Mi generación creció, musicalmente hablando, escuchando las grabaciones que Mitsuko Uchida realizó de los conciertos y sonatas Mozartianos. Cuando algún afortunado conseguía alguna grabación nueva -normalmente el que más recursos económicos tenía – se convertía en el compañero más asediado y solicitado del conservatorio. Todos soñábamos con llegar algún día a tocar tan solo una frase con la elegancia y el garbo de Uchida. Nos maravillaba sobre todo la naturalidad con que sonaba aquella catarata sonora, que juzgábamos inocentemente sencilla y que al enfrentarnos con la partitura original, descubríamos complejísima en todos los sentidos, lo que reformaba nuestra absoluta admiración por ella.
Para un servidor fue conmovedor ver el pasado 11 de enero en el Palau de la Música de la capital catalana, a Mitsuko Uchida acompañada por la Mahler Chamber Orchestra interpretar dos de aquellos conciertos del genio de Salzburgo, que de joven escuché hasta casi rayar el disco. En concreto me refiero a el Concierto para piano núm. 5, K.175 y el núm. 25, K 503. El programa se completó con la ejecución de la magnífica sinfonía de cámara Núm. 1, op.9 de A. Schönberg.
Reservada y muy discreta como siempre lo ha sido, Uchida en su doble papel de solista y directora, fue recibida con una verdadera ovación por el público que practicante abarrotó el Palau. Los que esperábamos una noche memorable, no fuimos defraudados, porque corroboró con creces por qué es para muchos, uno de los referentes absolutos en cuanto a la obra Mozartiana.
El primer concierto es una obra juvenil, pese a tener el número 5 en la sucesión de los conciertos de Mozart. Realmente es el primero que escribió como obra autónoma. El virtuosismo que esta obra reclama, está muy lejos de lo que actualmente entendemos por tal, ya que es de hecho una obra más próxima a la música de cámara, que cuenta con un instrumento solista que apenas se está desarrollando en sus posibilidades expresivas. Es una pieza simplemente encantadora, por la que Mozart siempre sintió predilección y que interpretó frecuentemente a lo largo de su vida. Fresco y de un optimismo contagioso, ha sido a lo largo de los años muy mal entendido, pues se le ha visto como poco complejo y con ello se le ha trivializado en exceso. Uchida logró quitar años y años de malas lecturas y presentó una interpretación simplemente conmovedora, acompañada en todo momento por una orquesta de primer nivel, que, sobre todo, me sorprendió no solo por su alto nivel artístico, sino porque hacía mucho, pero mucho tiempo, que no veía a un grupo de músicos sonreír abiertamente, llenos de una extraña y contagiosa felicidad, tocando una obra de Mozart.
Mucho se ha escrito sobre la manera tan peculiar de Uchida de dirigir, y circulan algunos videos en clave satírica al respecto. Ciertamente si uno se queda con lo que ve solamente, podría incluso, estar de acuerdo con los que tanto la critican. Pero la labor que ella realiza con los grupos con los que trabaja – y son unos cuantos, todos del más alto nivel – se lleva a efecto en los ensayos. Es ahí donde la magia tiene lugar. La visión general de las piezas, los matices, la dirección por las que discurren sus interpretaciones, están marcadas al milímetro por ella y los músicos que integran las agrupaciones musicales, son sus colaboradores. La inmensa gama de matices y de texturas que logra, las pequeñas fluctuaciones en los tempos, los delicados tejidos contrapuntísticos que como por ensalmo de repente aparecen, son cosas que ha pulido muy arduamente con la orquesta en horas y horas de ensayo. Uchida es mucho más que una pianista virtuosa, es una música del más alto nivel con una concepción muy profunda de las obras que presenta.
