El estímulo que una versión más de una sinfonía de Beethoven crea en muchos de nosotros está, francamente, en decadencia. Años de cientos, miles de aproximaciones a las obras sinfónicas del maestro —muchas de ellas realizadas de la manera más pedestre posible— han dado como resultado una devaluación más que ostensible en el gusto del respetable.
Estoy convencido de que, a estas alturas, muchos de vosotros, queridos lectores, estaréis comentando en vuestro fuero interno: “¿Pero qué dice este iluminado? ¡Que Beethoven es Beethoven! ¿Cómo se atreve a decir semejante barbaridad?” Y así, de entrada, querido lector, efectivamente: Beethoven es Beethoven en nuestra cultura musical, indudablemente. Pero esto tiene que ver con una apropiación y una lectura muy específica que se hizo de su figura y de su obra en el siglo XIX. También es cierto que Beethoven, como compositor, es mucho más que sus sinfonías, y sería muy importante que muchos programadores musicales lo tuvieran en cuenta.
Con esto no quiero decir que las nueve sinfonías que escribió el maestro no sean obras extraordinarias, sino que su sobreexplotación y pésimo abordaje han llegado a desvirtuarlas muy ostensiblemente. Porque, como dice aquella canción romántica, que hasta lo bueno cansa… y yo agregaría: si, además, te lo colocan a todas horas, ya no es que canse, es que harta.
¿Tendremos entonces que olvidarnos para siempre de este legado cultural y no tocar ya ni por error estas partituras? En absoluto. Claro que no. Pero cuando las abordemos, habremos de hacerlo de otra manera. Sobre todo, deberemos recuperar el asombro, la mirada limpia y una actitud llena de respeto hacia las verdaderas intenciones de su compositor.
¿Qué quiero decir con esto? Que años de tradición interpretativa han agitado tanto las aguas hasta el punto de no permitirnos ver el fondo del lago: orquestas inmensas, estilos ampulosos y llenos de afectación, la creación de un Beethoven “heroico” que nada tiene que ver con el músico que escribió las obras, y, sobre todo, un inmenso corpus de tradiciones y amaneramientos absurdos. Todo ello conforma solo un pequeño muestrario de las costumbres interpretativas que estas partituras han sufrido.
Poder sentarse a escuchar una lectura que sencillamente tenga como único fin recrear la obra de Beethoven es, en nuestros días, un extraño lujo que, cuando se da, hay que saber aquilatar.
El pasado 6 de mayo, el Palau de la Música de Barcelona fue el escenario donde una de esas peculiares ocasiones tuvo lugar.
Philippe Herreweghe, al frente de la Orchestre des Champs-Élysées, presentó un programa integrado por la Cuarta y la Séptima sinfonías de Beethoven.
El trabajo de Herreweghe es por todos los aficionados de sobra conocido. Su postura es siempre fiel al texto original, pero sin caer en fanatismos absurdos que pueden llegar a distorsionar la obra abordada. Para Herreweghe, la música —ese resultado final que el público escucha al asistir a sus conciertos— es lo más importante, mucho más que una posible tradición interpretativa.
Músico erudito, cada decisión que toma la hace respaldado en un conocimiento profundo de los resortes de las obras que interpreta. Y en esta ocasión no fue la excepción. Ambas sinfonías sonaron luminosas, limpias y llenas de vida.
En el caso de la Sinfonía núm. 4 en Si bemol mayor, op. 60, hablamos de una obra jovial, llena de encanto y energía apolínea. Si hay una sinfonía maltratada en el catálogo de Beethoven, es esta, sin lugar a duda. No en balde, Schumann decía que se trataba de una «esbelta doncella griega entre dos gigantes nórdicas», refiriéndose a que esta Cuarta sinfinía está flanqueada nada más y nada menos que por la Heroica y la mítica Quinta . Al no encajar con la idea preconcebida del Beethoven heroico, habitualmente se la ha visto casi como una obra menor, cuando realmente estamos ante una partitura maravillosa, llena de momentos de ingenio y creatividad increíbles, con una estructura muy sólida y pasajes realmente luminosos que muestran el genio creativo de su autor. Diríamos que el humor lo impregna todo en esta partitura y, aunque arranca con una solemne introducción en modo menor, al llegar el Allegro del primer movimiento, la luz y el buen humor lo inundan todo.
Herreweghe guió con elegancia y musicalidad una lectura muy reconfortante de esta partitura. Con tempi perfectos, llenos de ímpetu pero sin apresuramientos innecesarios, la obra fluyó admirablemente. La orquesta sonó balanceada en todas sus secciones. Resultó poéticamente evocador el hermoso sonido de la sección de vientos madera, tan bien empastados y con ese color rústico que solo da la interpretación con instrumentos originales aporta. La cuerda, asimismo muy robusta, encontró en una sección de violonchelos y contrabajos el sólido anclaje desde donde brillar con intensidad a lo largo de toda la obra.
Muy diferente es el carácter de la que fue llamada la “apoteosis de la danza”, nada más y nada menos que por Wagner.
