Un Requiem de Mozart memorable.

Un Requiem de Mozart memorable.

Una de las prácticas que más daño han hecho a la música clásica, sin duda, tiene que ver con una interpretación absolutamente acrítica de las obras que integran el repertorio habitual de nuestros conciertos, el llamado «canon». Husos que se pierden en la noche de los tiempos y modos de hacer se han impuesto para generar una lectura prejuiciada de estas músicas, bajo el argumento de que tal o cual obra se toca así por «tradición», sin que esta «tradición» sea debidamente justificada en términos puramente musicales.

La letra, en este caso, la nota de la partitura se ha constituido desde hace décadas en casi una revelación cuasi divina, a la que el intérprete, genuflexo y en actitud de absoluto servilismo, se aproxima, teniendo como único referente para su compleja labor ese texto, que es, como digo, la manifestación de la divinidad, y que en muchos de los casos solo da algunas coordenadas de las verdaderas intenciones de su autor. Recordemos la famosa frase de Mahler: «En la partitura está casi todo, menos lo más importante.»

Solo desde hace realmente muy, pero muy poco tiempo, los intérpretes han reivindicado su labor como actores fundamentales dentro de la tradición clásica y han buscado en el pasado, ya no solo la nota escrita, sino las maneras de hacer música que eran usuales a lo largo de la historia, de modo que su trabajo descanse en bases históricas reales y bien documentadas, y no solo en «tradiciones» que, como apunté arriba, se pierden en la oscuridad de los tiempos y que muy probablemente nacieron del capricho de algún prominente maestro que adiestró a sus pupilos en esa «novedosa» manera de hacer música. Cuando alguien para justificar su manera de tocar se escuda en frases como: «siempre se ha tocado así»; «es tradición leerlo así»; «mi maestro lo abordaba así», querido amigo, yo escucho de fondo la palabra prejuicio y, para terminar, estruendosamente, la palabra ignorancia.

Esta manera de hacer música ha generado un tipo de público que adora una determinada forma de tocar ese repertorio, que, además, escucha obstinadamente una y otra vez. Ese tipo de público, cuando se programa alguna obra nueva, suelen resoplar, por no decir que protestan, y más aún si la pieza en cuestión es de nueva creación. Cuando acuden «emocionados» a solazarse en una audición más de una pieza consagrada y el intérprete realiza una lectura que modifica en algo lo que se espera de él, airados descargan su ira sobre el músico hereje y disidente con epítetos de grueso calibre y lo tratan de indigente musical, sin importar todos los méritos que este pueda tener.

Tal escenario nos encontramos, en parte, el pasado 19 de octubre en el Palau de la Música, al finalizar el concierto inaugural de temporada del Palau 100. Por una parte, había una inmensa cantidad de personas admiradas y casi conmovidas por el espléndido concierto dado por el ensamble Pygmalion, dirigido por su fundador, el maestro Raphaël Pichon, que presentó una excelsa lectura del Requiem, KV 626 de W.A. Mozart. Por otra, nos encontramos con un sector, ciertamente muy minoritario del público asistente, que estaba literalmente escandalizado por lo que habían escuchado y que, con frases de grueso calibre en algunos casos o palabras francamente displicentes en otros, calificaban el concierto como una tomadura de pelo, remachando con un clásico de estos momentos: «esto no es el Requiem, ni es nada».

¿Cuál había sido el terrible pecado cometido por Pichon? La respuesta es simple: había hecho una lectura de la obra que invitaba al oyente moderno a reflexionar sobre el innegable hecho de nuestra finitud, nos invitó a pensar en la muerte. Lo hizo al descomponer las partes de la misa de Requiem escrita en parte por Mozart y concluida por dos de los alumnos del maestro, y en medio colocar otras obras del genio de Salzburgo que potenciaran el mensaje de la misa de difuntos.

