo de dificultades que la parte esconde, supo mantener en todo momento un balance perfecto con el resto de los intérpretes además de un balance diáfano y transparente, que permitía escuchar con facilidad todas las líneas que libremente tejían una armoniosa urdimbre musical.

Tras la media parte pudimos disfrutar de la celebérrima Suite núm. 2 en Si menor, BWV 1067 que tiene como solista la flauta traversa. No se tiene la certidumbre absoluta del momento en que el maestro compuso todo el corpus de sus suites para orquesta, pues no tenemos una partitura general autógrafa de la misma fechada de la mano del mismo Bach. En su lugar tenemos algunas partes de instrumentos copiadas por él mismo para los conciertos que dirigía desde 1729 en el Café Zimermann de Leipzig. La posibilidad de que esta, junto con el resto de sus suites, hubiese sido escrita en el periodo en que trabajó en Anhalt- Köthen existe, pues mucha de su música instrumental data de ese periodo en su vida, pero también hay datos que apuntan a que las suites fueron compuestas ya en la ciudad de Leipzig; lo cierto es que la Suite núm. 2 junto con sus pares, fue seguramente ejecutada en los conciertos ordinarios que Bach dirigía al frente del Collegium Musicum en el citado café y que tantas satisfacciones le aportaron a nivel musical y personal.

Sin duda el movimiento estrella de toda la obra, sin menoscabo de todas las danzas que la integran, es la Badinerie, que tantas y tantas versiones tiene en la actualidad. Es la danza más breve, pero con mucho es la más explosiva y que mejor ha logrado impactar en la memoria del gran público; por algo el maestro la colocó al final de una serie de piezas llenas de un encanto y una elegancia sin parangón.

Cada uno de los siete números que la integran es reseñable, desde la impactante Ouverture a la francesa, con su ritmo característico de apertura, que da paso a una fuga llena de energía y vitalidad, o la conmovedora Sarabande de inspiración española, que envuelve al escucha en un intenso diálogo entre la flauta solista y el resto de la orquesta. No podemos olvidar evidentemente la soberbia y altiva  Polonesa que es una estilización de la canción polaca “Wezmę ja kontusz” que da paso al delicado Minuet danza que antecede a la mencionada Badinerie, verdadero broche de oro de obra sencillamente maravillosa.

Para la lectura de esta obra, Koopman optó por presentar un conjunto de cámara y los mismos músicos que habían intervenido en la Ofrenda Musical, fueron los que abordaron la Suite, con lo que lejos de las clásicas interpretaciones que tanto hemos escuchado con masas orquestales inmensas, esta fue todo lo contrario, pues por voz, solo había un solo músico. La apuesta era arriesgada ciertamente, porque los contrastes tímbricos, además del balance entre el solista y el resto de los músicos pueden verse muy comprometidos, si los músicos no logran llenar su espacio sonoro con solvencia. Falta que una voz se vea mermada en cuanto a volumen o calidad del sonido para que toda la arquitectura se venga abajo. Para afrontar una aventura de este tipo, se necesita de músicos experimentados, con una calidad fuera de toda duda y sin duda los integrantes de la Orquesta Barroca de Ámsterdam lo son. Siete músicos, incluido Koopman al clave, llenaron sobradamente el espacio que en otras versiones ocupa una orquesta de 20 o más efectivos. Ni que decir sobre la inmensa complicidad y la alta calidad que mantuvieron en todo momento el conjunto. Cada fraseo, cada adorno estaba en su justo lugar y fue muy de agradecer, poder escuchar esta obra sin la afectación y la pomposidad con que muchas veces se le aborda.

Imagen ANTONI BOFILL

Para los amantes de esta música, la velada fue absolutamente memorable y guardaremos buen recuerdo de ella. Koopman nunca defrauda, tras tantos años de brillante carrera ha sabido mantener viva esa extraña magia que tiene el descubrimiento de un repertorio. Tanto para él como experimentado intérprete, como para la mayor parte del público, las obras presentadas no son nada nuevo y sin embargo, cuando se sabe hacer música con la honestidad y el fundamento con que lo hace Koopman, siempre sonarán brillantes y llenas de una extraña lozanía. Tal proeza solo está reservada para los verdaderos músicos, y Ton Koopman lo es y uno muy grande, además. Seguimos.

Fotografías cortesía de bcn classics. Fotógrafo Antoni Bofill

El Palau de la Música de Barcelona se convirtió en el escenario de una noche inolvidable el pasado lunes 22 de abril. Bajo la imponente cúpula del recinto, los asistentes fueron testigos de una velada cargada de emociones y virtuosismo, protagonizada por la Philharmonia Orchestra y el renombrado violonchelista francés Jean-Guihen Queyras.

Dirigida por el aclamado Masaaki Suzuki en sustitución del siempre recordado John Eliot Gardiner, la orquesta cautivó desde los primeros compases con la enérgica «Obertura Egmont» de Ludwig van Beethoven, donde dejó entrever su inmenso potencial musical. El maestro Suzuki, al que conocemos de sobra por sus extraordinarias lecturas de la obra de Bach, en un principio se le notaba desconectado de la orquesta, quizás incluso incómodo; pero conforme la obertura fue sonando, finalmente logró saltar esa especie de barrera sonora que lo alejaba del aparato orquestal, para llegar al final de la obra en pleno control de esta. Los poderosos acordes finales de la obertura Egmont llenaron la sala envolviendo a la audiencia en un torrente de emociones que precedió a la llegada de una obra realmente notable y que históricamente ha sido muy maltratada.

El violonchelista francés Jean-Guihen Queyras tomó el escenario con una elegancia digna de mención y del mismo modo abordó la lectura del «Concierto para violonchelo, op. 129» de Robert Schumann que fue sencillamente extraordinaria. Desde los delicados pasajes hasta los momentos más apasionados, Queyras deslumbró con su destreza técnica y su profunda conexión emocional con la música.

