Una «consagración» en pleno invierno.

Una «consagración» en pleno invierno.

Es sorprendente cómo algunas obras envejecen tan poco y, pese al paso del tiempo, conservan casi intacta esa capacidad disruptiva que las ha hecho ser un parteaguas en nuestra manera de entender, en este caso, la música.

Han pasado unos cuantos años desde aquel 29 de mayo de 1913, cuando, en el Théâtre des Champs-Élysées, I. Stravinski estrenó su Consagración de la Primavera, causando reacciones absolutamente furibundas entre el público y la crítica, pero marcando con nitidez una nueva dirección dentro de la música en Occidente.

La pieza, que en realidad es un ballet, con el paso del tiempo sufrió varias revisiones por parte de su autor y, actualmente, es para muchos esa obra icónica que dio carta de nacimiento a la llegada de la música de vanguardia. Es por ello que sorprende, cuando la escuchamos en nuestras salas de conciertos, lo bien que le han sentado estos 112 años desde su estreno, porque, a decir verdad, se mantiene llena de tantos misterios por contar y pletórica de tan intensas emociones por hacernos vivir.

Una de esas oportunidades de escuchar la obra en vivo la tuvimos apenas hace unos días en la ciudad de Barcelona, gracias a la más reciente visita de la ya más que centenaria Orchestre de la Suisse Romande, que está realizando una gira por algunas ciudades españolas. Así el pasado 13 de febrero en el Palau de la música , el público catalán se dio cita para disfrutar de esta estimable agrupación.

Orquesta con un pasado más que ilustre, sobre todo si pensamos en las más de trescientas grabaciones que la agrupación helvética realizó con su fundador, Ernest Ansermet, la Orchestre de la Suisse Romande es una agrupación a la que hay que escuchar si se tiene la oportunidad de hacerlo. Efectivamente, no es una de las grandes orquestas europeas —Berlín, Viena, Ámsterdam—, pero es una agrupación muy estimable y de una extraordinaria calidad, que supo dar un espléndido concierto con un programa interesante, aunque ordenado de manera más que peculiar.

La velada se abrió con el arreglo orquestal del Claro de luna de C. Debussy, tercer movimiento de la Suite Bergamasque, obra maravillosa para piano y que, en su versión orquestal realizada por el amigo y discípulo de Debussy, André Caplet, en 1922, no termina de ser esa obra mágica y evocadora como lo es en su versión original. El trabajo orquestal es correcto y muy hermoso, pero no tiene los juegos tímbricos ni la magia que Debussy sí logra crear en la partitura pianística. De hecho, el mismo compositor nunca terminó de autorizar esta orquestación, aunque agradeció el gesto de su discípulo.

Siendo sinceros, después de escuchar esta hermosa versión de la pieza, uno puede cabalmente entender la sutil diferencia que hay entre lo competente, lo hermoso, lo profesional en arte y lo sencillamente   genial; hay quizás, para muchos, una nada que los separa y, sin embargo, esa distancia es realmente inmensa.

El programa continuaba con la que debía ser la obra final del concierto, sobre todo si la pieza que cerraba la sesión era un concierto solista. Se ha especulado mucho sobre este notable cambio en el orden del programa; lo cierto es que La consagración de la primavera es una partitura que está muy próxima a la estética impresionista de autores como Debussy. No en balde el mismo autor francés fue uno de los pianistas que, junto a Stravinski, dieron una primera audición de la obra a piano a cuatro manos en un piso del centro de París en junio de 1912, anunciando ya la tormenta que vendría el día de su estreno casi un año después.

La lectura realizada por Jonathan Nott, en mi opinión, fue realmente estupenda. No fue un abordaje al uso, tan no fue así que algunos se quedaron esperando ser avasallados por una orgía de estridencias armónicas y un cúmulo desenfrenado de polirritmias atronadoras, que es el tipo de lectura que, con cierta frecuencia, escuchamos por esos mundos de Dios. Esto nunca llegó.

Nott tejió con calma la construcción de la pieza. Sin movimientos espectaculares ni danzas al fuego sobre el podio, y con una certera técnica, supo ir colocando una a una las piezas de un cosmos que, en su inmensa complejidad, está cimentado en una perfecta y desconcertante armonía interna. Todos, absolutamente todos los materiales, tanto tímbricos como rítmicos, con los que Stravinski construyó esta gran bacanal que es La consagración, se podían distinguir y apreciar perfectamente.

La orquesta sonó compacta y muy bien cohesionada, muy sensible a cualquier indicación de su director, logrando una buena lectura de esta icónica obra, que tanto sigue removiendo nuestras conciencias. Prueba de ello fue la merecida ovación con que el público premió a la orquesta, que tan grato sabor de boca había dejado.

El Concierto para violín de Sibelius es una de las más bellas obras de su autor. Piedra de toque y obra de absoluta referencia para cualquier solista, es una pieza que aúna, en proporción casi simétrica, la exigencia extrema en lo técnico con pasajes de un lirismo extraordinario, conformando una partitura que, siempre que se le escucha, causa un fuerte impacto en el auditorio.