La primera parte del concierto se completó con la lectura de la Sinfonía de cámara núm.1, op.9 de A Schönberg, primorosamente realizada por 15 miembros de la Mahler Chamber Orchestra, guiados por su concertino, el alemán de origen brasileño Jose Maria Blumenschein. La agrupación lució sólida, rotunda, conocedora de cada uno de los entresijos de una partitura extraordinariamente compleja. Escrita en 1906, marcó el último linde que su autor tocó, justo antes de iniciar la aventura dodecafónica. De marcado aire tardo romántico es, sin lugar a duda, una obra genial, que exige de sus intérpretes un altísimo nivel técnico y de una absoluta compenetración para salir victorioso de la empresa que supone su interpretación. Schönberg lleva al límite no sólo al sistema tonal en esta obra, al ordenar sus acordes por cuartas justas y no por la tradicional tríada, sino que además, pide a los músicos que obtengan texturas nuevas, que se mezclen y se contesten ágilmente en un diálogo fluido, que solo se detiene cuando la obra llega a su fin, manteniéndolos en un estado constante de tensión y entrega. En muchos sentidos, es una obra que desde el inició te toma violentamente por las solapas y reclama todo de ti, dejándote al concluir, con una sensación mezcla de plenitud y agotamiento emocional por la experiencia. Imagine usted si esto causa en la audiencia, lo que supone para sus intérpretes.
El concierto para piano núm. 25, K.503 de W.A.Mozart fue la obra con que Mitsuko Uchida y la Mahler Chamber Orchestra concluyeron la velada, realizando una lectura simplemente perfecta de una de los grandes conciertos del genio de Salzburgo. De una complejidad y densidad inmensamente mayores que el primer concierto interpretado en la velada, el concierto núm. 25 es para muchos, la obra de referencia en el género de su autor, sin menoscabo claro esta, del resto de sus conciertos. En él confluyen de manera afortunada, un lenguaje pianístico maduro, de un virtuosismo del más alto nivel, con un desarrollo sinfónico pleno y una musicalidad delicada y elegante. Uchida bordó la pieza, dando cátedra a todos los que esa noche le aplaudimos a rabiar.
Hay algo de maravilloso en ver envejecer con tanta grandeza a los que fueron tus referentes en los años de formación. Te muestran que siempre, siempre se puede continuar creciendo, que el camino nunca acaba y que precisamente ahí está lo fantástico de su recorrido. Schönberg ya lo decía en su tratado de armonía, cuando puntualiza que lo que hace valioso el camino del arte, no es llegar a un punto determinado, sino recorrerlo y disfrutar de él. Mitsuko Uchida es la viva imagen de esas palabras, siempre creciendo, siempre en la búsqueda. Por ello continuará siendo para muchos un absoluto referente de cómo conducirse en este mundo, y lo seguirá siendo hasta que exhale su último aliento. Seguimos.
Uno de los más importantes directores mexicanos del último medio siglo, cuyo nombre no mencionaré por no venir a cuento, contaba en tono jocoso que tras recibir durante un tiempo prolongado clases de Sergi Celibidache, este asistió a un concierto dirigido por el entonces director en ciernes. Tras el concierto, y ya en el camerino, contaba que lleno de recelo, le pidió a Celibidache su opinión sobre lo que había escuchado y visto. El veredicto del maestro fue demoledor y certero, le dijo: «has hecho todo mal, pero los músico te siguen, puedes dedicarte a dirigir perfectamente».
Esta divertida anécdota vino a mi memoria el pasado 14 de diciembre, tras ver unos minutos al maestro Santtu-Matias Rouvali al frente de la Philharmonia Orchestra en un concierto que tuvo lugar en el Auditori de la capital catalana. Las primeras impresiones no suelen ser confiables, y en el que caso de nuestro maestro quedó patente, pues en un primer golpe de vista, tienes la impresión de que está haciendo algo mal, cuando realmente, lo que sucede es que Rouvali, pertenece a otro tipo de directores que tiene muy poco que ver con la imagen tradicional y romántica del director autoritario e iluminado que encandiló al público por décadas. A Rouvali los músicos lo siguen y de qué manera, porque es realmente un espléndido director. Más aún, estamos hablando de un fantástico músico que sabe ver dónde hay que ver y atender, dónde hace falta atender, dejando de lado la imagen afectada e inspirada que todos tenemos en la retina cuando pensamos en el director arquetípico. Rouvali no es que se equivoque y los músicos lo sigan ciegamente como si fuera un flautista de Hamelín, más bien Rouvali hace las cosas de otra manera tremendamente efectiva.
