«El Rey Daniil»

«El Rey Daniil»

El origen de los actuales recitales pianísticos lo podemos encontrar, como tantas cosas de nuestra actual práctica musical, en el siglo XIX. Parece ser que fue Liszt quien, a partir de las bohemias tertulias poético-musicales que solían darse en aquellos años, y en las que el virtuoso maestro solía embriagar a sus asistentes con toda clase de sortilegios musicales, depuró la idea de encontrar un espacio privilegiado en el que un solista y su público tuvieran acceso a un lugar donde la magia de su piano desplegara todos sus encantamientos.

El recital de piano moderno nace de esta idea: transportar, afectar hasta la médula a sus asistentes, con la ejecución de un programa en el que el artista protagonista permitiera a los oyentes el acceso al jardín del Elíseo a los congregados para escucharle.

Este esquema ha ido pasando con los años y, con mayor o menor fortuna, se ha mantenido casi intacto. Dependiendo del pianista en cuestión, la velada podía ser una privilegiada cita con las musas o una amigable entrega a Morfeo, pero dentro de la práctica musical actual, el formato del recital, pese a todo, no tiene visos de evolucionar hacia una propuesta diferente.

Ahora bien, para que un recital de piano hoy día subyugue realmente, las cualidades del pianista deben ser muy notables. No es fácil mantener inmerso a un público como el actual, rodeado de constantes estímulos (hiperactividad, móviles, redes sociales, etc.) y acostumbrado a estos estímulos frenéticos a lo largo del día. De nada sirven las vehementes súplicas de los auditorios en todo el mundo para apagar el móvil y encontrar un pequeño paréntesis de tranquilidad. Siempre, siempre, hay algún «distraído» que se olvida de apagar el móvil y que, además, tiene la «mala suerte» de que le llamen en el momento menos oportuno para el resto de la concurrencia, rompiendo muchas veces ese sacrosanto momento de silencio beatífico que se había creado.

Así, con un auditorio hiperestimulado y con una capacidad de concentración más bien baja, plantear un programa de poco más de dos horas de música para piano solo es, sin duda, una proeza. Querido lector, espero poder ser bien entendido, no estoy hablando de pasar de algún modo más o menos atento dos horas sentado en una butaca de un hermoso auditorio o teatro, escuchando un poco por encima la agradable música que un señor con notables dotes musicales hace. En absoluto, me refiero a pasar casi con embeleso dos horas de nuestras vidas de una manera absolutamente inmersos y sin posibilidad de escapar, en un estado casi de gracia, y eso, querido lector, en la actualidad es cada vez más difícil de lograr, por las causas, entre otras muchas, que mencioné antes.

Daniil Trífonov lleva tiempo demostrando que es capaz de afrontar con absoluta solvencia el reto de realizar recitales de piano solo y lograr aquellas ensoñaciones cuasi mágicas que Liszt había planteado en los orígenes de esta práctica. Lo que lo constituye en casi un taumaturgo del piano, pues obra en su público verdaderos milagros internos, además de crear absolutos  prodigios musicales, solo accesibles a unos pocos en la historia.

Escuchar a Trífonov en vivo es, sin duda, toda una experiencia que hay que vivir para entender cabalmente lo que es un artista con mayúsculas. Pese a sus escasos 32 años, Trífonov ha logrado crear ya en torno suyo una cierta mística, que lo une a nombres como Sokolov o Kisin, aunque al oírlo tocar y analizar su abordaje de las obras, el recuerdo más marcado es sin duda el de Horowitz. Todos rusos, cierto, y todos unidos por una colosal y sólida tradición de hacer y vivir la música.

 El pasado 29 de noviembre, en el Palau de la Música de la ciudad de Barcelona, Daniil Trífonov presentó un programa sorprendente, extenso y muy variado, que permitió disfrutar de la enorme paleta expresiva y demostrar que es un todo terreno. Hacer convivir en un mismo programa la Suite en la menor de las Nouvelles Suites pour le clavecín de Rameau con la Hammerklavier de Beethoven no es tarea fácil, y Trífonov logró leer en lo más profundo de cada una de las cuatro obras seleccionadas y, siendo fiel a sus autores y al mensaje encontrado en ellas, transmitirlo a los congregados en la sala de conciertos.