Midori se presentó ante el público catalán luciendo un sonido potente y un conocimiento profundo de la obra, cuyos resultados fueron, en general, muy satisfactorios. El fraseo general de los movimientos extremos del concierto, por momentos, dio la impresión de no ser todo lo orgánico y natural que se esperaba de una artista de su nivel; la música se movía un poco a empujones, sobre todo en las partes centrales de ambos movimientos, para luego recuperar el sentido y cobrar el brío perdido. Todo esto, al margen de algún desajuste con la orquesta, sobre todo en el tercer movimiento.

El segundo tiempo de la obra fue en el que mejor y más cómoda se le vio a la japonesa-estadounidense, pues pudo tejer con mucha más fortuna un discurso de un lirismo muy estimable. Su instrumento cantó con potencia y la orquesta supo unirse en este empeño, dando por resultado una notable lectura del movimiento.

De cualquier modo, y pese a los problemas antes señalados, un servidor considera más que merecida la ovación cosechada tanto por la solista como por la orquesta al concluir la ejecución

El sabor de boca al final de la velada fue muy agradable y nos deja con la ilusión de descubrir la nueva sorpresa que nos tiene deparada esta temporada

Fotografías cortesía de bcn classics. Fotógrafo Antoni Bofill

Un plaisir absolu madame

Un plaisir absolu madame

Recuerdo que, por Navidad, en mi casa, cuando era muy pequeño, mi padre solía poner un disco cuya portada decía algo así como Grandes éxitos navideños de la música clásica. Aquello daba sabor de hogar, además de un toque de distinción a las reuniones familiares. En aquel estimado álbum había las más diversas piezas en su enésima versión grabada. Nada fuera de lo normal: obras que todos hemos escuchado hasta la náusea, pero que, en mi caso, contribuyeron a que mi gusto musical se forjara y aquella música se convirtiera en parte de mi cotidianidad.

Destacaban, entre ese grupo de obras que algún osado productor consideró aptas para incluir en un álbum navideño, la Música acuática de Haendel, junto con la Música para los reales fuegos de artificio del mismo compositor. El repertorio se complementaba con obras de Mozart y Corelli, por mencionar solo algunos ejemplos. Sin embargo, si había una pieza que desde siempre me fascinó, esa era el Aria de la Suite orquestal n.º 3 de Bach, con su hermosa melodía principal que lo envolvía todo, mientras un exquisito contrapunto en las voces inferiores tejía filigranas llenas de encanto y profundidad.

Aquel disco, cuando faltaron mis padres, se perdió irremisiblemente. Al ser un compendio tan variopinto, era casi un sueño imposible pensar en un concierto que reuniera en un solo lugar aquellas obras que, en mi niñez, le dieron tono y empaque clásico a mi Navidad. Sin embargo, la vida, que constantemente nos sorprende, me tenía reservada una agradable noticia: la clavecinista y directora Emmanuelle Haïm, al frente de su muy estimable grupo Le Concert d’Astrée, daría una gira por varias ciudades españolas en el mes de diciembre, presentando un programa precisamente integrado por varias de esas entrañables obras.

 

Así, el pasado 11 de diciembre, en el Palau de la Música, se presentó una de las personalidades más importantes del mundo de la “música antigua”. Haïm inició la velada con laSuite en re mayor, HMV 349de laMúsica acuática haendeliana, para concluir la primera parte con laSuite orquestal n.º 3 en re mayor, BWV 1068, de J. S. Bach. Tras un breve descanso, remató la velada con laSuite en fa mayor, HWV 348de laMúsica acuáticade Haendel y culminó el concierto con la imponenteMúsica para los reales fuegos de artificio, HWV 351, del mismo compositor británico

Hacía mucho tiempo que no disfrutábamos en esta ciudad del extraordinario trabajo de Emmanuelle Haïm ni del sonido tan profundamente francés de suConcert d’Astrée. El programa elegido, pese a encajar en lo que podríamos llamar un concierto “para todos los públicos” por la belleza y la alta factura de cada pieza, y sobre todo por la rotundidad de su mensaje, encerraba riesgos que solo los más entendidos lograban percibir. Las cuatro suites que tanto hemos disfrutado los melómanos desde grabaciones —como aquel disco seudo navideño de mi infancia— utilizan trompas y trompetas naturales, instrumentos notoriamente poco fiables en cuanto a afinación en un concierto en vivo. Se requieren intérpretes muy experimentados para abordar un programa de este tipo con ciertas garantías de calidad.

La noche del 11 de diciembre, en el Palau, salvo alguna nota aislada que pudo sonar algo desafinada, los músicos del Concert d’Astréeofrecieron una verdadera cátedra de musicalidad y dominio técnico ante un desafío de tal magnitud.