Así, por ejemplo, el concierto arrancó con el delicado canto de un niño, Chad Lazreq, que entonó «In paradisum», canto de la tradición gregoriana que se cantaba en todas las misas de difuntos antes del Concilio Vaticano II, y que preparó al público para lo que estaba por venir. Tras la ejecución de este breve canto y después de escuchar «Ach, zu kurz ist unsers Lebens Lauf», KV 228 (515b), un hermoso canon que aborda la brevedad de la vida, sonó impresionante la Meistermusik, KV 477b, obra escrita por Mozart para las exequias de un hermano de logia en 1785. Para cuando finalmente escuchamos el Introitus del Requiem, la mayor parte de los allí congregados estábamos absolutamente sobrecogidos .


Hay que pensar que estamos hablando de una misa de difuntos, música pensada para una ceremonia religiosa y donde, primero, no se ejecutaba toda la música de corrido como en un concierto, y segundo y fundamental, la música estaba pensada para ayudar, para agudizar la reflexión de los deudos  sobre el destino final del alma del recién fallecido.

En esta época y en el contexto de una sociedad tan secularizada como la nuestra, la propuesta que Pichon logra que la música de Mozart siga cumpliendo esa función originalmente asignada a ella. La obra, tal como fue concebida por el maestro, evidentemente continúa conmoviéndonos, estamos hablando de una obra de arte magnífica que, lamentablemente, ha sido incesantemente ejecutada, lo que ha reducido su impacto en el público, sobre todo cuando, y esto es demasiado frecuente, se le interpreta bajo ciertas «tradiciones» del tipo mencionado anteriormente.

La lectura de Pichon fue estrenada con gran éxito en el Festival de Aix-en-Provence, contando con una rompedora puesta en escena de Romeo Castellucci en el año 2019. En Barcelona, tuvimos el gusto de poder disfrutar la parte musical de semejante propuesta que está marcada por el dramatismo, la precisión, la riqueza de matices y un cuidado extremo del detalle. Pichon es un espléndido director que sabe construir las tensiones de las obras que aborda y cuenta con un impresionante conjunto, tanto instrumental como coral, que lo secunda y sabe llevar a cabo las intenciones de su director.

Merecida mención hay que hacer del cuarteto vocal integrado por la soprano Ying Fang, la mezzo-soprano Beth Taylor, que estuvo impresionante en «O Gottes Lamm», KV343/1, el tenor Laurence Kilsby y el bajo Nahuel di Pierro.

Para concluir el concierto, tras escuchar la fuga final de la obra principal, escuchamos, situado en uno de los laterales del recinto modernista, iluminado por una luz blanca, de nuevo a Chad Lazreq entonando el «In paradisum», que invitaba a los allí congregados a cerrar un ciclo de reflexión y recogimiento. El público, casi en su totalidad, ovacionó de pie a todo el conjunto y celebró un concierto simplemente memorable.

Hacía muchos, pero muchos años que esta obra no lograba emocionarme tanto como la pasada noche del 19 de octubre. Creo que muchos salimos de la sala casi en estado de gracia. Al bajar por las escaleras, algunas voces discordantes se escucharon como ya os lo referí, pero siempre las habrá, así que mejor dejar  fluir el agua. En mi caso, preferí disfrutar larga y pausadamente de la ambrosía entregada esa memorable noche. Seguimos

Maxim Vengerov, maestro de alturas estelares

Maxim Vengerov, maestro de alturas estelares

Con la sala del Palau de la Música prácticamente llena, la noche del pasado 17 de octubre, BCN Classics dio inicio a su nueva temporada de conciertos. Contando con el fantástico violinista Maxim Vengerov, acompañado al piano por Roustem Saitkoulov, brindaron un concierto que dejó un grato sabor de boca a los asistentes de tan notable velada.