No es mi deseo aburrir al paciente lector que lee estas letras y por ello no abundaré en detalles demasiado técnicos de cada uno de los movimientos de las obras, aunque materia hay y mucho, porque en cada una de las piezas, Trífonov realizó una lectura profundamente personal, y es justo ahí donde radica parte de la magia de este pianista, que se toma algunas libertades interpretativas, y en Rameau lo hizo y mucho, pero lo hace con tan sólidos argumentos musicales que la obra no sufre en su constitución más elemental, sino que surge al oído del oyente llena de vida y robustecida por la lectura que hace.

Un ejemplo claro de lo anterior, como lo hemos mencionado, fue su interpretación de la obra de  Rameau, que a los más puristas quizás pueda parecerles demasiado afectada o que no respeta ciertas tradiciones interpretativas de la época, pero es que ya el solo hecho de tocar estas obras en piano, estamos casi hablando de una transcripción; los recursos expresivos del piano modernos nada tienen que ver con los del clave que conoció Rameau. Así, Trífonov abordó la pieza, ya desde la allemande inicial en un tempo muy amplio, deleitándose en profusas ornamentaciones que la obra requiere y que son el corazón expresivo de la misma. Esta música, en su concepción original, al ser tan delicada en su sonoridad, requiere que sus finas líneas melódicas, al exponerse, sean primorosamente ornamentadas, y en su conjunto, las diferentes danzas son una constante exigencia de control técnico y de balance en cada una de sus articulaciones. Trífonov logró sobradamente construir un paisaje perfectamente sobrio, sereno, en el que cada una de las partes estaba justamente en su lugar; cumpliendo su función, sumándose al todo y generando un conjunto realmente conmovedor.

Una de las sonatas maduras de Mozart, en concreto la escrita en fa mayor con el número de catálogo K 332, fue la obra que permitió apreciar la agilidad casi acrobática de Trífonov. Sobre todo en los dos movimientos extremos de la sonata, que  fueron abordados en tempos muy rápidos y decididos y ello no mermó en nada las posibilidades en cuanto a precisión y perfección técnica de su lectura. Dejándonos con un grato sabor de boca, al finalizar el Allegro assai final, sobre todo por su frescura y su saber crear los pertinentes contrastes entre los fortes y los pianos marcados por el compositor; todo esto dentro de una perfecta observancia de un depurado y elegante estilo interpretativo.

Las Variaciones serias op. 54 de Mendelssohn fueron la obra con la que cerramos la primera parte del concierto. Pieza llena de elegancia y virtuosismo a partes iguales, fue abordada con maestría por Trífonov, que logró una lectura simplemente fulgurante de ella. Trífonov tuvo en estas 17 variaciones la posibilidad perfecta de desplegar toda la intensidad de sus recursos técnicos, en las partes más rápidas y virtuosísticas, así como deleitarse con comedidos legatos, haciendo cantar con delicadeza las melodías más sublimes que esta obra encierra. Casi al final de la partitura, en la última variación, supo construir muy sabiamente la tensión necesaria, para que el final de la pieza, marcado en Presto, explotara en toda su dimensión, dejando un hondo impacto en la audiencia congregada.

El plato fuerte de la sesión, y hay que ver que lo que hasta ahora hemos escuchado no eran en ningún caso naderías o piezas de gabinete, fue la inmensa sonata «Hammerklavier» de Beethoven. Obra axial en la historia de la literatura pianística, en tanto que tras su publicación en 1819 esta sonata se transformó para las generaciones venideras en un verdadero eje, en un punto de referencia en cuanto a la verdadera comprensión del arte de tocar el piano. Fue precisamente Liszt, el «creador» del recital pianístico del que antes hablábamos, quien pudo abordar la obra plenamente por primera vez, al parecer en París en 1836, pues tras la muerte de Beethoven, ningún pianista había podido enfrentar el reto de interpretar  la obra.

 La «Hammerklavier» lleva al límite todos los recursos tanto técnicos como expresivos de sus intérpretes y Trífonov no defraudó, dando todo y más durante los más de cuarenta y cinco  minutos que dura la obra. La intensidad emocional, el absoluto dominio del instrumento y una concepción profundísima del sentido más hondo de la obra, son algunos de los elementos que podemos destacar de una interpretación simplemente pasmosa de esta colosal partitura.

Casos muy destacados fueron sin duda los dos movimientos finales de la sonata. El Adagio sostenuto  fue escalofriante. Escuchar la profundidad, la hondura y el inmenso sentimiento con que Trífonov se sumergió en este maravilloso movimiento cortaba la respiración. Era imposible escuchar aquello y no sentirse hondamente conmovido con aquella música, lo que además, siendo Trífonov muy amigo de los tempos trepidantes, sorprendió aún más, por lo reposado de su concepción de este movimiento.

