El Palau de la Música de Barcelona se convirtió en el escenario de una noche inolvidable el pasado lunes 22 de abril. Bajo la imponente cúpula del recinto, los asistentes fueron testigos de una velada cargada de emociones y virtuosismo, protagonizada por la Philharmonia Orchestra y el renombrado violonchelista francés Jean-Guihen Queyras.

Dirigida por el aclamado Masaaki Suzuki en sustitución del siempre recordado John Eliot Gardiner, la orquesta cautivó desde los primeros compases con la enérgica «Obertura Egmont» de Ludwig van Beethoven, donde dejó entrever su inmenso potencial musical. El maestro Suzuki, al que conocemos de sobra por sus extraordinarias lecturas de la obra de Bach, en un principio se le notaba desconectado de la orquesta, quizás incluso incómodo; pero conforme la obertura fue sonando, finalmente logró saltar esa especie de barrera sonora que lo alejaba del aparato orquestal, para llegar al final de la obra en pleno control de esta. Los poderosos acordes finales de la obertura Egmont llenaron la sala envolviendo a la audiencia en un torrente de emociones que precedió a la llegada de una obra realmente notable y que históricamente ha sido muy maltratada.

El violonchelista francés Jean-Guihen Queyras tomó el escenario con una elegancia digna de mención y del mismo modo abordó la lectura del «Concierto para violonchelo, op. 129» de Robert Schumann que fue sencillamente extraordinaria. Desde los delicados pasajes hasta los momentos más apasionados, Queyras deslumbró con su destreza técnica y su profunda conexión emocional con la música.

La obra, escrita en 1850, ha sido junto con muchas de las obras del maestro alemán relegada injustamente a un segundo plano. Ciertamente, el mismo Schumann no veía en esta obra un concierto para solista al uso, donde un solista se bate en terrible duelo musical con una masa orquestal y donde al final, tras una encarnizada lucha, las dos fuerzas muestran sus mejores lances virtuosísticos. En este caso, Schumann ya nos dice mucho con el título que originalmente había pensado para esta pieza: «Pieza de concierto para violonchelo con acompañamiento orquestal».

Finalmente, al publicarse en 1854, la decisión final del maestro fue la de llamarlo concierto, pero la realidad es que es una obra mucho más discreta en cuanto a virtuosismo se refiere y donde, sobre todo, notamos una vena lírica extraordinaria. Schumann deja de lado el virtuosismo per se y reclama del solista una implicación emocional absoluta, para hacer cantar a un instrumento tan expresivo como el violonchelo, que Schumann conoció de primera mano, al ser él mismo intérprete del instrumento desde la niñez.

En cuanto a la interpretación, podemos  mencionar además de lo ya apuntado, la notable comunión  entre la orquesta y el solista, destacando mucho la labor casi imperceptible de Masaaki Suzuki, que siempre estuvo atento y solícito, acompañando primorosamente a Queyras  que estaba en estado de gracia.

Sin embargo, la noche aún deparaba más sorpresas. La Philharmonia Orchestra deslumbró con una ejecución impecable de la «Sinfonía Nº 6 en Re mayor, Op. 60/B.112» de Antonín Dvořák.

Inicialmente publicada en 1881 como su primera sinfonía, gracia a ser la primera que Dvořák logró ver publicada. Pero el maestro ya contaba con cinco sinfonías completas en su repertorio, las cuales no logró publicar en vida. Ahora bien la primera  de la serie, se extravió al parecer tras enviarla a un concurso de composición en Alemania. En 1893, cuando Dvořák enumeró todas sus sinfonías en la portada de su inolvidable novena sinfonía, esta primera composición quedó omitida, desencadenando un prolongado desajuste en la numeración de su obra sinfónica. En 1923, el manuscrito original de la primera sinfonía reapareció en la biblioteca de un coleccionista privado, pero para entonces ya existían dos sistemas de numeración en uso: uno establecido durante la vida del maestro, que designaba su ahora sexta sinfonía como la primera, y otro que surgió al incluir en el catálogo oficial las sinfonías que Dvořák no había logrado publicar. Este cambio originó que la sinfonía en Re mayor pasara al quinto puesto en la numeración. Finalmente, en 1961, la primer sinfonía en Do menor fue publicada y la sinfonía en Re mayor fue colocada en su posición actual y definitiva en el catálogo de obras del compositor.

La obra es el producto de un compositor ya maduro en todos los sentidos, pues ya domina perfectamente el oficio tanto de la composición de ideas musicales, como el refinado arte de la orquestación. Dvořák, que cuando escribe esta obra está llegando a la cuarentena, lo hace en plena madurez, demostrando con suma autoridad el grado de maestría al que ha llegado tras muchos años trabajando en las sombras. La deuda que esta obra tiene con la Sinfonía num. 2 en Re mayor  Op.73 de J. Brahms es más que evidente; no en vano, el compositor alemán lo había apadrinado y se había constituido en su mentor y amigo. Dvořák le correspondió sumergiéndose muy profundamente en la obra de este y descubriendo los mecanismos internos de su lenguaje sinfónico, mismo que trasladó a su propia obra.

Las secuencias armónicas, la manera de orquestar, la forma en que trabaja los temas y construye la obra, todo nos habla de un conocimiento muy hondo del oficio por parte de Dvořák pero a través de la obra de Brahms. Simplemente hace falta observar las similitudes tanto en la tonalidad de ambas partituras y las indicaciones de movimiento que son en los movimientos externos exactamente los mismos, para descubrir lo antes mencionado. De cualquier modo, esta evidente deuda es solo un punto de partida, una plataforma en la que el genio de Dvořák se apoya para generar una obra simplemente magnífica y que lamentablemente se ejecuta muy poco.

Desde los exuberantes paisajes sonoros hasta los momentos más íntimos y reflexivos, la orquesta demostró por qué es considerada una de las mejores del mundo y la labor de Masaaki Suzuki fue realmente notable. Quizás la claridad de su gesto ganaría si se decidiera a utilizar batuta, pues acostumbrado a trabajar básicamente música barroca, y en particular música coral, la totalidad del programa lo dirigió con sus manos y el nivel de conexión con la orquesta es muy diferente cuando se utiliza o no una  batuta. Estamos absolutamente convencidos de que la orquesta hubiera ganado en brillo y concisión de haber hecho este pequeño gesto. De cualquier modo, la Philharmonia Orchestra realizó una interpretación realmente brillante de esta fantástica sinfonía.

El público premió  a los músicos con entusiasmo al término de la ejecución, reconociendo el talento y la pasión desplegados sobre el escenario. Tras varias y repetidas ovaciones, Masaaki Suzuki concedió una propina: la poética Danza Eslava número 2 en mi menor del op. 72 de A. Dvořák, que resonó en toda su profundidad y elegancia, perfumando con su delicado aroma todo el ambiente.

 

En definitiva, el concierto del pasado lunes 22 de abril en el Palau de la Música de Barcelona fue mucho más que una simple actuación musical. Fue un encuentro con la belleza y la profundidad de la música, que quedará grabado en la memoria de todos los presentes como una noche de esplendor artístico y emocional. Seguimos