Tras un clamoroso éxito en Shanghái el 12 de octubre pasado, Maxim Vengerov se presentó ante el público barcelonés, demostrando con creces por qué para muchos no solo es uno de los mejores violinistas del momento, sino uno de los músicos más sorprendentes de la actualidad. Con una musicalidad a flor de piel y una técnica simplemente perfecta, casi insuperable, Vengerov sabe adaptarse perfectamente a las exigencias de cada obra. Su acercamiento a cada texto musical es humilde, como él mismo parece ser en lo personal, poniendo a disposición de cada obra interpretada por él sus inmensas habilidades musicales. Su violín no suena igual cuando aborda a Brahms o Schumann que cuando toca una sonata de Prokofiev. En el primer repertorio, el sonido es pura poesía, construyendo nota a nota las melodías, respetando el fraseo preciso y la articulación justa. Su lectura es elegante y sobria, sin perder por ello garra y enjundia. Por el contrario, con Prokofiev, lo que Vengerov genera es una verdadera arma de destrucción masiva, logrando con su violín traspasar muros de concreto armado que se tornan de papel cuché ante la fuerza rítmica y la furia sonora que desprende desde su instrumento. Estamos hablando en ambos casos, de universos disímiles, mundos sonoros infinitamente diferentes  en los que Vengerov sabe cómo penetrar en su secretos, traducir su mensaje más íntimo y comunicarlo a su público, revelándolo esto, como un artista consumado y no solo como un instrumentista competente.

Fotografía cortesia de bcn classics

El programa que presentaba estaba integrado en su primera parte por tres obras que están íntimamente conectadas, ya que fueron concebidas por sus autores en fechas muy próximas y porque los tres compositores mantenían una relación muy estrecha a nivel personal. El concierto dio inicio con los «Tres romances para violín y piano, op. 22» de Clara Wieck, conocida por el gran público bajo el apellido que llevó después de su matrimonio con Robert Schumann. Los tres romances, fechados en 1854, son sin duda una obra que, en conjunto, da muestra de la maestría alcanzada en el arte de la composición por la maestra, justo unos meses antes de que su esposo intentara suicidarse y fuera internado en un sanatorio psiquiátrico en Endenich. Todo ello llevó a que Clara decidiera dejar definitivamente la composición, para consagrarse a la interpretación y la difusión de la obra de su esposo, que finalmente falleció en 1856.

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Las piezas que integran la obra son simplemente deliciosas, de construcción muy sólida, cuentan con una parte para piano que revela el altísimo nivel interpretativo de su autora en este instrumento, sin menoscabo de la hermosa y muy exigente parte encomendada al violín. La pieza que continuó la velada fue el famoso Scherzo de la Sonata F-A-E para violín y piano de J. Brahms, obra juvenil que ya anuncia muchos de los elementos típicos de su estilo compositivo. Es la aportación que el joven Brahms hizo a una obra colaborativa entre el compositor y director Albert Dietrich, Robert Schumann y el propio Brahms, y que  dedicaron  a otro querido amigo de los tres: Joseph Joachim, violinista de absoluta referencia en la historia del instrumento y maestro en su momento de Leopold Auer, quien es el padre de la escuela violinística rusa en la que Vengerov fue educado por Galina Turchaninova y de la que es un brillante exponente.

La primera parte del concierto concluyó con un monumento del romanticismo alemán, la Sonata para violín y piano núm. 3 en La menor de R. Schumann. Obra turbulenta donde las haya, es una de las últimas piezas que el maestro firmó antes de ser recluido en el sanatorio de Endenich. En ella confluyen de manera perfectamente balanceada el alma atormentada y apasionada de Florestan y el espíritu poético y etéreo de Eusebius. Estos personajes que Schumann había generado en su juventud para expresar las dos fuerzas primigenias que se debatían en su interior y que terminaron por devorarlo, lo visitan una última vez en esta obra. Sus dos grandes demonios se dan cita, y él, como el inmenso artista que era, los sublima y los transforma en una obra de la más alta factura estética.

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Tras la mitad del concierto, se reinició con la Sonata para violín núm. 1 de Alexey Shor, compositor nacido en 1970 en la ciudad de Kiev, quien comenzó a componer apenas en 2012 con sorprendentes resultados como esta sonata para violín. El lenguaje compositivo del Dr. Shor, quien cuenta con un doctorado en matemáticas, es claramente tonal y neorromántico. Sus obras se han interpretado en salas tan importantes como la Berliner Philharmonie, la Wiener Musikverein o el Carnegie Hall, entre otras. Músicos como Evgeni Kissin, Salvatore Accardo o el mismo Maxim Vengerov han difundido la obra de este sorprendente autor ucraniano radicado actualmente en los Estados Unidos, quien en mayo de 2018 afirmó en una entrevista: «Ojalá la gente escribiera música más melodiosa». Creo que, a partir de esto, hay muy poco que uno pueda agregar.