La llegada del Allegro risoluto resonó en toda su contundencia y compleja estructura contrapuntística en manos de Trífonov lleno de un extraño sortilegio y cuyo apabullante final fue la palmaria muestra de la inmensa categoría artística de uno de los más grandes pianistas de la actualidad. La fuga final, pasaje de una complejidad absolutamente  endiablada, fue resuelto con una autoridad y una solvencia tanto técnica como musical arrolladora, causando en la concurrencia, al llegar el final, una atronadora aclamación a un artista de tal categoría.

Tras la inmensa ovación, pese a lo extenso y agotador del programa, Trífonov regalo dos propinas, ambos arreglos del mismo Trífonov al parecer de música del pianista de jazz Art Tatum.

Un increíble concierto que logró alturas celestiales en su segunda parte, motivo por el cual, cabe perfectamente el juego de palabras, teniendo como referente al antiguo testamento, con lo que  podríamos hablar ya del «Rey Daniil», que esperemos reine sobre el piano largos y venturosos años. Seguimos.

 

 

Foto de portada: Steve Pisano
MUSIC – Daniil Trifonov – Carnegie Hall
October 28, 2017, Carnegie Hall, New York, NY

Capuçon, o el arte de hacer hervir el agua tibia.

Capuçon, o el arte de hacer hervir el agua tibia.

Que esté todo en su lugar, no garantiza ese plus de algo más que hace que una interpretación sea extraordinaria. Cuantas veces, sobre todo en este mundo en que la perfección técnica es cada vez más frecuente en muchos músicos, uno escucha la lectura de una obra que podríamos calificar de «correcta», «profesional», fiel al texto del autor y sin embargo, quedarte como aquel que dice, ni frio ni calor.  Y es que querido lector, ya lo decía Mahler, y un servidor lo cita con profusión ya lo sé: “en la partitura está todo, menos lo más importante” y diría más, que para que suceda eso tan importante, o sea la música, hay que no solo leer lo que está escrito, si no percibir e integrar lo que no se puede escribir  en el texto y que sin embargo, está implícito y permite que la magia suceda al mezclarse con lo anotado en el mismo.

Un gran intérprete es no solo un músico que lee fielmente un texto, si no que recrea lo vivido y sentido por el autor de aquellas notas. El que trae al presente, al aquí y al ahora algo solo apuntando en un papel; el que, de nueva cuenta, en un escenario, permite que aquellos sonidos estallen en nuestro interior y nosotros percibamos el sentido profundo que estos tienen.

Mozart es un autor que suele retratar de cuerpo entero a sus intérpretes. Sus obras, son lo suficiente exigentes en todos los sentidos, para que el musico en cuestión al abordarlas, deje muy claro su nivel técnico y musical. Un claro ejemplo de lo  anterior, son los conciertos para violín del maestro. Obras de una magia y una frescura indescriptibles, que permiten apreciar con nitidez  la afinación, el manejo del arco, la manera de articular, la precisión en el fraseo, el sonido y su balance con la orquesta, entre otros muchos aspectos del solista que los aborda  y lo hacen de una manera descarnada, sin posibilidad de esconderse; por ello resultaba muy atractivo ver  que el programa presentado el pasado 16 de noviembre en el Palau de la Música por el violinista francés Renaud Capuçon en su doble papel de solista director de la Orquesta de Cámara de Lausanne comenzaba con el Concierto para violín n.º 5 en en La mayor, K. 219 del genio de Salzburgo, pues siempre se agradece enormemente la posibilidad de disfrutar la lectura de obras como estas, en manos de grandes maestros como Capuçon.