Imagen ANTONI BOFILL
Tener la oportunidad de escuchar a la Philharmonia Orchestra es un absoluto lujo. Pertenece a ese reducido grupo de orquestas, que han colaborado a construir la historia reciente de la música. Algunas de sus cientos de grabaciones son absolutos documentos históricos. Solo hay que recordar que nombres como los de Karajan, Klemperer o Muti, por solo mencionar un puñado, están íntimamente ligados a esta agrupación británica, que cuenta con un sello muy propio de hacer y entender la música. Ahora bien, si a lo anterior, le sumamos que la solista invitada es Yuja Wang, la ocasión se convierte en imperdible y las personas que la noche del pasado 14 de diciembre prácticamente llenamos el Auditori, creo que así lo entendimos, pues el ambiente previo al inicio del concierto era el de una cierta expectación por disfrutar de un programa sumamente atractivo.
El romanticismo ruso fue el hilo conductor que vertebró el programa. De P. I. Chaikovski pudimos disfrutar a manera de grandes pilares que enmarcaron el concierto, dos de sus mas importantes obras: para iniciar la velada escuchamos la Obertura fantasía Romeo y Julieta, concluyendo con la Sinfonía Núm. 4 en fa menor, Op. 36. El Concierto para piano Núm. 1 en fa sostenido menor, Op. 1 de S. Rajmáninov fue la tercera pieza que completaba este programa y que está de hecho, muy vinculada estilísticamente con resto de las obras ya mencionadas.
Sin lugar a duda, el gran atractivo de la noche era poder escuchar a Yuja Wang. La impresionante carrera internacional que está construyendo, la ha colocado como una de las más importantes pianistas del momento. La virtuosa mezcla que encontramos en ella, entre perfección técnica y musicalidad a raudales, es poco frecuente de ver. La noche del 14 de diciembre no defraudó. Desde hace ya tiempo Wang interpreta con normalidad el primer concierto de Rajmáninov, obra maravillosa del romanticismo ruso y que indudablemente tiene sus raíces en P.I. Chaikovski, autor al que Rajmáninov reverenció durante toda su vida, pues ejerció una inmensa influencia sobre él, no solamente en lo musical, sino también a nivel personal. Este concierto, que lleva el número uno de su catálogo, fue revisado y reestructurado por su autor en 1917, ya con toda la experiencia que los años dan. La pieza mantiene la energía y la magia de la juventud, trabajadas por el rigor y el oficio de un compositor maduro. El primer concierto es una obra técnicamente reservada a pianistas del más alto nivel, que ha sido opacado por los dos conciertos que le siguen, que son sobradamente célebres. El mismo Rajmáninov se quejaba amargamente de que en Estados Unidos, cuando él ofrecía tocar este concierto, siempre notaba una cierta desilusión , pues realmente esperaban escuchar el segundo o el tercer concierto de piano.
Yuja Wang realizó una lectura de esta obra, simplemente impresionante, mostrando una perfección técnica pasmosa y una integridad y amor a la música que por momentos sobrecogieron a los asistentes. Pese a sus ya famosos vestidos, y todas las controversias que estos han traído a su carrera, Wang es una artista de tal envergadura que realmente uno concluye que estas son cuestiones que solo sirven al marketing y a llamar la atención sobre su persona, estando ella realmente en otra dimensión de las cosas. Lo anterior es muy notable cuando se le ve tocar en vivo. Sobrecoge ver el grado de concentración al que llega en una actuación. Pareciera que cada partícula de su ser estuviera siendo canalizada en generar ese torrente impresionante de música que nos inunda a los que tenemos la fortuna de escucharla. Por momentos, es como si Wang, estuviera en una dimensión alterna, donde, desde la intimidad, desde ese jardín secreto al que solo ella puede llegar, mostrará su esencia más profunda a través de la música que el resto escuchamos asombrados .
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El público congregado en la sala ovacionó de pie eufórico su entrega, y ella retribuyó con tres espléndidas propinas; en primer lugar de F. Liszt, su arreglo para piano solo del fantástico lied de F. Schubert “Gretchen am Spinnrade”, después escuchamos de la Sonata Núm. 7 de S. Prokofiev “Precipitao” para concluir con la “Toccatina” Op. 40 de N. Kapustin.