La Sinfonía núm. 7 en La mayor, op. 92, es una obra que hace cimbrar lo más hondo de nosotros porque apela a nuestra energía dionisíaca, a esa fuerza creativa infinita que late dentro en nuestro interior y que, al entrar en contacto con este tipo de obras, se vuelve sencillamente irrefrenable.
La pieza está evidentemente construida a partir de lo rítmico, de la danza, pero entendida esta como la manifestación corporal, plástica, visible —casi diríamos tangible— de la sabiduría que la música posee y comunica a quien la escucha.
Herreweghe convocó desde su podio al mismo Dionisio, y este acudió a su llamado, haciéndonos bailar desde nuestras butacas en el Palau de la Música Catalana . Si con la Cuarta sinfonía la orquesta sonó llena de luz y transparencia, en la Séptima su sonoridad, aunque contenida y sin aristas ni estridencias de mal gusto, tornó hacia una textura más compacta y poderosa. De nuevo, los bajos y violonchelos fueron clave, soportando con sobrado oficio todo el inmenso edificio armónico de la obra.
Colosales los cornos y las trompetas naturales, que, pese a lo arriesgado de sus partes, supieron aguantar el tipo y lucir brillantes y con rotundidad.
Mención muy especial merece el Allegretto, que Herreweghe condujo por dimensiones poéticas inenarrables. Sin amaneramientos estériles, afectaciones ridículas ni tempi propios de un sepelio, nuestro maestro partió de la nada y, muy poco a poco, nos llevó hasta el cielo.
Beethoven sigue vivo, pero hace falta saber escucharlo. Herreweghe lo hizo posible. Ojalá más se atrevieran a seguir su ejemplo. Claro, eso no es tarea fácil… Seguimos.
Hacia 1757, Edmund Burke publicó su Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello, donde separa por primera vez, a nivel filosófico, lo bello de lo sublime.
Lo bello, según Burke, es todo aquello que nos resulta placentero y delicado, lo armonioso, aquello que genera en nosotros ternura y paz. Por el contrario, lo sublime nos sobrecoge, nos impacta, nos muestra cuán pequeños somos y nos vincula con lo infinito. Si lo bello encanta y agrada por su delicadeza, lo sublime sobrecoge por su abrumadora grandeza.
La Missa Solemnis de Beethoven es, sin duda, una obra sublime. Inmensa, compleja, procelosa, ríspida por momentos, amenazadora y dulce a un mismo tiempo, colosal y tremendamente aristada. Nadie que la haya escuchado desde dentro ha salido indemne de la experiencia, pues supone vivenciar de manera directa lo sublime, con todas sus emociones y todos sus inmensos riesgos.
Beethoven abordó su composición en la recta final de su vida. Totalmente aislado del mundo y en medio de una crisis personal inmensa, escribió la Missa junto con otra de sus obras icónicas: la Novena Sinfonía. Ambas piezas colosales son como las caras de una misma moneda, con las que Beethoven hace su última y quizás más arriesgada apuesta expresiva. En determinado momento, el maestro asume que debe ir más allá de lo que hasta entonces había creado y decide saltar al vacío: escribe una sinfonía con un texto literario, superando la barrera de la música puramente instrumental, y una misa que, por sus dimensiones, jamás podría ser interpretada en un templo católico ni mucho menos en una ceremonia litúrgica. Los límites son desbordados, lo bello da paso a lo sublime ante nuestros ojos y nos hace temblar.
Ni qué decir de lo inmensamente compleja que es su ejecución. Esto ha llevado a que directores de todas las generaciones o bien esperaran hasta su vejez para abordarla (Muti lo hizo con ochenta años cumplidos) o, tras trabajarla durante varios años, decidieran que jamás podrían expresar cabalmente todo lo que la obra esconde y la eliminaran de su repertorio (como Furtwängler). Más recientemente, Rattle confesó que, a sus más de setenta años y con una carrera tan brillante a sus espaldas, la obra aún lo supera.
Thomas Hengelbrock y los Balthasar-Neumann-Chor & Orchester presentaron en el Palau de la Música de Barcelona, el pasado 10 de marzo, una lectura sencillamente memorable.
La dulzura que los instrumentos originales imprimieron a la obra fue solo la cara exterior de una interpretación balanceada y meticulosamente construida por Hengelbrock. Así, por ejemplo, los balances entre coro y orquesta —que en números como el Gloria o el mismo Kyrie inicial suelen ser problemáticos, debido sobre todo a una orquestación demasiado compleja y potente— encontraron en su dirección la transparencia y la fluidez necesarias. La masa coral, lejos de ser anulada por la orquesta, se fundió en un todo compacto y perfectamente equilibrado.
Las fugas, abundantes y complejísimas, resonaron fluidas y bien resueltas gracias a unos tempos orgánicos que permitieron al coro respirar lo más cómodamente posible en una obra tremendamente exigente para ellos. Beethoven utiliza al coro en toda su amplitud y le demanda el máximo, tanto en potencia como en rango de tesitura. Sin miramientos de ningún tipo, lo lleva al extremo de sus registros, haciéndolo cantar repetidamente el la agudo y, en algunos casos, incluso llevándolo hasta el si bemol inmediatamente superior.