 

Emmanuelle Haïm dirigiendo Le Concert de Astrée en el Palau de la Música. A. BOFILL / BCN CLÀSSICS

 

 

En el caso de las tres piezas de Haendel, estamos hablando de obras escritas para el servicio de la corona británica en momentos históricos concretos. Nunca debemos olvidar que muchas de las grandes obras que hoy reverenciamos fueron pensadas y pagadas por el poder, para uso de ese poder y sus representantes. El arte, en ocasiones, no es tan puro como algunos nos han querido hacer creer.

Por ejemplo, las suites de laMúsica acuáticafueron concebidas para acompañar al primer rey de la casa de Hannover, Jorge I, mientras navegaba con su comitiva por el Támesis, en una aparición pública diseñada para acercar al monarca a su pueblo. La música es perfecta para la ocasión: impactante y solemne, proporcionando un marco incomparable para presentar ante los londinenses a un rey que apenas había llegado al trono, que no hablaba inglés y que vivía de espaldas a sus súbditos. Años después, el hijo de este primer Hannover ascendió al trono británico como Jorge II. Tras ganar la guerra de Sucesión Austriaca, principalmente contra Francia, en 1749 firmó el Tratado de Aquisgrán y quiso conmemorar la ocasión encargando a Haendel —¿quién más?— una música que ensalzara el nombre de Gran Bretaña. Aunque los fuegos artificiales de aquella celebración terminaron descontrolándose, la música, como siempre, fue un éxito rotundo.

En cuanto a laSuite orquestal n.º 3 de Bach, estamos hablando de una obra que pertenece al género de la “ouverture a la francesa”, un estilo que Bach cultivó poco, pero en el que nos dejó cuatro suites simplemente maravillosas. Estas piezas combinan la jovialidad y la energía con la inspiración melódica de raíz italiana y el profundo conocimiento armónico y contrapuntístico germano. En concreto la tercera de estas suites, que es la que escuchamos la noche del día 11 de diciembre, cuenta con  el Aria, segundo movimiento de la suite.  pieza celebérrima donde las haya,  y que ha deleitado a millones de personas en todo el mundo.

Aunque las cuatro obras del programa fueron compuestas en tiempos y circunstancias muy distintas, hay un hilo conductor que las vertebra y da coherencia al concierto: la innegable influencia de la tradición musical francesa, que rezuma en todas ellas. Es precisamente aquí donde reside el gran valor de la interpretación de Emmanuelle Haïm y Le Concert d’Astrée, una autoridad en este repertorio.

Tanto Haendel como Bach, cuando escribieron las obras de este repertorio, lo hicieron respetando los usos y las maneras de la tradición orquestal francesa del momento que había surgido con Lully no hacía demasiado tiempo en la corte del Rey Sol. Cierto, cada compositor  adaptó este acervo y lo integró  a su estilo de una manera singularísima y genial. Este proceso de integración de las diferentes escuelas del momento, es lo que hace que las piezas de estos maestros sean tan potentes y robustas.

Emmanuelle Haïm dirigiendo Le Concert de Astrée en el Palau de la Música. A. BOFILL / BCN CLÀSSICS

 

 

Para un público lego en la materia, lo mismo da un conjunto inglés, italiano que francés, pero una orquesta por ejemplo como Le Concert d’Astrée con una bagaje cultural y musical bien diferenciado, las tradiciones interpretativas, las maneras de ornamentar y de resonar los instrumentos pesan y mucho.

Emmanuelle Haïm  no solo conocé a la perfección este repertorio, si no que lo ama profundamente y en consecuencia lo defiende con una vehemencia sencillamente maravillosa. Verla en el pódium puede ser leído de muchas maneras, pues su gestualidad está libre de todo atavismo snob que  la limite. Es pura espontaneidad y emoción en el escenario.  Ella busca guiar, compartir la emoción de esa música que tanto significa para ella y sus compañeros músicos. El resultado es una lectura docta y bien mesurada , basada en sólidos conocimientos y anclada en la más profunda tradición, pero con esa chispa de la que tantos adolecen y que muchos más le envidian  a esta fantástica directora.

Verla hacer música tan libre , tan espontánea y tan dueña de la situación hace que algo muy dentro de ti se reconcilie con el aquí y el ahora. Es vivencia en estado puro.

Era imposible no salir con una gran sonrisa de la sala del Palau aquella noche. El sueño de escuchar aquellas obras que en mi infancia yo había relacionado con la navidad, se hizo realidad en un concierto sencillamente fantástico. Feliz navidad a todos y muy feliz año nuevo con más música. Seguimos.

 

 

Fotografías cortesía de bcn classics. Fotógrafo Antoni Bofill

 

 

 

 

Viaje Caleidoscópico al fin del mundo

Viaje Caleidoscópico al fin del mundo

La Tonhalle-Orchester Zürich, bajo la dirección de su titular Paavo Järvi, fue la encargada de dar inicio a una nueva temporada de conciertos de BCN Clàssics. El Palau de la Música fue el escenario donde, la noche del pasado 28 de octubre, pudimos disfrutar del trabajo de esta extraordinaria orquesta suiza de gira por algunas ciudades de nuestro país.