Tras la media parte el foco del concierto recayó de nueva cuenta en la Philharmonia Orchestra y en su director titular el joven Santtu-Matias Rouvali, que ya en el inicio de la jornada había realizado una buena lectura del Romeo y Julieta de Chaikovski, obra exigente a nivel técnico sobre todo para la sección de cuerdas, pero que está dentro de ese grupo de obras que diríamos, son agradecidas de tocar. Piezas que hacen que una buena orquesta brille intensamente porque todas las virtudes que esa agrupación pueda tener quedan al descubierto. No fue la excepción en este caso, dejando de manifiesto la enorme calidad de la agrupación británica. Caso diferente es la 4ª sinfonía, que pese a ser una de sus obras más famosas, por sus innegables méritos artísticos, es una obra de complejo abordaje para cualquier agrupación sinfónica. La constante presencia de síncopas, el delicado trabajo de matices orquestales, el frecuente fluctuar del tempo, en largos y sutiles rubatos, entre otros muchos elementos, hacen que la sinfonía sea una partitura muy compleja de enfrentar, aunque estemos hablando de una gran orquesta. Para el directo en cuestión, es una prueba de suficiencia lograr generar el delicado equilibrio que hace tan especial esta partitura.
Rouvali que pertenece, como lo he mencionado en el inicio, a otra estirpe de directores, es un hombre de estatura media, mesurado en sus gestos, casi frio por momentos, que no deja ver ningún tipo de afectación emotiva en su actuación que puede llegar a parecer distante o incluso desgarbada. Ahora bien, si uno observa con mayor detenimiento, descubre que su mirada, sus gestos, y en general, su atención, se concentra ahí donde hace falta estar. No se recrea en la hermosa melodía que el solista en cuestión expone para deleite de todos, si no que cuida y guía a las voces que por debajo sustentan al instrumento que ahora brilla. No baila y se solaza en patéticas gesticulaciones de tipo heroico, si no que parca, pero muy efectivamente, con movimientos cortos y bien marcados, cuida que los cimientos que soportan todo el edificio orquestal se mantengan en perfecto estado. Al verlo me recordó mucho las recomendaciones que R. Strauss hacía sobre cómo dirigir correctamente una orquesta, haciendo hincapié sobre que un buen director tenía que transpirar lo menos posible, procurando no distraer con sus presencia o gestos al escucha, para que este se concentrara en lo que de verdad importa: la música.
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Cuadro uno ve y escucha el trabajo de este joven maestro, en una primera impresión llega a pensar, equivocadamente, que está haciendo realmente poco, o que directamente se está equivocando, como mencionaba en la historia arriba narrada, pero a los pocos minutos, uno tiene la firme imagen de estar ante un músico íntegro, que tiene muy claro lo que quiere entregar al público que ha venido a escucharle y sabe perfectamente que tiene que hacer para cumplir con su objetivo estético. Sin estridencias, sin dramatismos románticos que solo distraen al personal, Rouvali, cimbró profundamente el corazón de los ahí congregados, pues hizo sonar de una manera increíble a una de las más importantes orquestas del mundo. Sin duda, uno de los mejores conciertos del año, su sabor aún puede paladearse en el regusto tan grato que dejó por la calidad y sobre todo, por la hermosa promesa que la juventud de tan notables intérpretes nos hacen a los que amamos la música. Estamos pues de enhorabuena. Seguimos.
Fotografías cortesia de bcn classics. Fotógrafo Antoni Bofill.
En enero de 1735 G.F. Haendel estrenó con gran éxito “Ariodante” en el Covent Garden de Londres. Era el primer título que presentaba para las temporadas del teatro londinense, después de su sonado fracaso como director del King’s Theatre en 1734. En esta nueva empresa, tendría que competir contra la Opera of the Nobility apoyada por el Príncipe de Gales, que mantenía un largo pulso contra su padre el rey Jorge II, quien apoyaba tácitamente al compositor, y que era una especie de continuación de otro pulso, que el mismo rey Jorge había mantenido con su padre, el finado Jorge I.
Haendel sabía lo que se jugaba en todos los sentidos, y se aplicó a fondo en esta nueva empresa, alumbrando una obra que es una colección de hermosas y sorprendentes arias, engarzadas por una trama donde los celos y el deseo sexual laten en cada acción.
Es Haendel en estado puro. Música de una belleza indescriptible, que trasciende, que supera los ornamentos y los formalismos con los que se presenta ante nosotros en apariencia. La trama, simple y lineal, sacada de uno de los grandes textos del momento, el Orlando Furioso de Ariosto, es redimensionada por esta música. Los personajes simples y predecibles del libreto de Antonio Salvi, se vuelven creíbles y humanos , pues la musica les aporta verdad dramática. Donde antes solo existía retórica vacía, ahora hay un ser humano sufriendo u odiando con todo su ser. Donde antes solo había forma, ahora hay un maravilloso contenido.