Capuçon es un fantástico violinista que cuenta con una carrera muy sólida y un prestigio muy bien ganado, lo que hacía, como habíamos apuntado, realmente muy interesante el poder escuchar su lectura de una obra tan notable como el concierto “ Turco” de Mozart.  Ya desde el inicio pudimos apreciar que estábamos ante una interpretación correcta e impecable, pero donde los contrastes y las tensiones que la obra tiene y de qué manera, no aparecían por ningún lado. Capuçon en su papel de solista, desplegó un sonido aterciopelado, elegante y bien timbrado, que delata su inmensa categoría violinística, pero, pese a que la música fluía con naturalidad, lo hacía de una manera más bien anodina, sin desplegar toda la magia que ella encierra. La orquesta, estupenda, integrada por músicos realmente brillantes, se mantuvo siempre comedida, sosteniendo un perfil subordinado a Capuçon y acompañándolo hasta el límite de nunca cubrirlo o ensombrecerlo en su discurso musical, con un sonido contenido, como si estuviera cubierta por un velo que nunca permitió que mostrara el brillo que una obra así requiere. En resumen, nos encontramos ante una interpretación correcta, muy solvente, limpia y elegante, pero que pasó sin pena ni gloria y que nos dejó un regusto de cierta decepción.

Imagen ANTONI BOFILL

Después de las alturas celestiales de un Mozart a las que no pudimos acceder del todo, como ya hemos descrito, fuimos conducidos a la intensidad y la insondable profundidad de una obra como Metamorfosis de R. Strauss. Compuesta en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, desde sus primeras notas, atrapa al oyente y lo conduce lentamente  por los desoladores parajes internos  de un  hombre, moralmente devastado, que ve como todo en lo que ha creído y para lo que ha trabajado en su vida, ha  dejado de existir; pervertido primero en manos de un régimen criminal como el nazi, y después, arrasado por una guerra que lo ha devastado todo.

Capuçon, condujo desde el atril de primer violín, a un grupo de espléndidos músicos de la orquesta suiza, que realizó una estremecedora lectura de esta partitura. El grupo muy bien ensamblado, alcanzó momentos de una intensidad increíbles y por momentos costaba creer, que estuviéramos  escuchando al mismo grupo orquestal que en la obra anterior, pues donde antes hubo contención, ahora escuchábamos intensidad sin límites y lo que antes fue un conjunto contenido y más bien anodino, ahora era literalmente un volcán sonoro en medio de la sala del Palau.  ¿Cuestión de afinidades artísticas, quizás? O quizás, la magia de la noche o del lugar; lo que es cierto es que al llegar al final de la obra, un final que se desvanece como la vida misma, el público supo acompañar al grupo orquesta en ese largo, largo silencio que hay entre la última nota dada y el primer y tímido aplauso que se escuchó en el recinto, y ello, es sin duda parte del sortilegio que contiene esta obra.

Imagen ANTONI BOFILL

Tras la media parte, el optimismo y la fuerza de la Sinfonía n.º 1 en Do mayor, op. 21  de L. V. Beethoven inundó el lugar, en una buena interpretación de Capuçon, que pese a no tener buenos recursos técnicos como director, pues su gestualidad era parca y desconcertante, supo pese a ello, trasmitir bien a los músicos su concepción de la obra  y construir una buena lectura de la misma. Tempos rápidos y muy bien mantenidos, fraseos bien realizados, contrastes muy bien abordados, son solo algunos elementos que permitieron a Capuçon construir una muy solvente interpretación de una sinfonía, en la que pudimos disfrutar ahora si, de la fuerza y el bien hacer de una espléndida orquesta como lo es la Orquesta de Cámara de Lausanne, pues en esta obra, afortunadamente Capuçon permitió que todas las aristas que jalonan esta primer sinfonía de Beethoven salieran a la luz y chocaran entre ellas. La orquesta se mostró espléndida, desplegando un sonido potente y muy bien balanceado, construido sobre la base de una cuerda que no abusó nunca del vibrato y acortó el uso de los arcos, permitiendo las articulaciones ligera y precisas y con ello el abordaje de los tempos rápidos  antes descritos.

 

El público congregado en el Palau ovacionó entusiasmado a los artistas y como regalo de estos al respetable, escuchamos una hermosa obra de Faure: su obertura de la suite Masques et bergamasques, obra llena de una extraña inocencia y frescura, con la que la velada concluyó agradablemente. Seguimos.