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Para culminar este extenso programa, Maxim Vengerov, acompañado primorosamente al piano por el maestro Roustem Saitkoulov, interpretaron la Sonata para violín y piano núm. 2, op. 94 bis de S. Prokófiev, obra que muestra notablemente ese complicado equilibrio que había logrado alcanzar S. Prokófiev entre las formas, los motivos y el lirismo propios del neoclasicismo y una clara vena rítmico-melódica de inspiración popular rusa. En un período de la historia de la entonces Unión Soviética, donde semejantes equilibrios, según cómo, te podían llevar a Siberia o al menos sufrir el ostracismo oficial, lo que conllevaba que no pudieras ni comprar papel pautado para escribir una melodía. La partitura está llena de contrastes que le aportan una vida y un alma que resultan absolutamente sobrecogedores. Escrita originalmente para flauta y piano, fue transcrita para violín y piano a petición de David Oistrakh.

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Al finalizar esta última pieza, el cariño y la admiración del público reunido en el Palau de la Música para escuchar a Maxim Vengerov explotó en una atronadora ovación, que él correspondió con cuatro propinas. Inició con una «Marcha» de S. Prokófiev, continuando con dos piezas de F. Kreisler: «Liebesleid» y «Liebesfreud», para concluir con la variación 18 de las «Variaciones sobre un tema de Paganini» de S. Rachmaninov.


Fotografía cortesia de bcn classics

Sin lugar a duda, esta nueva temporada de BCN Classics promete mucho, si juzgamos por la calidad de este su concierto inaugural. Estaremos encantados de disfrutar de las sorpresas que estén por venir. Seguimos.

 

 

Fotografías cortesia de bcn classics

Con 30, ya es mayor de edad

Con 30, ya es mayor de edad

Llegar a la mayoría de edad con 30 años está muy, pero que muy bien. Si, querido lector, ser mayor de edad con 30 años, he dicho, pero no me refiero a una persona, aunque usted, no lo niegue, tiene en mente varios ejemplos de conocidos suyos que con 40 años o más aún no logran ser medianamente adultos. Pero la mayoría de edad de la que estoy hablando es la de una orquesta, en concreto la de la Jove Orquestra Nacional de Catalunya, más conocida por sus siglas JONC, que el pasado 11 de julio dio inicio a los festejos por sus 30 años de vida con un concierto en el Palau de la música de la capital catalana.

La ocasión era relevante, sin duda. La JONC es una orquesta que desde hace ya tiempo viene dado grandes y muy notables satisfacciones por los increíbles resultados que presenta en sus conciertos. Pero, sin duda, arrancar este aniversario con la ejecución de una obra como la Sinfonía núm. 9 en Re mayor de G. Mahler es hacerlo con una colosal  traca que se recordará por mucho tiempo.

La novena de Mahler es justamente el tipo de obra que jamás debe programar una orquesta de principiantes, al menos si pretendes mantener cohesionado al grupo, preservando su salud mental en buen estado y su prestigio en niveles aceptables. El grado de dificultad, tanto técnico como musical, es inmenso, tal es así , que muchas orquestas profesionales naufragan estrepitosamente en su abordaje. Mahler, literalmente, se despide de la vida en ella y lo hace vertiendo en esta partitura todo el inmenso cúmulo de conocimiento y experiencias que ha ido acumulando a lo largo del camino. Es un canto de amor a la vida, a la naturaleza, al amor mismo. Un hermoso adiós, materializado en una obra compleja y profunda, que requiere de sus intérpretes una absoluta solvencia técnica y una musicalidad inmensa. Un buen amigo violista lo resumía de una manera llana y contundente: «el problema es que tiene demasiadas notas y además hay que tocarlas muy rápido y afinadas».