La velada comenzó con el Concierto para violín y orquesta núm. 2 en Sol menor, op. 63, de S. Prokofiev, interpretado por la violinista georgiana Lisa Batiashvili, quien cosechó un rotundo éxito.Tras el preceptivo intermedio, continuó la Sinfonía núm. 7 en Mi menor de G. Mahler, monumental trabajo sinfónico que desde su inicio pone al límite de sus capacidades a cualquier orquesta que la aborde.

Lisa Batiashvili dio una clase magistral de musicalidad y elegancia con su interpretación del concierto de Prokofiev. Originalmente planteada más como una sonata concertante, con una orquesta de no grandes dimensiones y en un lenguaje más expresivo,  evolucionó a un concierto quizás más ambicioso que en su planteamiento original, pero sin perder esa vena expresiva que lo hace sencillamente seductor.

Imagen ANTONI BOFILL

Batiashvili conocedora profunda de  la partitura  la desgranó con sabiduría. Paso a paso, supo abordar con brío y autoridad los pasajes más complejos, y resolverlos con absoluta solvencia y musicalidad. Pero donde fue sencillamente magistral fue al hacer «cantar»  a su instrumento en los pasajes, digamos, más líricos de la pieza. Me refiero, evidentemente, al segundo movimiento, el Andante assai, centro expresivo de la obra sin ninguna duda, y que lamentablemente muchos intérpretes menosprecian por no tener suficientes escalas o pasajes complejos en los que lucir su “alta escuela interpretativa”.

Batiashvili bordó su lectura de todo el concierto, rozando la genialidad en el segundo movimiento. Sus frases de largo aliento se sustentaban en una claridad de ideas luminosa y en  un manejo asombroso de los colores que el instrumento ofrece. A ello se sumó  un  conocimiento profundo de los pesos y contrapesos de la obra, logrando dotar a su lectura de una congruencia fantástica . Paavo Järvi, director sabio y elegante donde los haya, la secundó siempre y dialogó con la solista, regalando a la audiencia una interpretación redonda y sólida de esta deliciosa perla que es el concierto de Prokofiev.

A una obra íntima y personal siguió una sinfonía estremecedora. Mahler, en su Séptima Sinfonía, lleva al límite la paradoja de la existencia humana. De dimensiones colosales, hace coincidir en este trabajo elementos absolutamente disímbolos, haciéndolos coexistir en un mismo espacio sonoro congruente. En esta obra, como en ninguna otra, el maestro es particularmente esquivo a entregar su mensaje expresivo; juega con el oyente y lo hace transitar por realidades caleidoscópicas alucinantes.

La obra inicia con un tema trágico y oscuro a cargo de la tenorhorn, que toca una música pausada y solemne, para concluir ochenta minutos después en un rotundo y bestial rondó. Movimiento  que canta eufóricamente su triunfo sobre la fatalidad, salpicado en este éxtasis casi dionisíaco con  pasajes abiertamente vulgares.

Al igual que en el resto de sus sinfonías, Mahler planteó una obra extraordinariamente exigente para cualquier intérprete. Al inmenso esfuerzo técnico que ya supone su ejecución , con toda clase de intrincados pasajes de una dificultad alucinante, se suma un planteamiento conceptual de muy compleja realización. En medio de una inmensidad de comprometidos solos y soberbias mixturas tímbricas, el director debe moldear, como virtuoso orfebre, la colosal escultura que es esta sinfonía. Uno de los inmensos riesgos que esta obra encierra es el de degenerar en un pandemónium sinfónico, donde la pieza naufrague y se arrastre lamentablemente durante ochenta minutos.

Järvi dejó clara su  estatura musical al enfrentar con sobrada autoridad el reto de presentar esta obra. Director inteligente y muy elegante, desde el comienzo de la pieza construyó un discurso firme, sólido y muy fluido, en el que supo combinar sabiamente las partes contradictorias que la obra encierra. Tempos perfectos, fraseos bien realizados, pasajes endiablados resueltos con primorosa limpieza e inspirada musicalidad, son solo algunas de las características del trabajo que realizó Paavo Järvi al frente de la Tonhalle-Orchester Zürich, orquesta que dirige como titular desde 2019 y con la que ha logrado un tándem perfecto.

La orquesta, sencillamente soberbia, sonó y resonó profundamente en el interior de cada uno de los asistentes al concierto, dejando claro su enorme talla musical. Es, sin lugar a dudas, una de las mejores agrupaciones que nos han visitado en los últimos tiempos.

Un Mahler sencillamente fantástico, bien planteado y primorosamente ejecutado por una orquesta de ensueño, dirigida por uno de los mejores directores del momento. De este modo podemos resumir la ejecución de esta enigmática partitura, que tan grato sabor de boca dejó entre la estimable concurrencia.

Gran estreno de temporada para BCN Clàssics. Enhorabuena por ello. Habrá que estar atentos a lo que viene, pues promete darnos en futuras fechas grandes satisfacciones. Seguimos.