Imagen ANTONI BOFILL

Fotografías cortesía de bcn classics. Fotógrafo Antoni Bofill

Un músico que canta

Un músico que canta

Concluyendo con un mes de mayo para recordar en lo musical, Philippe Herreweghe al frente de la Orchestre des Champs Élysées se presentó en el Palau de la música con dos obras fundamentales en el repertorio sinfónico. Me refiero a la Sinfonía núm. 41 en Do mayor, KV 551, «Júpiter» de W.A. Mozart y la Sinfonía núm. 3 en Mi bemol mayor, op. 55, «Heroica» de L. Van Beethoven. Estamos hablando de sinfonías que el público tiene muy asimiladas en su acervo musical y que, por lo mismo, en algunos casos, no despiertan demasiadas pasiones entre ciertos sectores de la audiencia. Incluso, algunos calificaron de muy conservador el programa anterior y se declararon inaccesibles a ningún tipo de asombro ante la propuesta que nos hacía Herreweghe. Pero es que el maestro belga es un artista que cada obra que interpreta lo hace a una profundidad tal que hay que ser de hormigón armado para no vibrar de emoción ante algo tan bien concebido como lo que el pasado 31 de mayo pudimos escuchar en el Palau de la Música de Barcelona.

Dejando de lado que hablar de la Orchestre des Champs Élysées es hablar de una de las mejores orquestas de Europa, y que ello supone una solvencia técnica y musical fantástica, lo que hizo memorable la velada fue, sin duda, la manera en que Philippe Herreweghe abordó la lectura de un programa integrado por obras muy escuchadas pero exigente en todos los niveles y que precisamente por ello demanda del director una mayor profundidad, todo ello encaminado a quitar de la memoria colectiva tanta chabacanería como han sufrido estas obras.

 

Ambas obras son piezas claves en la construcción de la sinfonía como forma hegemónica durante más de un siglo tras los estrenos de ambas obras, pues las maravillosas sinfonías de un Anton Bruckner o de un Gustav Mahler beben directamente de  la «Júpiter» y la «Heroica». Pero, ¿en qué radica esta profundidad exigida al director a la hora de leer estos textos tan visitados por la tradición? La respuesta, a mi entender, pasa primero que nada por despojarse de toda lectura que tenga como referencia otras lecturas ya realizadas, por muy icónicas que estas sean. Artistas como Herreweghe tienen como único referente en su labor la partitura que ha dejado el compositor. Esta es leída con calma, con suma precisión, para lograr ir construyendo un todo, pero partiendo de la nota escrita por el autor y no por la lectura que de ella hayan realizado otros. De ello es relativamente sencillo darse cuenta en el anecdótico hecho de que, en el atril del director, antes de comenzar cualquier concierto dirigido por Herreweghe, nunca suele haber ninguna partitura preparada, como es muy frecuente ver en cualquier concierto al que acudamos. Es él, al salir al escenario, quien trae entre sus brazos su partitura personal, que al abrirla y si se tiene la suerte de este cooltureta de estar en una localidad lo suficientemente próxima a él, revela el análisis pormenorizado que hace de la obra, pues la partitura en cuestión está llena de colores e indicaciones muy precisas que durante la ejecución va viendo de reojo mientras pasa las páginas de esta.

Imagen ANTONI BOFILL

Ahora bien, es cierto que además  en su trabajo, Herreweghe se atiene a la tradición interpretativa de la época en que fueron escritas las diversas obras abordadas por él en los diferentes  programadas que realiza, y ello hace aún más compleja su labor, en tanto que ha de conocer lo más profundamente posible esa tradición o estos usos musicales, para a través de ese conocimiento desestimar lo que durante tanto tiempo se haya podido de manera equivocada hacer con ellas, se trata volver a las fuentes,  de acudir al origen de todo. En resumen, podríamos decir que artistas de su calibre hacen un doble trabajo, pues han de acudir al texto original del compositor, pero con la mirada que le da un conocimiento profundo del contexto musical en el que las obras se crearon y que es fundamental tomar en cuenta, pues es dentro de esa tradición que el autor creó su obra.

Con los años, Herreweghe ha ido concentrando sus gestos a la hora de dirigir un concierto. No suele marcar el pulso como muchos directores, sino que, con movimientos muy pequeños, algunos indicados con sus dedos, va construyendo, como si fuera arcilla, el sonido, las tensiones y distensiones de la partitura que conoce perfectamente. Suele estar muy atento a las partes donde la armonía va tejiendo, generando forma y estructuras. Pero, sobre todo, su enfoque es el de un músico que hace cantar a sus músicos. Sus respiraciones son naturales, sus fraseos orgánicos, precisamente porque casi podríamos decir que el maestro, antes de subirse al podio, ha cantado en su interior cada parte de la pieza abordada. Este enfoque le da una autenticidad inmensa, y convierte cada concierto suyo  en algo absolutamente genuino  en tanto que, en el acto de cantar, de respirar, todos los seres humanos vivimos físicamente el acto de tensar y el de relajar, clave fundamental a la hora de frasear, de colocar en su lugar los pesos y los contrapesos en toda obra musical. Herreweghe es un director que canta y hace cantar a sus músicos y con ellos nos hace cantar también a nosotros. Por que,  finalmente, la música es vivencia en estado puro, es estar aquí y ahora. Escuchando con atención  a Herreweghe no se puede estar en ninguna otra parte.