Para semejante aventura, Hengelbrock contó con un conjunto coral espléndido, que fue el verdadero protagonista de la noche. Era maravilloso ver el aplomo, la musicalidad y la flexibilidad expresiva con que el Balthasar-Neumann-Chor afrontó esta obra; encaramándose, ligeros y con una afinación perfecta, en las más intrincadas fugas sin que la calidad del sonido se resintiera, para luego, si la obra lo pedía, cantar dulcemente en los más estremecedores pianísimos.
La orquesta sonó espléndida, rotunda y perfectamente empastada, con una sección de cuerdas precisa y unas maderas sencillamente maravillosas. Mención especial merecen las trompas naturales, que tuvieron una noche de ensueño, lo que no es baladí debido a la complejidad y lo traicionero de su ejecución. El concertino del conjunto, el español Pablo Hernán Benedí, estuvo realmente afortunado en su hermoso solo en el Benedictus de la Missa. Sin el brillo estridente al que nos tienen acostumbrados las grabaciones con instrumentos modernos, supo imprimir ensoñación y lirismo al momento, con una sonoridad refinada y casi mórbida, llena de poesía.
El cuarteto vocal en su conjunto fue realmente notable, destacando sin duda la soprano Regula Mühlemann, que posee un hermoso timbre, con agudos cristalinos y brillantes, además de buen gusto en los matices. La mezzosoprano Eva Zaïcik cuenta también con un hermoso timbre, aunque en algunos pasajes más graves se vio algo mermado, sin perder nunca eficacia ni potencia sonora. De voz potente y penetrante, Julian Prégardien brilló sobre todo en algunos pasajes del Agnus Dei, donde su delicado manejo de los matices y la seguridad de su fraseo dieron enorme relieve a la interpretación. Lamentablemente, el británico Gabriel Rollinson no terminó de redondear su lectura de la obra, ya que, pese a un timbre inicialmente hermoso, en pasajes más exigentes su voz se quedó corta en potencia, llegando a sonar más bien engolada y con falta de brillo.
La suma de todos estos elementos hizo de la ocasión vivida un evento realmente memorable, pues no es habitual disfrutar de una interpretación de tan alto nivel de una obra tan compleja y exigente. Una interpretación realmente sublime. Seguimos.
Profundidad, hondura, perfección técnica fuera de toda duda y un compromiso emocional inmenso son adjetivos con los que describir la manera en que Hélène Grimaud construye sus conciertos y recitales. Nacida en Aix-en-Provence en 1969, con apenas 13 años fue admitida como alumna en el Conservatorio de París. Unos pocos años después llegaron múltiples premios y la posibilidad de hacer una sólida carrera que Daniel Barenboim apadrinó cuando, en 1987, la invitó a tocar con la Orquesta de París.
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Su figura delicada, de andar pausado, transmite una serenidad notable. Lo cierto es que, si bien sus maneras son siempre comedidas y educadas, a lo largo de su carrera ha sabido defender frente a grandes nombres del medio su postura a nivel estético y ello le ha acarreado más de algún problema. Quizás la más sonada de estas historias y que revela el grado de integridad que siempre la ha caracterizado sea el desencuentro que tuvo en 2011 con Claudio Abbado a propósito de la cadenza que había de quedar registrada en una grabación realizada por ambos artistas de un concierto para piano de Mozart. En un principio, Abbado había dado por zanjado el tema al dar directamente la orden de colocar la cadenza original escrita por Mozart, a lo que Grimaud se negó en redondo pues deseaba colocar otra escrita por Busoni, argumentando que la elección de la cadenza recaía en ella exclusivamente. El resultado fue que la invitación a participar en el exclusivo Festival de Lucerna y un concierto en Londres fueron cancelados.
Siempre se ha caracterizado por la intensidad de sus interpretaciones. Tiene una notoria sintonía con el repertorio del romanticismo alemán, y en particular con Brahms, a quien conoce muy hondamente. Su manera de tocar es vigorosa y muy apasionada; es imposible quedarse al margen en un recital suyo. Como muestra de ello, cabe recordar que, durante el concierto inaugural del Festival de Bonn de 2010, mientras Grimaud bordaba una hermosa lectura del segundo movimiento del Emperador de Beethoven, un espectador sufrió un infarto que afortunadamente solo quedó en un susto.
Su vida se mueve entre las salas de conciertos de todo el mundo, por las que transita con paso tranquilo y una sonrisa modesta y comedida, y la libertad que un refugio para lobos en peligro de extinción en el estado de Nueva York, del cual es fundadora, le aporta a esta extraordinaria pianista, que siempre ha mantenido a lo largo de su ya larga carrera una congruencia y una fidelidad a sí misma y a lo que cree que son muy de agradecer. Cuando se asiste a un concierto suyo, no solo se escucha a una increíble artista, sino a un ser humano verdaderamente admirable, lo cual en los tiempos que corren es cosa aún más excepcional.