Como buena ópera barroca, Ariodante tiene como uno de sus principales cometidos, lucir a un personaje del resto que aparecen en la obra. Este personaje, solía ser interpretado por un castrato, al que se le encomendaban las arias más importantes y difíciles de la obra. Haendel, había tenido en Senesino, su gran cómplice vocal, pero éste, por temas económicos, se había pasado a la competencia. Para el Divo italiano el maestro había escrito sus mejores papeles protagónicos, y cuando se supo del divorcio entre los dos personajes, muchos en Londres apostaron por el fin de la carrera operística Haedel. Este responde en Ariodante con contundencia, confiando en un nuevo castrato: Giovanni Carestini que, aun sin el fuste del primero, defendió maravillosamente las nuevas obras escritas por el maestro.
La obra contaba además con la novedad de tener varios números de ballet. Tal ocasión era posible gracias a que el Covent Garden contaba con una compañía de baile dirigida por la entonces celebérrima Marie Sallé y que era realmente un auténtico lujo. El resultado fue un éxito rotundo en esa temporada de 1735 con 11 representaciones -todo un bombazo para la época- y la reposición en el cartel de la nueva temporada de 1736. Después de esta fecha, la nada, como tantas y tantas obras célebres en su momento, Ariodante cayó en el olvido hasta un tímido resurgimiento en 1926, para ser de nuevo escuchada en Birmingham en 1964.
En las décadas de los 80 ‘s y 90’ s varias puestas en escena la pusieron de nuevo en circulación, para dar paso a la programación de la obra en versión concierto. Tal fue el caso el pasado 3 de noviembre en el Palau de la Música Catalana en que, teniendo como cabeza de cartel al contratenor argentino Franco Fagioli, se presentó ante el público barcelonés, que la recibió con grandes aplausos al final de las más de tres horas de concierto.
Fagioli cumplió todas las expectativas que de él se tenían en su papel de Ariodante. Cantante de una depuradísima técnica vocal, asombró en cada una de sus arias, todas de una enorme dificultad técnica, en tanto había sido escritas en su momento para un virtuoso vocal como Carestini. Comparativamente hablando, es inmensa la diferencia en la complejidad técnica que podemos encontrar en las 6 arias escritas para este papel, en comparación con el resto de los personajes. Ariodante no tiene una sola aria sencilla o de fácil abordaje. Quien defiende este papel ha de ser un fuera de serie en todos los sentidos, de lo contrario, para la tercera aria, el agotamiento y el más espantoso ridículo está asegurado. Fagioli es extraordinario, cuenta con un control de su voz y la pone al servicio de la música. Su color vocal es voluptuoso, pero no demasiado denso, ya que puede abordar con ligereza cualquier tipo de ornamento. De presencia evidentemente histriónica, su desempeño en el escenario recuerda mucho a la gran Cecilia Bartoli, cayendo por momentos en la sobreactuación, pero sin por ello distraer al público de la música. Quizás la única cosa que podríamos objetar al inmenso artista que es Franco Fagioli, es la inexplicable actitud de solo pisar el escenario del Palau para cantar sus arias, abandonándolo justo después. Era como si por momentos Fagioli, interpretara no solo a Ariodante, sino también a uno de esos Divos castrati que cuándo se aparecían en el escenario para cantar sus arias lo hacían reclamando la admiración y el aplauso del público congregado. No lo sé, solo especulo. Cosas de un cooltureta.
Mélissa Petit en el papel de Ginevra cuenta con un timbre muy sonoro y que corrió espléndidamente por toda la sala. Posee elegancia y muy buen gusto al ornamentar, resolviendo las arias de dificultad con absoluta autoridad. Sarah Gilford, con una voz llena y potente, unos agudos muy brillantes y sonoros, cantó una Dalinda maravillosa. Su registro grave sin embargo, sufrió un poco, pues faltó definición y peso en las notas del registro, lo que fue compensado con una técnica notabilísima y una musicalidad a flor de piel. La mezzo Luciana Mancini encargada de interpretar al malvado Polinesso, tuvo una buena noche. Quizás sea, junto con el tenor norteamericano Nicholas Phan quien tuvo a su cargo el papel de Lucarnio, las voces más discretas del elenco. Mancini pose una voz carnosa y muy rotunda, con unos graves plenos y de mucho peso, pero sus agudos se desdibujaron, además de perder agilidad en algunos de los pasajes de mayor complejidad de sus arias, lo cual no restó ni un ápice el aplomo y la seguridad con que se desempeñó en el escenario, sacando adelante un papel complejo y quizás un poco ingrato.