Imagen ANTONI BOFILL

 

Fotografías cortesía de bcn classics. Fotógrafo Antoni Bofill

 

 


Hélène Grimaud poeta del piano.

Hélène Grimaud poeta del piano.

Profundidad, hondura, perfección técnica fuera de toda duda y un compromiso emocional inmenso son adjetivos con los que describir la manera en que Hélène Grimaud construye sus conciertos y recitales. Nacida en Aix-en-Provence en 1969, con apenas 13 años fue admitida como alumna en el Conservatorio de París. Unos pocos años después llegaron múltiples premios y la posibilidad de hacer una sólida carrera que Daniel Barenboim apadrinó cuando, en 1987, la invitó a tocar con la Orquesta de París.

Imagen ANTONI BOFILL

Su figura delicada, de andar pausado, transmite una serenidad notable. Lo cierto es que, si bien sus maneras son siempre comedidas y educadas, a lo largo de su carrera ha sabido defender frente a grandes nombres del medio su postura a nivel estético y ello le ha acarreado más de algún problema. Quizás la más sonada de estas historias y que revela el grado de integridad que siempre la ha caracterizado sea el desencuentro que tuvo en 2011 con Claudio Abbado a propósito de la cadenza que había de quedar registrada en una grabación realizada por ambos artistas de un concierto para piano de Mozart. En un principio, Abbado había dado por zanjado el tema al dar directamente la orden de colocar la cadenza original escrita por Mozart, a lo que Grimaud se negó en redondo pues deseaba colocar otra escrita por Busoni, argumentando que la elección de la cadenza recaía en ella exclusivamente. El resultado fue que la invitación a participar en el exclusivo Festival de Lucerna y un concierto en Londres fueron cancelados.

Siempre se ha caracterizado por la intensidad de sus interpretaciones. Tiene una notoria sintonía con el repertorio del romanticismo alemán, y en particular con Brahms, a quien conoce muy hondamente. Su manera de tocar es vigorosa y muy apasionada; es imposible quedarse al margen en un recital suyo. Como muestra de ello, cabe recordar que, durante el concierto inaugural del Festival de Bonn de 2010, mientras Grimaud bordaba una hermosa lectura del segundo movimiento del Emperador de Beethoven, un espectador sufrió un infarto que afortunadamente solo quedó en un susto.

Su vida se mueve entre las salas de conciertos de todo el mundo, por las que transita con paso tranquilo y una sonrisa modesta y comedida, y la libertad que un refugio para lobos en peligro de extinción en el estado de Nueva York, del cual es fundadora, le aporta a esta extraordinaria pianista, que siempre ha mantenido a lo largo de su ya larga carrera una congruencia y una fidelidad a sí misma y a lo que cree que son muy de agradecer. Cuando se asiste a un concierto suyo, no solo se escucha a una increíble artista, sino a un ser humano verdaderamente admirable, lo cual en los tiempos que corren es cosa aún más excepcional.

El pasado lunes 27 de mayo, el Palau de la Música de Barcelona recibió a esta excepcional artista con un lleno casi total. El programa presentado ante el público catalán giró en torno a las tres grandes “B” del repertorio tradicional y que en el caso particular de Grimaud son autores absolutamente esenciales para entender su carrera. Arrancando con la Sonata nº 30 de Beethoven, continuó sumergiéndose en los Intermezzos op. 117 y Fantasías, op. 116 de Brahms para concluir con la transcripción de Busoni de la mítica Chacona de la Partita nº 2 de Bach.

El común denominador de todo el programa es la exploración sonora, la utilización del piano y sus capacidades para la expresión de los más hondos pensamientos de sus autores. La velada arrancó con la Sonata nº 30 en mi mayor, op. 109, donde Beethoven experimenta a partir de la forma establecida de la sonata clásica con el sonido y con las capacidades expresivas del piano. Los dos primeros movimientos, hermosos y perfectamente construidos, preparan la llegada del tercer y último, donde el maestro hace la apuesta más ambiciosa y de mayor calado, ya no solo por su profusa longitud, sino por el tipo de lenguaje con que construye la pieza. Una constante búsqueda y el deseo inmenso de comunicarse con sus semejantes son los principales rasgos que marcan esta sonata en su totalidad, siendo muy evidente esto sobre todo en su tercer tiempo. Beethoven se vale de fugatos trepidantes, pasajes llenos de lirismo y periodos de un virtuosismo de muy altos vuelos para romper los límites de la forma en pos de una mayor libertad expresiva, dando al sonido como fenómeno físico un  protagonismo absoluto, pasando por encima  de  cómo las ideas  se organizan y generan una configuración estable, el contenido sobre la estructura, la expresión sobre la configuración.