El pasado lunes 27 de mayo, el Palau de la Música de Barcelona recibió a esta excepcional artista con un lleno casi total. El programa presentado ante el público catalán giró en torno a las tres grandes “B” del repertorio tradicional y que en el caso particular de Grimaud son autores absolutamente esenciales para entender su carrera. Arrancando con la Sonata nº 30 de Beethoven, continuó sumergiéndose en los Intermezzos op. 117 y Fantasías, op. 116 de Brahms para concluir con la transcripción de Busoni de la mítica Chacona de la Partita nº 2 de Bach.
El común denominador de todo el programa es la exploración sonora, la utilización del piano y sus capacidades para la expresión de los más hondos pensamientos de sus autores. La velada arrancó con la Sonata nº 30 en mi mayor, op. 109, donde Beethoven experimenta a partir de la forma establecida de la sonata clásica con el sonido y con las capacidades expresivas del piano. Los dos primeros movimientos, hermosos y perfectamente construidos, preparan la llegada del tercer y último, donde el maestro hace la apuesta más ambiciosa y de mayor calado, ya no solo por su profusa longitud, sino por el tipo de lenguaje con que construye la pieza. Una constante búsqueda y el deseo inmenso de comunicarse con sus semejantes son los principales rasgos que marcan esta sonata en su totalidad, siendo muy evidente esto sobre todo en su tercer tiempo. Beethoven se vale de fugatos trepidantes, pasajes llenos de lirismo y periodos de un virtuosismo de muy altos vuelos para romper los límites de la forma en pos de una mayor libertad expresiva, dando al sonido como fenómeno físico un protagonismo absoluto, pasando por encima de cómo las ideas se organizan y generan una configuración estable, el contenido sobre la estructura, la expresión sobre la configuración.
Brahms es para Grimaud un autor talismán, lo entiende al punto de autodefinirse como “musicalmente alemana” pese a ser orgullosamente francesa. Sus obras aparecen constantemente en sus conciertos y recitales desde el inicio de su brillante carrera. La elección de los opus 116 y 117 fue más que pertinente, pues estamos hablando de un Brahms en estado puro y porque además el conjunto de piezas que integran ambos trabajos mantiene una profunda congruencia con la sonata op. 109 de Beethoven. Estamos, de nuevo, ante dos obras de profunda reflexión personal y donde su autor, a manera de un extenso soliloquio, buscará a toda costa comunicar un mensaje trascendental para él, lleno de matices, rodeado de luces y sombras como la existencia misma.
En el caso de Brahms, el autor romántico que mejor y más conoce las formas musicales de su tiempo, esta búsqueda significa sumergirse en lo profundo de su alma, y construir su obra a través de formas simples como el intermezzo o el capricho. Estas estructuras simples -un A B A- le permiten confrontar materiales contrastantes y trabajar en profundidad con ellas de manera casi exhaustiva. El op. 117 no guarda una gran dificultad a nivel técnico, pero exige del intérprete una implicación emocional muy elevada. Grimaud, que ya nos había regalado una impecable lectura de la sonata beethoveniana, nos conmovió muy hondamente con su lectura de los tres intermezzos. Tempos más que apropiados, inteligencia a la hora de exponer las partes de los intermezzos, inspiración y profundidad a la hora de hacer cantar al piano, poderío sonoro, así como delicadeza y contención cuando las piezas lo demandaban, son solo algunos de los rasgos que jalonaron una interpretación primorosa de esta obra otoñal del maestro alemán.
Tras la media parte, llegó el op. 116, colección ambiciosa y multicolor de caprichos e intermezzos de un muy notable virtuosismo técnico, en los que Brahms continúa esa búsqueda y experimentación sonora que habíamos conocido ya en el opus anterior. Aquí los retos técnicos son a ratos inmensos, ya no solo por la complejidad o el posible virtuosismo de su escritura, sino porque muchas veces Brahms exige que, mientras un complejo entramado armónico es expuesto, una ligera y sentida melodía cante sobre esa urdimbre que ocupa al mismo intérprete. Todo es orgánico y natural, no hay nada forzado, falso o aparatoso, todo nace de la misma esencia de la música y apela a la fibra más íntima de nuestros corazones.
Grimaud, justo al finalizar el último capricho de la obra y sin dar espacio para la ovación que se estaba preparando, atacó de inmediato con la Chacona de la Partita Nº 2 en re menor de Bach, en una magnífica transcripción fechada en 1892 por Busoni. La sala por un instante contuvo el aliento y, muy poco a poco, los acordes de la obra comenzaron a resonar por todas partes.