Seguimos.

Fotografías cortesía de bcn classics. Fotógrafo Antoni Bofill

“Dona nobis pacem, amén»

“Dona nobis pacem, amén»

Entre 1818 y 1819 un Beethoven ya en la última recta de su vida, casi totalmente aislado y en medio de una crisis personal inmensa, inicia la composición de un par de obras que marcarán de manera definitiva la historia de la música en occidente: me refiero a la Novena sinfonía op. 125 y a la Missa Solemnis op. 123.

 

Ambas obras son en muchos sentidos, grandes experimentos del maestro, pues, por una parte, nunca se había escrito una sinfonía con la participación de la voz humana y menos de una gran masa coral y, por la otra, Beethoven era casi un neófito en temas sacros, ya que apenas tenía experiencia en la composición de misas u obras de este corte. La vinculación de estas piezas es tal, que incluso casi se estrenan el mismo día:  el 7 de mayo de 1824 y digo casi, porque de la misa solo se pudo estrenar esa noche las tres primeras partes, pues a la Iglesia católica en Viena, le pareció del todo inconveniente que una obra sacra, se estrenara en un teatro y no en una iglesia.

 

Si bien es cierto que la Novena sinfonía es una obra realmente ambiciosa, la misa lo es en grado sumo. Entra en ese reducido grupo de obras que son prácticamente irrealizables tal y como las pensó su autor. Para hacernos una cabal idea de lo anterior, solo hay que reparar en que  maestros de la talla de Wilhelm Furtwängler, retirara de su repertorio la misa  al sentirse incapaz de hacer justicia a la partitura original. Las exigencias técnicas son tan altas y a ello se suman las de índole emocional que muchos, al igual que Furtwängler, claudican ante la aventura de navegar estas procelosas aguas. Solo unos pocos se han aventurado con éxito en la lectura de esta partitura, y cuando se tiene la oportunidad de estar presente, es casi como encontrar un trébol de cuatro hojas. Tal ocasión hay que experimentarla   como un momento en la vida, de eso que hay que recordar, porque si algo tiene esta obra, es que una vez que la escuchas desde dentro de tu ser, te marca de manera indeleble por la potencia de su mensaje.

 

En Barcelona tuvimos una de esa  ocasiones el pasado 21 de diciembre. Philippe Herreweghe se presentó al frente del Collegium Vocale Gent  y junto con la  Orchestre des Champs Élysées realizaron una sorprendente lectura de esta partitura en el Palau de la Música, que estuvo a punto de llenarse en su totalidad. Justo antes de dar inicio al concierto, que estaba anunciado se llevaría a efecto sin interrupciones, tras los aplausos de rigor  a la orquesta, coro y solistas,  Philippe Herreweghe tomó un micrófono y en catalán se dirigió a la audiencia, expresando su emoción de compartir con el público congregado en la sala la interpretación de una obra como la Missa Solemnis, pero a su vez avisando, que debido a que se encontraba enfermo y a 40 grados de temperatura, abandonaría el escenario un par de veces a tomar agua y quizás algún medicamento para poder hacer frente a tal reto físico. Huelga decir el efecto que esto causó en el público, que ya en otras ocasiones ha visto como este querido maestro, se ha presentado en malas condiciones físicas, pero ha cumplido con el compromiso establecido con un público que llena las salas, cuando él está anunciado.

Tras unos breves aplausos dio inicio la ejecución de la obra y aquello fue realmente memorable de vivir, porque logró presentar ante aquel público una obra de semejantes dimensiones y tales exigencias, en toda su dimensión, pero guardando siempre una apariencia sencilla y orgánica. Quien escuchó aquella interpretación, sin conocer los entresijos de la partitura es posible que se llevara la impresión de que la misa es una pieza sencilla de abordar, porque todas las zonas en que la misma suele dar verdaderos quebraderos de cabeza a los intérpretes estaban sumamente trabajadas. Así, por ejemplo, los balances entre coro y orquesta, que en números como el Gloria o el mismo Kyrie suelen ser problemáticas , debido a la potencia en la orquestación original del maestro, estaban perfectamente ajustadas. La masa coral lejos de ser anulada por la orquesta  en más de una ocasión se vio reforzada por ella y siempre se pudo escuchar nítida y claramente  los textos.