Con esto, se hace muy difícil entender que una orquesta integrada por jóvenes entre los 18 y los 25 años puedan ni medianamente penetrar en los secretos de semejante obra. Pero, justo en ese punto, es cuando agrupaciones como la JONC rompen con lo que se podría esperar en condiciones «normales». Me explico: La Jove Orquestra Simfònica de Catalunya, que fue su nombre original, nació en 1993 teniendo como director fundador a Josep Pons, actual director de la Orquesta del Liceu y que fue quien dirigió el concierto de aniversario la noche del 11 de julio.

La orquesta, desde su nacimiento, buscaba sumarse al inmenso esfuerzo que se estaba dando en aquellos años para revertir décadas en que la educación musical en España había sido un absoluto erial. Los conservatorios no brindaban la posibilidad de que sus alumnos tuvieran apenas ninguna práctica orquestal real y la mayoría tenía que marcharse del país para poder concluir su formación musical con cara y ojos. Otros contadísimos casos pasaban por el duro trance de ser aprendices en alguna orquesta profesional, donde muchas veces, al ser absolutamente inexpertos, vivían experiencias humillantes por parte de sus «compañeros» de atril o del director de turno, generando en ellos un pozo cada vez más hondo de desencanto de la profesión.

La JONC nació al igual que el resto de orquestas juveniles que surgieron en esa época, para dar esa oportunidad a cientos de chicos que podían terminar de formarse en un ambiente controlado por profesionales que están ahí para enseñarles, para apostar por su talento y que este llenara nuestras orquestas con los años, como de hecho está comenzando a suceder. Tras treinta años de trabajo,  la JONC es un proyecto consolidado y en plena forma que se imbrica en una red de escuelas municipales y conservatorios que ofrecen a los jóvenes una educación de muy alta calidad. La JONC en cierto modo es la culminación de un proceso educativo que arranca muchos años atrás. En la JONC encuentran una dinámica de trabajo que les permitirá acceder a una orquesta profesional perfectamente preparados para dar lo mejor de ellos. Desde 2001, año en que Pons se retira de la orquesta como titular,  la dirección del proyecto recae en manos de Manel Valdivieso con quien el grupo ha logrado llegar al estado actual, que es simplemente esplendido.

La noche del 11 de julio, en muchos sentidos, fue una noche con una magia especial, pues tiene mucho de sorprendente y algo de mágico el que una orquesta integrada por jóvenes  entre los 18 y los 25 años abordara con tanta madurez una obra como la Sinfonía núm. 9 en Re mayor de G. Mahler.  Disfrutar de aquel concierto, fue ver la fusión de dos polos, de dos extremos. La orquesta, llena de jóvenes justo al inicio del camino, plenos de vida, de esperanzas que comienzan a materializarse, radiantes de talento y de una infinita pujanza que conmueve verles darlo todo, sumergidos en una obra que es el testamento vital y musical de un hombre que estaba a punto de fundirse con el absoluto en el atardecer de una vida plena y sorprendente . Los dos extremos de la existencia humana, ellos al inicio, el maestro a punto de partir y en medio un actor indispensable que los comunique: el director, Josep Pons, que brilló intensamente, convirtiéndose en factor sine qua non esa misteriosa alquimia jamás se hubiera llevado a cabo.

Que Pons es un gran director, ya lo sabíamos, pero la noche del 11 de julio fue una noche en que este experimentado maestro guió hábilmente por los intrincados caminos de la obra, cual Virgilio a una orquesta que lo necesitaba ávidamente. Sin él, aquello pudo naufragar por la talla de semejante reto. Su temple y buen hacer supieron canalizar y guiar el raudal de energía y talento que por momentos saltaba a borbotones aquella noche.

Sin duda, la mayoría de edad le ha llegado a la JONC, treinta años después de su nacimiento. Una mayoría de edad labrada con mucho trabajo, una mayoría de edad que llega preñada de mucha ilusión y que promete dar aun muchos y muy bien sazonados frutos a sus seguidores. Seguimos

«Coronis rediviva»

«Coronis rediviva»
Fotografía de portada cortesía del Teatro Real.  Fotógrafo: © Javier del Real | Teatro Real

 

Cuando en junio de 2018, Raúl Angulo Díaz firmó su espléndida monografía «Coronis, una zarzuela en tiempos de guerra», editada por Ars Hispana, texto indispensable para profundizar en el conocimiento de esta obra del maestro Sebastián Durón, menciona en su introducción que aún en esa fecha no existía ninguna interpretación ni grabación disponible de esta espléndida zarzuela.