Ya la obra en su versión original para violín ha embriagado a generaciones enteras por la apabullante fuerza que emana y el ingenio con que está escrita cada una de las variaciones que la integran. Escrita en 1720, Bach explora a fondo el violín y lo hace cantar el más doloroso canto en memoria de su recientemente fallecida esposa Maria Barbara, desaparecida mientras él se encontraba ausente de su hogar, realizando un viaje de trabajo. Ya el tema inicial, solemne y de marcado sabor elegíaco, con sus hermosas líneas cromáticas descendentes, nos cautiva con solo escucharlo. Tras su exposición van apareciendo una tras otra las sorprendentes variaciones que el maestro realiza sobre este tema y que muy lentamente nos llevan a internarnos en una espesa selva o navegar en un proceloso mar donde las olas por momentos son terriblemente amenazadoras y otras donde la paz y el sosiego nos invaden y nos llevan a un estado casi de éxtasis. Esta obra es como una gran espiral que muy lentamente comienza su andadura y que pliegue tras pliegue nos lleva por sensaciones absolutamente desconocidas para nosotros.
Busoni, al transcribir la obra al piano, se autoimpuso lograr que el piano pudiera expresar lo que el violín en su escritura original. El resultado es una transcripción que, aunque en más de un sentido traiciona el lenguaje de Bach, conserva el mensaje del maestro. En ese trasvase, la fuerza y la implicación emocional se conservan intactas, el poderío sonoro del piano no diluye la soledad que el austero sonido de un violín solo puede transmitir. La construcción original es muy sólida y la adaptación al nuevo instrumento está muy bien realizada, pero como toda traducción, hay espacios que sin remedio se pueden ver traicionados o, como mínimo, distorsionados. Quizás uno sea el excesivo uso del pedal que muchos pianistas hacen, buscando dar más sonoridad a su lectura; el transparente fluir de las melodías de la obra se emborrona y lo que antes era transparencia y austeridad, dolorosa expresión del espíritu, ahora es grandilocuencia y virtuosismo fatuo. Grandes nombres han interpretado esta obra y muchos han caído en este exceso, algo que no es imputable a la transcripción de Busoni, sino al simple hecho de transcribir, trasladar una obra musical pensada para un instrumento determinado, con unas características físicas específicas que dan a esa música una manera de resonar en el espacio, y con ello, someterla a una nueva realidad sonora, con diferentes posibilidades, muchas de ellas inexistentes antes.
Grimaud es una maravillosa excepción, siempre elegante en su utilización del pedal, con un toque limpio y muy transparente, interpretó la transcripción de Busoni, pero sin perder de vista siempre a su versión original. Nunca llevó al límite la sonoridad del piano, jamás emborronó la prístina transparencia de la obra. Las variaciones fueron sucediéndose una tras otra de manera orgánica y fluida, arrancando del silencio una emocionalidad casi inefable, poesía hecha música, rasgando ese delicado velo de trascendencia y así, por unos instantes, la inminencia de lo eterno se hizo presente entre los asistentes.
El público ovacionó notablemente emocionado a la maestra Grimaud, que correspondió con tres propinas: los Études-Tableaux 2 y 3 de Rachmaninov y la Bagatelle III de Silvestrov.
Memorable fin de temporada nos ha regalado BCN Clàssics en esta ocasión. La oferta que nos hace para la próxima es ciertamente muy atractiva, preparémonos para, pasado el verano, degustar tan apetitosos manjares. Seguimos.
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Fotografías cortesía de bcn classics. Fotógrafo Antoni Bofill
El Palau de la Música de Barcelona se convirtió en el escenario de una noche inolvidable el pasado lunes 22 de abril. Bajo la imponente cúpula del recinto, los asistentes fueron testigos de una velada cargada de emociones y virtuosismo, protagonizada por la Philharmonia Orchestra y el renombrado violonchelista francés Jean-Guihen Queyras.
Dirigida por el aclamado Masaaki Suzuki en sustitución del siempre recordado John Eliot Gardiner, la orquesta cautivó desde los primeros compases con la enérgica «Obertura Egmont» de Ludwig van Beethoven, donde dejó entrever su inmenso potencial musical. El maestro Suzuki, al que conocemos de sobra por sus extraordinarias lecturas de la obra de Bach, en un principio se le notaba desconectado de la orquesta, quizás incluso incómodo; pero conforme la obertura fue sonando, finalmente logró saltar esa especie de barrera sonora que lo alejaba del aparato orquestal, para llegar al final de la obra en pleno control de esta. Los poderosos acordes finales de la obertura Egmont llenaron la sala envolviendo a la audiencia en un torrente de emociones que precedió a la llegada de una obra realmente notable y que históricamente ha sido muy maltratada.
El violonchelista francés Jean-Guihen Queyras tomó el escenario con una elegancia digna de mención y del mismo modo abordó la lectura del «Concierto para violonchelo, op. 129» de Robert Schumann que fue sencillamente extraordinaria. Desde los delicados pasajes hasta los momentos más apasionados, Queyras deslumbró con su destreza técnica y su profunda conexión emocional con la música.
La obra, escrita en 1850, ha sido junto con muchas de las obras del maestro alemán relegada injustamente a un segundo plano. Ciertamente, el mismo Schumann no veía en esta obra un concierto para solista al uso, donde un solista se bate en terrible duelo musical con una masa orquestal y donde al final, tras una encarnizada lucha, las dos fuerzas muestran sus mejores lances virtuosísticos. En este caso, Schumann ya nos dice mucho con el título que originalmente había pensado para esta pieza: «Pieza de concierto para violonchelo con acompañamiento orquestal».