Brahms es para Grimaud un autor talismán, lo entiende al punto de autodefinirse como “musicalmente alemana” pese a ser orgullosamente francesa. Sus obras aparecen constantemente en sus conciertos y recitales desde el inicio de su brillante carrera. La elección de los opus 116 y 117 fue más que pertinente, pues estamos hablando de un Brahms en estado puro y porque además el conjunto de piezas que integran ambos trabajos mantiene una profunda congruencia con la sonata op. 109 de Beethoven. Estamos, de nuevo, ante dos obras de profunda reflexión personal y donde su autor, a manera de un extenso soliloquio, buscará a toda costa comunicar un mensaje trascendental para él, lleno de matices, rodeado de luces y sombras como la existencia misma.

 En el caso de Brahms, el autor romántico que mejor y más conoce las formas musicales de su tiempo, esta búsqueda significa sumergirse en lo profundo de su alma, y construir su obra a través de formas simples como el intermezzo o el capricho. Estas estructuras simples -un A B A- le permiten confrontar materiales contrastantes y trabajar en profundidad con ellas de manera casi exhaustiva. El op. 117 no guarda una gran dificultad a nivel técnico, pero exige del intérprete una implicación emocional muy elevada. Grimaud, que ya nos había regalado una impecable lectura de la sonata beethoveniana, nos conmovió muy hondamente con su lectura de los tres intermezzos. Tempos más que apropiados, inteligencia a la hora de exponer las partes de los intermezzos, inspiración y profundidad a la hora de hacer cantar al piano, poderío sonoro, así como delicadeza y contención cuando las piezas lo demandaban, son solo algunos de los rasgos que jalonaron una interpretación primorosa de esta obra otoñal del maestro alemán.

Tras la media parte, llegó el op. 116, colección ambiciosa y multicolor de caprichos e intermezzos de un muy notable virtuosismo técnico, en los que Brahms continúa esa búsqueda y experimentación sonora que habíamos conocido ya en el opus anterior. Aquí los retos técnicos son a ratos inmensos, ya no solo por la complejidad o el posible virtuosismo de su escritura, sino porque muchas veces Brahms exige que, mientras un complejo entramado armónico es expuesto, una ligera y sentida melodía cante sobre esa urdimbre que ocupa al mismo intérprete. Todo es orgánico y natural, no hay nada forzado, falso o aparatoso, todo nace de la misma esencia de la música y apela a la fibra más íntima de nuestros corazones.

 Grimaud, justo al finalizar el último capricho de la obra y sin dar espacio para la ovación que se estaba preparando, atacó de inmediato con la Chacona de la Partita Nº 2 en re menor de Bach, en una magnífica transcripción fechada en 1892 por Busoni. La sala por un instante contuvo el aliento y, muy poco a poco, los acordes de la obra comenzaron a resonar por todas partes.

Ya la obra en su versión original para violín ha embriagado a generaciones enteras por la apabullante fuerza que emana y el ingenio con que está escrita cada una de las variaciones que la integran. Escrita en 1720, Bach explora a fondo el violín y lo hace cantar el más doloroso canto en memoria de su recientemente fallecida esposa Maria Barbara, desaparecida mientras él se encontraba ausente de su hogar, realizando un viaje de trabajo. Ya el tema inicial, solemne y de marcado sabor elegíaco, con sus hermosas líneas cromáticas descendentes, nos cautiva con solo escucharlo. Tras su exposición van apareciendo una tras otra las sorprendentes variaciones que el maestro realiza sobre este tema y que muy lentamente nos llevan a internarnos en una espesa selva o navegar en un proceloso mar donde las olas por momentos son terriblemente amenazadoras y otras donde la paz y el sosiego nos invaden y nos llevan a un estado casi de éxtasis. Esta obra es como una gran espiral que muy lentamente comienza su andadura y que pliegue tras pliegue nos lleva por sensaciones absolutamente desconocidas para nosotros.

 Busoni, al transcribir la obra al piano, se autoimpuso lograr que el piano pudiera expresar lo que el violín en su escritura original. El resultado es una transcripción que, aunque en más de un sentido traiciona el lenguaje de Bach, conserva el mensaje del maestro. En ese trasvase, la fuerza y la implicación emocional se conservan intactas, el poderío sonoro del piano no diluye la soledad que el austero sonido de un violín solo puede transmitir. La construcción original es muy sólida y la adaptación al nuevo instrumento está muy bien realizada, pero como toda traducción, hay espacios que sin remedio se pueden ver traicionados o, como mínimo, distorsionados. Quizás uno sea el excesivo uso del pedal que muchos pianistas hacen, buscando dar más sonoridad a su lectura; el transparente fluir de las melodías de la obra se emborrona y lo que antes era transparencia y austeridad, dolorosa expresión del espíritu, ahora es grandilocuencia y virtuosismo fatuo. Grandes nombres han interpretado esta obra y muchos han caído en este exceso, algo que no es imputable a la transcripción de Busoni, sino al simple hecho de transcribir, trasladar una obra musical pensada para un instrumento determinado, con unas características físicas específicas que dan a esa música una manera de resonar en el espacio, y con ello, someterla a una nueva realidad sonora, con diferentes posibilidades, muchas de ellas inexistentes antes.