La partitura original de la pieza, que está bajo el cuidado de la Biblioteca Nacional de España, fue recuperada paralelamente poco tiempo después por dos grupos: en España, el estreno de «Coronis» corrió a cargo de Los Músicos de Su Alteza, bajo la dirección de su titular Luis Antonio González, en una función efectuada en el Auditorio Nacional de Madrid el 27 de octubre de 2019. En Francia, fue Le Poème Harmonique, dirigido por Vincent Dumestre, los que emprendieron una gira por toda Francia, arrancando en noviembre de ese mismo año en el Théâtre de Caen, la misma que, lamentablemente, se vio malograda por la pandemia de la Covid-19.

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Un músico que canta

Un músico que canta

Concluyendo con un mes de mayo para recordar en lo musical, Philippe Herreweghe al frente de la Orchestre des Champs Élysées se presentó en el Palau de la música con dos obras fundamentales en el repertorio sinfónico. Me refiero a la Sinfonía núm. 41 en Do mayor, KV 551, «Júpiter» de W.A. Mozart y la Sinfonía núm. 3 en Mi bemol mayor, op. 55, «Heroica» de L. Van Beethoven. Estamos hablando de sinfonías que el público tiene muy asimiladas en su acervo musical y que, por lo mismo, en algunos casos, no despiertan demasiadas pasiones entre ciertos sectores de la audiencia. Incluso, algunos calificaron de muy conservador el programa anterior y se declararon inaccesibles a ningún tipo de asombro ante la propuesta que nos hacía Herreweghe. Pero es que el maestro belga es un artista que cada obra que interpreta lo hace a una profundidad tal que hay que ser de hormigón armado para no vibrar de emoción ante algo tan bien concebido como lo que el pasado 31 de mayo pudimos escuchar en el Palau de la Música de Barcelona.

Dejando de lado que hablar de la Orchestre des Champs Élysées es hablar de una de las mejores orquestas de Europa, y que ello supone una solvencia técnica y musical fantástica, lo que hizo memorable la velada fue, sin duda, la manera en que Philippe Herreweghe abordó la lectura de un programa integrado por obras muy escuchadas pero exigente en todos los niveles y que precisamente por ello demanda del director una mayor profundidad, todo ello encaminado a quitar de la memoria colectiva tanta chabacanería como han sufrido estas obras.

 

Ambas obras son piezas claves en la construcción de la sinfonía como forma hegemónica durante más de un siglo tras los estrenos de ambas obras, pues las maravillosas sinfonías de un Anton Bruckner o de un Gustav Mahler beben directamente de  la «Júpiter» y la «Heroica». Pero, ¿en qué radica esta profundidad exigida al director a la hora de leer estos textos tan visitados por la tradición? La respuesta, a mi entender, pasa primero que nada por despojarse de toda lectura que tenga como referencia otras lecturas ya realizadas, por muy icónicas que estas sean. Artistas como Herreweghe tienen como único referente en su labor la partitura que ha dejado el compositor. Esta es leída con calma, con suma precisión, para lograr ir construyendo un todo, pero partiendo de la nota escrita por el autor y no por la lectura que de ella hayan realizado otros. De ello es relativamente sencillo darse cuenta en el anecdótico hecho de que, en el atril del director, antes de comenzar cualquier concierto dirigido por Herreweghe, nunca suele haber ninguna partitura preparada, como es muy frecuente ver en cualquier concierto al que acudamos. Es él, al salir al escenario, quien trae entre sus brazos su partitura personal, que al abrirla y si se tiene la suerte de este cooltureta de estar en una localidad lo suficientemente próxima a él, revela el análisis pormenorizado que hace de la obra, pues la partitura en cuestión está llena de colores e indicaciones muy precisas que durante la ejecución va viendo de reojo mientras pasa las páginas de esta.