Finalmente, al publicarse en 1854, la decisión final del maestro fue la de llamarlo concierto, pero la realidad es que es una obra mucho más discreta en cuanto a virtuosismo se refiere y donde, sobre todo, notamos una vena lírica extraordinaria. Schumann deja de lado el virtuosismo per se y reclama del solista una implicación emocional absoluta, para hacer cantar a un instrumento tan expresivo como el violonchelo, que Schumann conoció de primera mano, al ser él mismo intérprete del instrumento desde la niñez.
En cuanto a la interpretación, podemos mencionar además de lo ya apuntado, la notable comunión entre la orquesta y el solista, destacando mucho la labor casi imperceptible de Masaaki Suzuki, que siempre estuvo atento y solícito, acompañando primorosamente a Queyras que estaba en estado de gracia.
Sin embargo, la noche aún deparaba más sorpresas. La Philharmonia Orchestra deslumbró con una ejecución impecable de la «Sinfonía Nº 6 en Re mayor, Op. 60/B.112» de Antonín Dvořák.
Inicialmente publicada en 1881 como su primera sinfonía, gracia a ser la primera que Dvořák logró ver publicada. Pero el maestro ya contaba con cinco sinfonías completas en su repertorio, las cuales no logró publicar en vida. Ahora bien la primera de la serie, se extravió al parecer tras enviarla a un concurso de composición en Alemania. En 1893, cuando Dvořák enumeró todas sus sinfonías en la portada de su inolvidable novena sinfonía, esta primera composición quedó omitida, desencadenando un prolongado desajuste en la numeración de su obra sinfónica. En 1923, el manuscrito original de la primera sinfonía reapareció en la biblioteca de un coleccionista privado, pero para entonces ya existían dos sistemas de numeración en uso: uno establecido durante la vida del maestro, que designaba su ahora sexta sinfonía como la primera, y otro que surgió al incluir en el catálogo oficial las sinfonías que Dvořák no había logrado publicar. Este cambio originó que la sinfonía en Re mayor pasara al quinto puesto en la numeración. Finalmente, en 1961, la primersinfonía en Do menor fue publicada y la sinfonía en Remayor fue colocada en su posición actual y definitiva en el catálogo de obras del compositor.
La obra es el producto de un compositor ya maduro en todos los sentidos, pues ya domina perfectamente el oficio tanto de la composición de ideas musicales, como el refinado arte de la orquestación. Dvořák, que cuando escribe esta obra está llegando a la cuarentena, lo hace en plena madurez, demostrando con suma autoridad el grado de maestría al que ha llegado tras muchos años trabajando en las sombras. La deuda que esta obra tiene con la Sinfonía num. 2 en Re mayor Op.73 de J. Brahmses más que evidente; no en vano, el compositor alemán lo había apadrinado y se había constituido en su mentor y amigo. Dvořák le correspondió sumergiéndose muy profundamente en la obra de este y descubriendo los mecanismos internos de su lenguaje sinfónico, mismo que trasladó a su propia obra.
Las secuencias armónicas, la manera de orquestar, la forma en que trabaja los temas y construye la obra, todo nos habla de un conocimiento muy hondo del oficio por parte de Dvořák pero a través de la obra de Brahms. Simplemente hace falta observar las similitudes tanto en la tonalidad de ambas partituras y las indicaciones de movimiento que son en los movimientos externos exactamente los mismos, para descubrir lo antes mencionado. De cualquier modo, esta evidente deuda es solo un punto de partida, una plataforma en la que el genio de Dvořák se apoya para generar una obra simplemente magnífica y que lamentablemente se ejecuta muy poco.
Desde los exuberantes paisajes sonoros hasta los momentos más íntimos y reflexivos, la orquesta demostró por qué es considerada una de las mejores del mundo y la labor de Masaaki Suzukifue realmente notable. Quizás la claridad de su gesto ganaría si se decidiera a utilizar batuta, pues acostumbrado a trabajar básicamente música barroca, y en particular música coral, la totalidad del programa lo dirigió con sus manos y el nivel de conexión con la orquesta es muy diferente cuando se utiliza o no una batuta. Estamos absolutamente convencidos de que la orquesta hubiera ganado en brillo y concisión de haber hecho este pequeño gesto. De cualquier modo, la Philharmonia Orchestra realizó una interpretación realmente brillante de esta fantástica sinfonía.
El público premió a los músicos con entusiasmo al término de la ejecución, reconociendo el talento y la pasión desplegados sobre el escenario. Tras varias y repetidas ovaciones, Masaaki Suzuki concedió una propina: la poética Danza Eslava número 2 en mi menor del op. 72 de A. Dvořák, que resonó en toda su profundidad y elegancia, perfumando con su delicado aroma todo el ambiente.