La obra, escrita en 1850, ha sido junto con muchas de las obras del maestro alemán relegada injustamente a un segundo plano. Ciertamente, el mismo Schumann no veía en esta obra un concierto para solista al uso, donde un solista se bate en terrible duelo musical con una masa orquestal y donde al final, tras una encarnizada lucha, las dos fuerzas muestran sus mejores lances virtuosísticos. En este caso, Schumann ya nos dice mucho con el título que originalmente había pensado para esta pieza: «Pieza de concierto para violonchelo con acompañamiento orquestal».

Finalmente, al publicarse en 1854, la decisión final del maestro fue la de llamarlo concierto, pero la realidad es que es una obra mucho más discreta en cuanto a virtuosismo se refiere y donde, sobre todo, notamos una vena lírica extraordinaria. Schumann deja de lado el virtuosismo per se y reclama del solista una implicación emocional absoluta, para hacer cantar a un instrumento tan expresivo como el violonchelo, que Schumann conoció de primera mano, al ser él mismo intérprete del instrumento desde la niñez.

En cuanto a la interpretación, podemos  mencionar además de lo ya apuntado, la notable comunión  entre la orquesta y el solista, destacando mucho la labor casi imperceptible de Masaaki Suzuki, que siempre estuvo atento y solícito, acompañando primorosamente a Queyras  que estaba en estado de gracia.

Sin embargo, la noche aún deparaba más sorpresas. La Philharmonia Orchestra deslumbró con una ejecución impecable de la «Sinfonía Nº 6 en Re mayor, Op. 60/B.112» de Antonín Dvořák.

Inicialmente publicada en 1881 como su primera sinfonía, gracia a ser la primera que Dvořák logró ver publicada. Pero el maestro ya contaba con cinco sinfonías completas en su repertorio, las cuales no logró publicar en vida. Ahora bien la primera  de la serie, se extravió al parecer tras enviarla a un concurso de composición en Alemania. En 1893, cuando Dvořák enumeró todas sus sinfonías en la portada de su inolvidable novena sinfonía, esta primera composición quedó omitida, desencadenando un prolongado desajuste en la numeración de su obra sinfónica. En 1923, el manuscrito original de la primera sinfonía reapareció en la biblioteca de un coleccionista privado, pero para entonces ya existían dos sistemas de numeración en uso: uno establecido durante la vida del maestro, que designaba su ahora sexta sinfonía como la primera, y otro que surgió al incluir en el catálogo oficial las sinfonías que Dvořák no había logrado publicar. Este cambio originó que la sinfonía en Re mayor pasara al quinto puesto en la numeración. Finalmente, en 1961, la primer sinfonía en Do menor fue publicada y la sinfonía en Re mayor fue colocada en su posición actual y definitiva en el catálogo de obras del compositor.

La obra es el producto de un compositor ya maduro en todos los sentidos, pues ya domina perfectamente el oficio tanto de la composición de ideas musicales, como el refinado arte de la orquestación. Dvořák, que cuando escribe esta obra está llegando a la cuarentena, lo hace en plena madurez, demostrando con suma autoridad el grado de maestría al que ha llegado tras muchos años trabajando en las sombras. La deuda que esta obra tiene con la Sinfonía num. 2 en Re mayor  Op.73 de J. Brahms es más que evidente; no en vano, el compositor alemán lo había apadrinado y se había constituido en su mentor y amigo. Dvořák le correspondió sumergiéndose muy profundamente en la obra de este y descubriendo los mecanismos internos de su lenguaje sinfónico, mismo que trasladó a su propia obra.

Las secuencias armónicas, la manera de orquestar, la forma en que trabaja los temas y construye la obra, todo nos habla de un conocimiento muy hondo del oficio por parte de Dvořák pero a través de la obra de Brahms. Simplemente hace falta observar las similitudes tanto en la tonalidad de ambas partituras y las indicaciones de movimiento que son en los movimientos externos exactamente los mismos, para descubrir lo antes mencionado. De cualquier modo, esta evidente deuda es solo un punto de partida, una plataforma en la que el genio de Dvořák se apoya para generar una obra simplemente magnífica y que lamentablemente se ejecuta muy poco.

Desde los exuberantes paisajes sonoros hasta los momentos más íntimos y reflexivos, la orquesta demostró por qué es considerada una de las mejores del mundo y la labor de Masaaki Suzuki fue realmente notable. Quizás la claridad de su gesto ganaría si se decidiera a utilizar batuta, pues acostumbrado a trabajar básicamente música barroca, y en particular música coral, la totalidad del programa lo dirigió con sus manos y el nivel de conexión con la orquesta es muy diferente cuando se utiliza o no una  batuta. Estamos absolutamente convencidos de que la orquesta hubiera ganado en brillo y concisión de haber hecho este pequeño gesto. De cualquier modo, la Philharmonia Orchestra realizó una interpretación realmente brillante de esta fantástica sinfonía.

El público premió  a los músicos con entusiasmo al término de la ejecución, reconociendo el talento y la pasión desplegados sobre el escenario. Tras varias y repetidas ovaciones, Masaaki Suzuki concedió una propina: la poética Danza Eslava número 2 en mi menor del op. 72 de A. Dvořák, que resonó en toda su profundidad y elegancia, perfumando con su delicado aroma todo el ambiente.

 

En definitiva, el concierto del pasado lunes 22 de abril en el Palau de la Música de Barcelona fue mucho más que una simple actuación musical. Fue un encuentro con la belleza y la profundidad de la música, que quedará grabado en la memoria de todos los presentes como una noche de esplendor artístico y emocional. Seguimos