Grimaud es una maravillosa excepción, siempre elegante en su utilización del pedal, con un toque limpio y muy transparente, interpretó la transcripción de Busoni, pero sin perder de vista  siempre a su versión original. Nunca llevó al límite la sonoridad del piano, jamás emborronó la prístina transparencia de la obra. Las variaciones fueron sucediéndose una tras otra de manera orgánica y fluida, arrancando del silencio una emocionalidad casi inefable, poesía hecha música, rasgando ese delicado velo de trascendencia y así, por unos instantes, la inminencia de lo eterno se hizo presente entre los asistentes.

El público ovacionó notablemente emocionado a la maestra Grimaud, que correspondió con tres propinas: los Études-Tableaux 2 y 3 de Rachmaninov y la Bagatelle III de Silvestrov.

Memorable fin de temporada nos ha regalado BCN Clàssics en esta ocasión. La oferta que nos hace para la próxima es ciertamente muy atractiva, preparémonos para, pasado el verano, degustar tan apetitosos manjares. Seguimos.

Imagen ANTONI BOFIL

 

Fotografías cortesía de bcn classics. Fotógrafo Antoni Bofill

 

Koopman, orfebre musical

Koopman, orfebre musical

Bach, hacia el final de su vida, fue dedicando cada vez más sus esfuerzos a la composición de obras que actualmente son clasificadas como «doctas». El mencionado repertorio, en el que se encuentra en un lugar muy destacado la Ofrenda Musical BWV 1079, busca superar el gusto o la moda de un determinado momento histórico a la hora de escribir música, para poner de manifiesto las bases sobre las que se cimenta el arte de la composición vista de este modo como ciencia, como manifestación en el tiempo del número entendido en términos pitagóricos. Bach ya no busca agradar oídos, ni atraerse canonjías con esta música, su compromiso en estas obras es con el arte mismo. Ello queda demostrado con el despliegue de toda una inmensa variedad de recursos compositivos que muestran al oyente atento la quinta esencia del arte del maestro de Leipzig, la clave de bóveda de su supremo arte, que está cimentada en toda una vida de trabajo absolutamente entregado a la música.

La historia nos cuenta que la ofrenda surgió del encuentro entre el maestro y Federico II de Prusia, gran aficionado a la música y que de hecho interpretaba con bastante solvencia la flauta traversa. Federico, en mayo de 1747, convoca a Bach a su palacio de Potsdam cuando se entera de que el compositor está de visita en Berlín. Bach al parecer, había llegado hacía apenas unos días a ver a su hijo Carl Philip que era músico de la corte del rey prusiano, cuando llegó la invitación de su majestad. La historia continúa diciendo que Federico retó a Bach a que improvisara en el momento una fuga a seis voces sobre un misterioso tema sugerido por él mismo y que tal desafío fue sorteado con maestría esa noche. Pasado el tiempo, Bach decidió dejar aún más claro al rey que su misterioso tema podía ser tratado de muy diversas maneras y ello lo llevó a escribir la Ofrenda musical BWV 1079 en el que explora muy a fondo las posibilidades contrapuntísticas del mencionado tema real como punto de partida.

En una serie de ricares y cánones a varias voces, Bach transforma y construye un mundo de posibilidades musicales, donde además, a manera de acertijo, colocó indicaciones en latín sobre su realización. Es como si el maestro se divirtiera con los ejecutantes y el público y nos tendiera pequeñas trampas musicales, cuyo premio es una música que guarda un balance impresionante entre el más acabado oficio compositivo y la más profunda inspiración.

El pasado lunes 29 de abril, la Orquesta Barroca de Ámsterdam, bajo la dirección de Ton Koopman, presentó en Barcelona como primera obra de un hermoso programa consagrado a la obra del cantor de Leipzig, la mencionada Ofrenda Musical, BWV 1079. Ton Koopman, que es sin duda alguna una referencia absoluta en lo que refiere a la interpretación de la obra de Bach, en esta ocasión no defraudó y desde el inicio de la obra, mostró sus enormes dotes como clavecinista al ejecutar el ricercare a 6 para clavecín solo, con que arranca la partitura. La lectura de los siguientes 10 cánones a diferentes voces estuvo a cargo de Kate Clark a la flauta traversa, Catherine Manson y David Rabinovich al violín, John Crockatt en la viola, Werner Matzke en el violonchelo y en el ricercare final, colosal pieza que concluye con broche de oro la obra, se unió Michele Zeoli al contrabajo.

Era simplemente maravilloso disfrutar del balance y la complicidad que en todo momento mantuvieron todos los músicos durante toda la lectura, destacando mucho desde el violín primero Catherine Manson por la belleza y elegancia de su sonido, sumando a ello, un extraordinario buen gusto a la hora de ornamentar su líneas melódicas y un delicado modo de articular cada frase ejecutada. Siempre pendiente de las indicaciones que Koopman daba desde el clave, lideró con autoridad a sus compañeros con una actitud siempre cómplice y abierta.