En definitiva, el concierto del pasado lunes 22 de abril en el Palau de la Música de Barcelona fue mucho más que una simple actuación musical. Fue un encuentro con la belleza y la profundidad de la música, que quedará grabado en la memoria de todos los presentes como una noche de esplendor artístico y emocional. Seguimos
A inicios de 2023, una fuerte gripe padecida por uno de los más brillantes pianistas del momento privó a los aficionados de Barcelona de disfrutar de un concierto largamente esperado. Eugeni Kissin, que acababa de dar un maravilloso concierto en Madrid el 13 de febrero del pasado año, anunciaba unos días después que le era físicamente imposible presentarse en Barcelona el día 17, pues se encontraba severamente enfermo. Asimismo, se anunció por parte de BCN Clàssics que el maestro buscaría una nueva fecha para que los aficionados catalanes pudieran escucharlo en vivo. Ya se sabe que con artistas de este nivel, buscar una nueva fecha no es cosa de unas semanas, sobre todo si pensamos que este tipo de músicos vive con su vida planificada a varios años vista. Así que, una cierta desilusión nos invadió a varios.
Con mucho agrado descubrimos que en la presente temporada de conciertos 2023-2024, BCN Clàssicsfinalmente había logrado programar a Eugeni Kissin, que por cuarta ocasión colabora con ellos, efectuando tal concierto el pasado 8 de enero. Con un Palau de la Música absolutamente lleno, Barcelona se rindió a uno de los mejores pianistas de las últimas generaciones.
El programa del recital se abrió con la Sonata nº 27 op. 90 de L. van Beethoven, a la que siguió el Nocturno op. 48 nº 2 y la Fantasía en Fa menor op. 49 de F. Chopin. Tras un intermedio de veinte minutos, la segunda parte continuó con las 4 Baladas op. 10 de J. Brahms para concluir con la Sonata nº 2 de S. Prokófiev. Un programa realmente exigente y muy variado, que le permitió desplegar ante el público barcelonés un amplio abanico de posibilidades tanto técnicas como estilísticas, que dejaron claramente el extraordinario artista que es sin duda Eugeni Kissin.
Hablar de Kissin a estas alturas del partido es hablar de un artista al que acompaña una mística muy especial, pues en él confluyen numerosos elementos que lo hacen sencillamente excepcional, entre ellos están: una apabullante perfección técnica; una facilidad casi milagrosa para casi cualquier pasaje endiablado que se materializa con una naturalidad pasmosa; una solidez conceptual preclara a la hora de construir cada una de las obras que aborda; una sonoridad siempre balanceada, sin el más mínimo atisbo de exceso. A esto se suma una sobrecogedora capacidad expresiva en sus matices, pues lo mismo logra atronadores fortísimos, como delicados pianissimos; un escrupuloso y siempre atinado gusto por la articulación correcta y el fraseo adecuado; en fin, ya lo ves, querido lector, la lista es larga, pero muchos son los méritos del maestro y es que cuando se está ante un artista de semejante categoría, uno se siente irremediablemente impelido a decir y glosar los enormes méritos que le adornan.
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El programa prometía mucho desde la primera obra, que en este caso fue la Sonata nº 27 op. 90 de L. Van Beethoven, sonata de transición en la obra del maestro de Bonn, donde su lenguaje pianístico se vuelve más experimental e íntimo, nutriéndose de texturas nunca antes exploradas. La música gana en complejidad armónica y densidad sonora. Beethoven, tras varios años sin componer una sonata para piano, inicia el camino que conducirá a obras tan icónicas como la Hammerklavier o la Op. 111.
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Kissin supo abordar los dos movimientos de la obra con una serenidad y una musicalidad casi sobrecogedoras. Penetró en la compleja madeja de pasajes contrapuntísticos que la constituyen, manejando con absoluto control las tensiones y distensiones necesarias para articularlas en algo sólido y conmovedor. Diferenciando con una sonoridad precisa y clara, pero sin caer en estridencias, el matiz y el sentido de cada una de las voces de esta pieza, y a su vez aglutinándolas cuando así lo requería la música. Nos llevó del brillo y la alegría del inicio de la sonata a la relajación y la paz del final, pero pasando por un mundo de tensiones y emociones.
Chopin es un autor al que Kissin ha dedicado grandes momentos de su carrera. Sus interpretaciones tanto de los nocturnos, valses, conciertos y en general de toda la obra del maestro polaco son simplemente referenciales. La noche del 8 de enero maravilló al público de Palau con dos hermosas interpretaciones del Nocturno op. 48 nº 2 y de la Fantasía en Fa menor op. 49, obras que entre ellas guardan una estrecha relación, al ser escritas en la misma época vital del maestro, pero que discurren por caminos diferentes.
El nocturno es una obra que, pese a su inmensa expresividad, se mantiene dentro de unos límites bien marcados por la misma forma del nocturno. Chopin maneja deliciosamente las posibilidades que esta estructura le aporta y juega con los cromatismos internos de la armonía, para sobre ellos desplegar una hermosa y lírica melodía en la primera parte de la pieza. La distensión y un cierto aire de candor llenan la música en su segunda parte, que contrasta con la primera, a la que volverá después de que esta concluya, llenando nuevamente el ambiente de una exquisita y delicada melancolía.