Las fugas que son abundantes y muy complejas siempre fueron abordadas con tempos casi perfectos, que permitían que el coro estuviese lo más cómodo posible, pero sin dejar que la obra se empantanara con velocidades demasiado lentas que solo ensucian y distorsionan el sonido. Así por ejemplo, la fuga del final del Credo, que es el movimiento más largo y desgastante de la pieza, y que inicia con el texto “Et vitam venturi saeculi amen” (y espero la vida eterna amén) es, sin lugar a dudas, una verdadera misión suicida para muchos. Su extrema dificultad estriba en que a cada compás las voces se cruzan en contrapuntos cada vez más y más complejos, que se tejen aparentemente en libertad, mientras además se les exige que canten en un registro muy incómodo y donde se desgasta muchísimo la voz, pudiendo en casos extremos degradarse la calidad de la misma y todo esto en un tempo marcado por Beethoven como Allegro con moto. Herreweghe logró que de esta mezcla casi imposible saliera algo profundamente emocionante y emotivo. La proclama de uno de los grandes dogmas de la fe cristiana:  la llegada de la vida en un paraíso supra terreno, por momentos se vivió gracias a esta música, que indescriptiblemente lo invadía todo y nos dejaba a muchos profundamente impactados.

 

El cuarteto de solista vocales, integrado por  la soprano Eleonore Lyons, la contralto Eva Zaïzick, el tenor Ilker Arcayürek, y el bajo- barítono Thomas Bauer, fue realmente notable. Con voces muy potentes y muy bien balanceadas, lograron fusionarse perfectamente.  En los cuatro casos estamos ante cantantes que lograron una lectura muy afortunada de la obra y que, en conjunto, crearon una segunda fuerza vocal  que unida al coro y la orquesta, aportaron mucha riqueza tímbrica a la interpretación de la misa. Como la obra está pensada en grandes bloques sonoros, no tenemos en ella arias destinadas al lucimiento de la voz de los solistas, Beethoven quería reflex ionar profundamente sobre los dogmas de la fe en que había sido educado y crecido, y presenta a los solistas en un todo compacto, como un cuarteto que suele cantar simultáneamente o en pequeños pero conmovedores solos. Uno de estos casos es sin duda el Agnus Dei que inicia con la voz del bajo al que se le unen por turnos el resto de las voces solista , siempre repitiendo el mismo texto  “Agnus Dei qui tollis peccata mundi miserere nobis” (cordero de Dios que quitas el pecado del mundo ten piedad de nosotros). Tradicionalmente se ha mencionado que Beethoven había indicado que este texto debía ser interpretado nerviosamente, aunque tal indicación no aparezca en la partitura urtext de la que disponemos. Lo siento, es que esta música sí que puede encontrar una buena descripción en las palabras que se le atribuyen al maestro Bruno Walter que dijo : “Dios es amor, pero el mundo es malvado y lleno de dolor: ese es el pensamiento último de la Missa Solemnis”

 

El final de esta aventura musical es la luz , pues de las penumbras del Agnus Dei, pasamos  con las palabras “dona nobis pacem” (danos la paz) a una música casi pastoral, llena de una felicidad plena y sosegada. Herreweghe transmitió precisamente esto, la paz, la luz de la que esta música está llena. Al punto  de que varios presentes en el público, no  lograron contenerse y sin esperar a que el maestro bajara del todo sus brazos, esperando que el último acorde resonara en toda su amplitud, comenzaron a ovacionar más que merecidamente a todos los artistas.