Imagen ANTONI BOFILL

Deliciosa la ejecución de la Sonata Sopra Il Soggetto Reale a Traversa, Violino e Continuo, que Bach inserta en la obra, a manera de reto ahora del compositor al rey, que como habíamos mencionado era un competente flautista, y que muy probablemente no encontró en absoluto sencilla la ejecución de la sonata, sobre todo en su movimiento final, que es una Giga endiabladamente difícil para cualquier flautista y que aun en la actualidad hace sufrir a muchos profesionales cuando la abordan. Kate Clark realizó una brillante lectura de la pieza. Con un sonido robusto y muy ligero, hizo cantar inspiradamente a su instrumento, sorteando todo el cúmulo de dificultades que la parte esconde, supo mantener en todo momento un balance perfecto con el resto de los intérpretes además de un balance diáfano y transparente, que permitía escuchar con facilidad todas las líneas que libremente tejían una armoniosa urdimbre musical.

Tras la media parte pudimos disfrutar de la celebérrima Suite núm. 2 en Si menor, BWV 1067 que tiene como solista la flauta traversa. No se tiene la certidumbre absoluta del momento en que el maestro compuso todo el corpus de sus suites para orquesta, pues no tenemos una partitura general autógrafa de la misma fechada de la mano del mismo Bach. En su lugar tenemos algunas partes de instrumentos copiadas por él mismo para los conciertos que dirigía desde 1729 en el Café Zimermann de Leipzig. La posibilidad de que esta, junto con el resto de sus suites, hubiese sido escrita en el periodo en que trabajó en Anhalt- Köthen existe, pues mucha de su música instrumental data de ese periodo en su vida, pero también hay datos que apuntan a que las suites fueron compuestas ya en la ciudad de Leipzig; lo cierto es que la Suite núm. 2 junto con sus pares, fue seguramente ejecutada en los conciertos ordinarios que Bach dirigía al frente del Collegium Musicum en el citado café y que tantas satisfacciones le aportaron a nivel musical y personal.

Sin duda el movimiento estrella de toda la obra, sin menoscabo de todas las danzas que la integran, es la Badinerie, que tantas y tantas versiones tiene en la actualidad. Es la danza más breve, pero con mucho es la más explosiva y que mejor ha logrado impactar en la memoria del gran público; por algo el maestro la colocó al final de una serie de piezas llenas de un encanto y una elegancia sin parangón.

Cada uno de los siete números que la integran es reseñable, desde la impactante Ouverture a la francesa, con su ritmo característico de apertura, que da paso a una fuga llena de energía y vitalidad, o la conmovedora Sarabande de inspiración española, que envuelve al escucha en un intenso diálogo entre la flauta solista y el resto de la orquesta. No podemos olvidar evidentemente la soberbia y altiva  Polonesa que es una estilización de la canción polaca “Wezmę ja kontusz” que da paso al delicado Minuet danza que antecede a la mencionada Badinerie, verdadero broche de oro de obra sencillamente maravillosa.

Para la lectura de esta obra, Koopman optó por presentar un conjunto de cámara y los mismos músicos que habían intervenido en la Ofrenda Musical, fueron los que abordaron la Suite, con lo que lejos de las clásicas interpretaciones que tanto hemos escuchado con masas orquestales inmensas, esta fue todo lo contrario, pues por voz, solo había un solo músico. La apuesta era arriesgada ciertamente, porque los contrastes tímbricos, además del balance entre el solista y el resto de los músicos pueden verse muy comprometidos, si los músicos no logran llenar su espacio sonoro con solvencia. Falta que una voz se vea mermada en cuanto a volumen o calidad del sonido para que toda la arquitectura se venga abajo. Para afrontar una aventura de este tipo, se necesita de músicos experimentados, con una calidad fuera de toda duda y sin duda los integrantes de la Orquesta Barroca de Ámsterdam lo son. Siete músicos, incluido Koopman al clave, llenaron sobradamente el espacio que en otras versiones ocupa una orquesta de 20 o más efectivos. Ni que decir sobre la inmensa complicidad y la alta calidad que mantuvieron en todo momento el conjunto. Cada fraseo, cada adorno estaba en su justo lugar y fue muy de agradecer, poder escuchar esta obra sin la afectación y la pomposidad con que muchas veces se le aborda.

Imagen ANTONI BOFILL

Para los amantes de esta música, la velada fue absolutamente memorable y guardaremos buen recuerdo de ella. Koopman nunca defrauda, tras tantos años de brillante carrera ha sabido mantener viva esa extraña magia que tiene el descubrimiento de un repertorio. Tanto para él como experimentado intérprete, como para la mayor parte del público, las obras presentadas no son nada nuevo y sin embargo, cuando se sabe hacer música con la honestidad y el fundamento con que lo hace Koopman, siempre sonarán brillantes y llenas de una extraña lozanía. Tal proeza solo está reservada para los verdaderos músicos, y Ton Koopman lo es y uno muy grande, además. Seguimos.

Fotografías cortesía de bcn classics. Fotógrafo Antoni Bofill