Imagen ANTONI BOFILL

Ahora bien, es cierto que además  en su trabajo, Herreweghe se atiene a la tradición interpretativa de la época en que fueron escritas las diversas obras abordadas por él en los diferentes  programadas que realiza, y ello hace aún más compleja su labor, en tanto que ha de conocer lo más profundamente posible esa tradición o estos usos musicales, para a través de ese conocimiento desestimar lo que durante tanto tiempo se haya podido de manera equivocada hacer con ellas, se trata volver a las fuentes,  de acudir al origen de todo. En resumen, podríamos decir que artistas de su calibre hacen un doble trabajo, pues han de acudir al texto original del compositor, pero con la mirada que le da un conocimiento profundo del contexto musical en el que las obras se crearon y que es fundamental tomar en cuenta, pues es dentro de esa tradición que el autor creó su obra.

Con los años, Herreweghe ha ido concentrando sus gestos a la hora de dirigir un concierto. No suele marcar el pulso como muchos directores, sino que, con movimientos muy pequeños, algunos indicados con sus dedos, va construyendo, como si fuera arcilla, el sonido, las tensiones y distensiones de la partitura que conoce perfectamente. Suele estar muy atento a las partes donde la armonía va tejiendo, generando forma y estructuras. Pero, sobre todo, su enfoque es el de un músico que hace cantar a sus músicos. Sus respiraciones son naturales, sus fraseos orgánicos, precisamente porque casi podríamos decir que el maestro, antes de subirse al podio, ha cantado en su interior cada parte de la pieza abordada. Este enfoque le da una autenticidad inmensa, y convierte cada concierto suyo  en algo absolutamente genuino  en tanto que, en el acto de cantar, de respirar, todos los seres humanos vivimos físicamente el acto de tensar y el de relajar, clave fundamental a la hora de frasear, de colocar en su lugar los pesos y los contrapesos en toda obra musical. Herreweghe es un director que canta y hace cantar a sus músicos y con ellos nos hace cantar también a nosotros. Por que,  finalmente, la música es vivencia en estado puro, es estar aquí y ahora. Escuchando con atención  a Herreweghe no se puede estar en ninguna otra parte.

Seguimos.

Fotografías cortesía de bcn classics. Fotógrafo Antoni Bofill

Música eterna, MusicAeterna

Música eterna, MusicAeterna

Una manera muy personal de vivir la música, y su deseo de comunicarlo al mundo, fue la causa que llevo a Teodor Currentzis en 2004 a  la creación de musicAeterna . Se trataba de un grupo de jóvenes aventureros que comenzaban un nuevo proyecto en Novosibirsk, donde las largas sesiones de ensayos buscando alcanzar las más altas cotas de excelencia artísticas, era la tónica que lo impregnaba todo. 19 años después y afincados en la ciudad de San Petersburgo, musicAeterna son sin duda, una de las mejores orquestas del mundo actualmente.

Recuerdo la primera vez que tuve contacto con el trabajo de Currentzis y sus músicos. Pasé de la frialdad y la duda por un grupo que pensé no tendría nada de interesante, a la admiración casi total por lo espléndido de aquel concierto. Un cambio de 180 grados en menos de unos minutos. Sobre todo, recuerdo que me parecía difícil de procesar la evidente chulería de Currentzis, esa teatralidad casi extrema, ese deseo de no pasar inadvertido. En aquella ocasión, apareció en el escenario enfundado en unos jeans negros, camiseta del mismo color y unas botas militares con cordones rojos, y  dio inicio a un maravilloso concierto. Mi admiración, no hizo más que crecer, estábamos ante un grande.  Después de escuchar su trabajo, recordé aquello que solía decir un maestro mío, «cuando se es tan buen músico, se te puede permitir que salgas al escenario en bañador si quieres», y Teodor Currentzis es sobre todo un gran artista.