En su primera aria “Del mio sol vezzosi rai…” Phan mostró una voz aterciopelada y llena de matices, muy apta para este repertorio. Abordó los agudos de la obra con suma elegancia, sin caer en estridencias, ni gritos innecesarios, ornamentando con muy buen gusto y en estilo. Lamentablemente “Il tuo sangue, ed il tuo zelo…” tercera de sus arias se le atragantó, sobre todo en las zonas de mayor ornamentación, perdiendo agilidad en la voz, bajando sensiblemente el tempo de la obra y terminando notablemente cansado tras la interpretación de dicha aria.
Alex Rosen finalmente fue el encargado de presentar el papel de rei d’Escòcia. Con una voz impresionante, el bajo norteamericano tuvo una noche de absoluta excepción. Su voz llenó hasta el último rincón de la sala de conciertos, con un registro grave potentísimo además de muy ágil, interpretó todas sus arias con absoluta solvencia, además de poseer una presencia escénica más que notable.
Pero la verdadera estrella de la noche en mi apreciación fue sin duda la orquesta Il Pomo d’Oro, magníficamente dirigida por el maestro George Petrou, que dio una cátedra de musicalidad y buen hacer en todos los sentidos durante toda la velada. Con una sonoridad que podríamos describir por momentos de rugosa, áspera y llena de una potencia sorprendente, acompañaron siempre sensibles y atentos a cada uno de los cantantes en el decurso de la obra. Como hasta el mejor puede tener algún error, podríamos mencionar de pasada el leve patinazo que tuvieron en la reexposición de “Neghittosi or voi che fate” incidente que fue resuelto por la rápida intervención del maestro Petrou, que supo reaccionar casi de inmediato, dejando en casi imperceptible el percance.
Il Pomo d’Oro fue sin duda el elemento fundamental para que la magia que esa noche se vivió fuera posible. Con una madurez musical absoluta, son uno de los grupos de “música antigua” que más y mejor brillan en la actualidad y el jueves 3 de noviembre, demostraron ante el público barcelonés, el porqué de su enorme prestigio.
El público que llenó en un 80 por ciento la sala del Palau de la Música ovacionó de pie a todos los artistas y mientras éstos entraban y salían, yo pensaba lo irónico que era pensar que cuando se estrenó Ariodante hace ya casi 300 años, el maestro se lo estaba jugando todo a esta carta. La situación incluso política en la corte inglesa era realmente poco favorable para él. Esa noche ganó y asombró a todos los que lo daban por amortizado. Mucho tiempo ha pasado ya y Haendel sigue ganando y sorprendiendo, y después de ver lo visto esta noche de noviembre en Barcelona, me temo que seguirá siendo así aun por mucho, mucho tiempo. Seguimos.
Es curioso como a un mismo evento, dos personas pueden darle una lectura absolutamente diferente. Me ocurrió hace algún tiempo con un estimado alumno, en un concierto en el Palau de la Música. Aquella había sido una gran velada. Aquel distinguido artista había realizado un memorable concierto y había conmovido en extremo nuestra almas. A la salida, en las inmediaciones del bar del Palau vi la imagen del mencionado alumno, que al reconocerme, contestó a mi saludo e hicimos por contactar. Yo le manifesté mi absoluto entusiasmo por lo vivido hacía unos pocos minutos y él se unió a mi apreciación, pero, lo hizo con un velo de cierta tristeza que me sorprendió. Seguimos charlando entusiasmados y cuando llevábamos ya un rato, me confesó : “me ha gustado tanto, que me ha hecho preguntarme sobre lo que estoy haciendo en el piano”. Aquello me dejó frío cuando lo escuché. El chico continuó explicándome que estaba muy frustrado, porque se había dado cuenta de que él jamás tocaría así de bien. La sensación de estar perdiendo lo invadia, pues sentía que jamás lograría ni el nivel técnico, ni mucho menos el musical, de aquel celebérrimo artista del que habíamos disfrutado un espléndido concierto. Al final, incluso deslizó la idea de dejar el piano.