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La fantasía, por el contrario, tiene sólo como margen la misma imaginación del creador. Chopin en este caso, pese a lo difuso de los límites formales que la estructura parece darle, concibe un entramado formal muy sólido y nítido, para que ello sirva de contenedor de una de las obras más vehementes y dramáticas de su catálogo.
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Kissin bordó ambas partituras, mostrándose delicado y comedido en la primera; cuidando mucho los matices y los delicados contrastes, además de lucir un fraseo perfecto, regalando a la concurrencia una lectura simplemente deliciosa por su elegancia y elocuencia. Para la fantasía el reto fue mayor y las tensiones y todo el dramatismo que la obra encierra, se desplegó libremente. Así, tras, por ejemplo, la lenta y pausada introducción en fa menor, sorprendió enormemente el impetuoso agitato siguiente, al que Kissin imprimió una fuerza muy notable, apoyando su despliegue armónico en unos sólidos y robustos bajos que cimentaron todo el pasaje, para dar paso a un etéreo lento sostenuto, que abordó con calma y serenidad, embriagando a la sala con la delicadeza de una música casi beatífica. El regreso de las convulsiones y el dramatismo de uno de los pasajes más apasionados de la obra nos llevó al delicado final con que concluye esta partitura que Kissin conoce tan profundamente.
Tras la media parte, el turno fue para las Cuatro Baladas op. 10 de J. Brahms, fantásticas muestras del inmenso talento de un joven Brahms que acababa de trabar relación muy estrecha con el matrimonio Schumann, con todo lo que esto trajo tanto para él, como para el ya consagrado Robert Schumann y su esposa, la genial Clara Wieck. Cada una de las cuatro baladas muestra a un Brahms que, pese a su juventud – apenas 21 años-, es ya un compositor con un lenguaje muy personal, poseedor de un oficio consumado y que conoce todos los secretos del piano.
Las Cuatro Baladas pertenecen al primer período creativo del maestro dentro de su obra pianística. Están por llegar obras tan brillantes y virtuosísticas como las Variaciones y fuga sobre un tema de Händel, op. 24 o los profundamente reflexivos Tres intermezzi per a piano, op. 117. Las Baladas son obras de una belleza sobrecogedora, destacando por su sereno lirismo y su inspirada profundidad.
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Sin menoscabo del resto, la cuarta de ellas, el Andante con moto, fue donde el maestro, alcanzó uno de los momentos más conmovedores de la noche, pues con un «touché» preciso y sutil hizo cantar la melodía evocadora que, marcada por Brahms con esta precisa indicación «col intimissimo sentimento ma senza troppo marcare la Melodia», Kissin conmovió a todo su auditorio, por la delicadeza, la belleza, la sutileza con que abordó el pasaje, en un ejercicio de pura filigrana y musicalidad exquisita
Tras las mieles de tan delicada obra, siguió la rotunda y colosal Sonata nº 2 de S. Prokófiev, obra igualmente juvenil de su autor, que en el momento de su escritura era ya un absoluto virtuoso del piano, conocedor de todos los mecanismos y los resortes más íntimos del instrumento. La Sonata nº 2 es una obra trepidante, llena de enormes retos técnicos para su interpretación. Donde confluyen y se reconcilian felizmente elementos aparentemente disímiles y que formarán parte del sello distintivo de su autor. Así, bajo una estética evidentemente neoclásica, escuchamos ritmos frenéticos, contrapuntos que se mezclan chocando unos con otros, tejiendo una urdimbre compleja y delirante por momentos.
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Kissin, gran conocedor de Prokófiev, desplegó todo su arsenal técnico y firmó una colosal lectura de la pieza, culminando el concierto por todo lo alto. El cuarto movimiento, en particular, fue simplemente sorprendente, pues abordó esta tocata llena de furia, con un brío contagioso. Desplegando los arpegios, saltos, adornos, acordes y ritmos martilleantes con una precisión pasmosa, siempre manteniendo el fuego y el brío marcado desde el inicio. Así, al concluir la obra, remató la velada con un final absolutamente trepidante que arrancó una rotunda ovación en el público congregado en la sala del Palau de la Música.
Imagen ANTONI BOFILL
Generoso, agradeció el calor del público catalán y regaló varios bises: primero escuchamos la Mazurka en Do sostenido menor op.63/3 de Chopin, posteriormente la Marcha de Prokófiev, concluyendo la noche con el Vals núm. 15 en La bemol mayor op.39, de Brahms.
Esperamos ya de nueva cuenta poder escuchar a Eugeni Kissin por Barcelona. Por el momento, para los interesados, para el 19 de marzo hay la oportunidad de escucharle en Madrid en dúo con el barítono Matthias Goerne. Siempre valdrá la pena hacer un viajecito a la Villa y Corte para disfrutar de un concierto de semejantes músicos y de paso hacer alguna escala, quizás por el Prado. No suena nada mal. ¿Os animáis? Seguimos.
Fotografías cortesía de bcn classics. Fotógrafo Antoni Bofill