Sus vínculos con algunos notables magnates rusos, como el líder de Gazprom o que su principal sponsor sea el banco VTB, han hecho que muchos vean con cierto desdén a Currentzis. Así, por ejemplo, han aparecido ya varias cancelaciones en Alemania y en general, hay una cierta incomodidad ante su figura en la escena internacional. Él no ha ayudado mucho a remediarlo, manteniendo una actitud más bien tibia ante la invasión rusa de Ucrania, pero, por otro lado, anunciando en agosto pasado que impulsaría una nueva orquesta llamada Utopía que sería apoyada solo por patrocinadores europeos en un claro intento de limpiar su imagen. Todo este cóctel hizo que, cuando se anunció que Teodor Currentzis vendría a España al frente de su musicAeterna, varios nos lleváramos las manos a la cabeza, pues, de hecho, sería la primera orquesta «rusa» que actuaría en nuestro país desde el inicio de la invasión por parte de este país a Ucrania. Y puntualizo lo de «rusa» porque la orquesta cuenta en sus filas con músicos de más de 10 países, entre ellos 4 españoles, pero, de cualquier manera, al estar radicada como orquesta en San Petersburgo y estar apoyada por personajes como los que he mencionado antes, hacían que muchos vieran como muy arriesgada la aventura de iniciar esta gira que finalmente se está realizando con bastante éxito por nuestro país.

La primera parada de esta tourné fue Zaragoza, y por lo que aparece reflejado en la prensa, el concierto del viernes estuvo a punto de no llevarse a efecto. La intervención de la delegación del gobierno, aclarando que la orquesta no estaba vetada por la Unión Europea, posibilitó la velada en la capital aragonesa. El domingo 14 de mayo fue el turno de Barcelona, teniendo un primer concierto en el Palau de la Música con el mismo programa interpretado en Zaragoza: la Metamorfosis de R. Strauss y la Sinfonía núm. 6 en Si menor, op. 74, «Patética» de P. Chaikovski.

Obras de hondo calado sin duda, ambas, con una fuerte carga emocional. La elección de la primera de ellas puede verse como un tímido guiño al público por parte de Currentzis,  una especie de deseo de hacerse perdonar por su hasta ahora tibieza ante la invasión rusa, no lo sé, quizás sea pura coincidencia que solo ve este cooltureta. Lo cierto es que la Metamorfosis de Strauss es la obra de un hombre que está absolutamente superado por el horror y la destrucción que la Segunda Guerra Mundial ocasionó. En 1946, año en que fue estrenada esta magnífica obra en Zurich, Strauss era un hombre ya muy anciano y enfermo, pero, sobre todo, estaba absolutamente hundido por todos los horrores que la guerra había traído consigo.

Pensada para veintitrés instrumentos de cuerda, la obra en manos de Currentzis adquirió un grado elevadísimo de refinamiento sonoro. Con un depuradísimo trabajo dinámico, imprimió una extraña transparencia al sonido, que permitió escuchar con toda claridad las diferentes voces y cómo estas, se iban tejiendo y entretejiendo. Supo llevarnos a los asistentes que abarrotamos el Palau de la música de la mano, desde un inicio lento y muy oscuro, hasta la más poderosa de las explosiones emocionales en el clímax de la obra.

Después de la media parte, escuchamos una Patética de Chaikovski espectacular en muchos de sus pasajes, llena de un virtuosismo sin parangón, como de hecho esperábamos de una orquesta como musicAeterna, pero donde quizás faltó la hondura y el patetismo que, por ejemplo, se requieren para el cuarto movimiento de esta magnífica sinfonía. La intensidad que demostró desde el podio Currentzis no terminó de transmitirse en nuestra opinión, en el sonido de su orquesta, que es, como ya lo he mencionado, simplemente electrizante. Algunos esperábamos ser sobrecogidos con una lectura más honda y emocionante de pasajes como el terrible final de la sinfonía; en su lugar, recibimos mucho, pero mucho virtuosismo y altas dosis de pasajes que nos fascinaron por su brillo y su contraste.

Sin menoscabo de lo anterior, la velada fue tremendamente grata y la oportunidad de escuchar a una de las orquestas de más alto nivel, como de hecho lo es musicAeterna, fue sin duda memorable. Quedamos a la espera de nuevas aventuras artísticas encabezadas por este verdadero enfant terrible de la música que es, sin duda, Teodor Currentzis. Seguimos