 

Creo que no puedo imaginar una mejor manera de terminar un año en lo musical, un año en el que muchas y muy hermosas cosas pasaron, al igual que otras terribles sin duda, pero, y esto es lo sorprendente, pues precisamente piezas como la Missa Solemnis te hacen vivir en una sola experiencia estética, ambas caras de la moneda que no es otra cosa que nuestra vida diaria.  A ratos luminosa y bella, a ratos amarga y terrible. Quizás, y ahí está, en parte,  la magia de estas obras, que logran reflejar  la profunda verdad que late en nuestro corazón, con todas sus contradicciones y al mismo tiempo con  toda su unidad . Muy Felices fiestas a todos. Seguimos

 

Anne-Sophie Mutter & friends —Haydn, Beethoven y Widmann

Anne-Sophie Mutter & friends —Haydn, Beethoven y Widmann

Con un programa realmente interesante, Anne-Sophie Mutter se presentará en el Palau de la Música Catalana el próximo jueves 20 de octubre. Quizás lo más relevante de este programa sea que nos permitirá descubrir una faceta nueva de la gran violinista alemana. Hasta ahora, cuando uno piensa en Anne-Sophie Mutter, piensa en una de las grandes solistas de las últimas décadas. Poseedora de una sonoridad llena, robusta, que puede atravesar verdaderos muros orquestales y que suele quitar el aliento precisamente por esta característica entre otras varias, cuando aborda conciertos como el de Brahms, Sibelius o Chaikovski. Pero en este programa, la maestra Mutter se presentará como la primer violín de un cuarteto de cuerdas, papel muy alejado de todo virtuosismo y que más bien requerirá de sus enormes habilidades como líder para agrupar al resto de músicos en un todo bien balanceado. 

Las obras seleccionadas por la maestra, nos dan muchas pistas de lo que podemos esperar de esta velada, que promete música con mayúsculas. En primer lugar, disfrutaremos de uno de los cuartetos del opus 20 de F.J.Haydn, en concreto el número 1 en Mi bemol Mayor que es una obra simplemente deliciosa. El grupo de 6 cuartetos que integran este opus es sin lugar a dudas, el primer gran hito dentro del surgimiento del cuarteto como una forma musical madura y con un largo trayecto por recorrer. Haydn experimenta muy afortunadamente con una escritura cada vez más atrevida en lo melódico, generando con ello además, relaciones de índole armónico  muy particulares entre los cuatro instrumentos. Al disfrutar de estas obras, descubrimos como las melodías en cada instrumento cantan de manera más y más independiente, pero guardando un profundo equilibrio con el resto del grupo. Estamos ya ante piezas que no buscan solo agradar y hacer pasar un buen rato, si no que miran mucho más lejos y con una mayor profundidad, estética necesitando de músicos solventes y con una musicalidad a flor de piel. 

La siguiente obra del programa es el cuarteto número 2 del opus 18 de L v Beethoven, obra juvenil del compositor, que si bien guarda muchas deudas musicales con Haydn, también es cierto que logra en esta obra una espléndida muestra del inmenso oficio que ya había logrado desarrollar  a los treinta años. El Cuarteto de cuerda n. ° 2 en sol mayor, op.18, núm. 2 (en realidad, el tercero) no es una pieza rompedora o que proponga ningún tipo de innovación formal,  ello no impide que sea una partitura pletórica de belleza y llena de una  música de la más alta calidad. Cierto, es un Beethoven que aún está viendo a sus referentes. Haydn sobre todo sobrevuela persistentemente a lo largo de toda la pieza pero, y esto también es fundamental tomarlo en cuenta, la firma de Beethoven siempre se adivina, quizás aún como una tenue insinuación, pero está en cada nota de la obra. 

La velada concluirá con el estreno en España de la obra de J. Widmann Cuarteto de cuerda núm. 6, “Study on Beethoven”, obra dedicada a la maestra Mutter y que es un profundo estudio sobre lo que el cuarteto de cuerdas  aún tiene por dar a nuestra época, utilizando la obra de uno de sus mayores referentes: Beethoven. Pero no solo es explorar en la forma, si no tambien sumergirse en su lenguaje y en  la tonalidad  misma como sistema, precisamente cuando para muchos  ya no tiene nada que aportar a nuestra época, ni al arte de hoy en día. 

El mismo compositor lo expresa de esta manera  “la tonalidad o al menos sus supuestos fundamentales, se establecen inicialmente como un montaje de estudio para permitir la posterior experimentación, variación y formulación de excepciones con el deseo y una convicción firme de que es posible expresar algo innovador y nunca antes escuchada con este material fundamental aparentemente agotado”.

La velada se antoja simplemente fantástica. Toda una oportunidad de disfrutar de tres fantásticos cuartetos. Acompañando a Anne-Sophie Mutter estará la violinista coreana Ye-Eun Choi, el violista alemán Vladimir Babeshko, y el violonchelista español Pablo Ferrández. Recordar que la cita es el próximo jueves 20 de octubre a las 20 horas en Palau de Música Catalana.